miércoles, septiembre 29, 2010

Coimbra


El día amaneció gris tirando a negro. Después de la caminata de la jornada anterior, nos iba a venir bien una etapa en que predominase el desplazamiento en coche. La previsión se centraba en una visita a Coimbra, ciudad que me sonaba como poseedora de una afamada universidad, y un vistazo rápido a Fátima; esto último, en función de la cantidad de gente que encontrásemos y del grado de fanatismo que percibiéramos.
La lluvia no se hizo esperar; las gotas apenas llegaban al suelo pero se fue animando a medida que pasaban los kilómetros. Maria Angustias mugió. No he dicho que, cuando tengo la posibilidad de asignar sonidos a distintos eventos, opto por los ruidos que evocan el evento o que yo interprete como tal. Cuando Maria Angustias muge, es que nos aproximamos a una estación de servicio donde, tanto el vehículo como las personas, podamos repostar. No habíamos echado gasolina desde que abandonamos tierras gallegas y la aguja me indicó que era el momento oportuno. En Portugal también se ha instalado el autoservicio y tampoco se fían de los conductores: primero pagas, luego repostas. Mientras Quiosquera (es la titular del Ministerio de Hacienda, Trabajo y Fomento de nuestra casa) se dirigía a la ventanilla, me fijé en los precios: sem chumbo 95 a 1,409€/l. ¡Coooño!
- ¡Quiosquera, pide gasolina sin chumbo que como nos lo cobren hay que volverse desde aquí!


Quiosquera no se enteró de lo que le estaba diciendo pero me hizo caso y nos ahorramos el chumbo. Cuando le enseñé el cartel empezó a descojonarse (por el chumbo) y a ponerse pálida (por el precio).

Llegamos a Coimbra en medio de un claro; apenas llovía. María Angustias nos condujo hasta un aparcamiento cercano al mercado y, al salir al exterior, se me empezaron a poner los pelos de punta: Coimbra no tiene siete colinas como Roma, pero la que yo veía era para subir a la cumbre en funicular; de cremallera, claro.


Me hice la foto pertinente junto al quiosco de la esquina sin enrollarme con el quiosquero ni nada y entramos en el primer bar que pillamos; era preciso acumular fuerzas antes de emprender la subida. Por dentro el bar parecía una catedral. Mientras daba cuenta de un café con leche y una madalena de la tierra (fotocopia de la que me tragué en Oporto), me entretuve leyendo la carta de bebidas, bocadillos y combinados. En la portada explicaba el origen del bar: un antiguo palacete gótico.


De ahí que nos hubiese sugerido un edificio religioso en vez de un espacio profano.

Fuera llovía a cántaros, sin embargo, cuando ya nos disponíamos a enfundarnos los impermeables, amainó. Habíamos observado que algunas calles o plazas se denominan “largo de…”. La calle por la que iniciamos el recorrido era peatonal y más larga que un día sin pan pero se llamaba simplemente Rúa do Visconde da Luz; la seguimos hasta la Praza do Comercio, frente a la que se abre el Arco de la Almedina, y allí empezaron nuestros problemas; la calle subía casi en ángulo recto (me acordé de Edurne Pasaban) y alternaba rampas y escaleras.


Al final de cada tramo, una escultura representaba a un típica portuguesa (del campo, naturalmente) que portaba un cántaro de agua, una cesta de frutas o un manojo de verduras; para auxiliar a los escaladores, supongo.
- ¿Cómo se les habrá ocurrido hacer las calles con tanta pendiente? –preguntó Quiosquera-.
- ¿Pendiente? ¡Están EMPINADAS, EMPINADAS! Seguro que estos portugueses las riegan con Viagra.

Cerca de la catedral (la Sé Velha) empezamos a comprobar que los portugueses también son graciosillos a la hora de hacer pintadas. En una pared rezaba: “Sé feliz. Mata nazis” (traducción libre). En el Largo Sé Velha había unos cuantos coches aparcados; luego era posible ascender a la cumbre por calles más anchas y menos empinadas, descubrimiento que ya nos daba igual puesto que llevábamos los hígados entre los dientes.


Mi guía de bolsillo dice textualmente: “Su Sé Velha es una joya del románico contemporáneo portugués y se empezó a construir en 1164”. No me quedó claro si la catedral estaba recién acabada en un estilo moderno que imitaba al románico o que nosotros habíamos viajado en el túnel del tiempo hasta el siglo XII. Lo que sí estaba claro es que la fachada de la derecha, según se mira de frente, era de un estilo más moderno. Y el claustro, al que no pudimos entrar por no estar abierto al público, es una pequeña maravilla gótica (según las fotos que lo anunciaban).

Quedaba asomarse a la Universidad. Por el plano parecía que estaba allí mismo pero aún nos quedaba sufrir un poco. Las calles disminuyeron la pendiente y aumentó el tamaño de los ripios que formaban el pavimento, que, en este caso, no podía llamarse firme ya que invitaba a que los cuerpos adoptaran un equilibrio inestable. Y al volver una esquina… Al volver la esquina, un cartel pegado a la fachada indicaba el buen humor del Ayuntamiento de Coimbra. Más o menos venía a decir: “Apesar das recomendações contínuas, os lixos não saíram à rua na bolsa adequada. Assinalamos-o qu' vai-se reforçar as medidas de vigilância e que as coimas vão doer" (A pesar de las continuas recomendaciones, las basuras no se sacan a la calle en la bolsa adecuada. Les advertimos que se van a extremar las medidas de vigilancia y que las multas van a doler).


Para construir la universidad da la impresión de que los portugueses “amesetaron” la cumbre de la colina, convirtiéndola en el único espacio plano de la ciudad. Claro que para llegar a esta planicie había que demostrar una vocación ciega en la carrera elegida, vocación que quedaba probada por el ascenso diario de los vericuetos que conducen al campus de la primera universidad portuguesa y la que goza de mayor prestigio internacional. Accedimos al recinto por el edificio que albergó el primitivo centro que, da la sensación, ha sido modificado en infinidad de ocasiones y ahora es de estilo “revortiyo” flamígero. Las facultades con edificio propio (Medicina, Ciencias, Letras, Matemáticas) son de estilo moderno: hierro y cemento. El ascenso en coche debe hacerse por la calle que desemboca junto a la Facultad de Matemáticas, es decir, por el lado contrario a la falda que habíamos escalado nosotros. Y, por supuesto, desde la explanada de las facultades se pueden obtener las mejores fotos panorámicas de Coimbra.


Dado que en línea recta (casi vertical) estábamos aparcados en la zona de grandes pendientes, bajamos por el mismo lado de la colina, si bien tomamos otro sendero. Resultó un camino más corto pero más empinado si cabe. Por esa cara no hubiese podido llegar a la cima ni siquiera atado a la cuerda de Edurne. La bajada requería estar muy atento al lugar donde se pisaba; sólo para alargar el viaje, porque un resbalón te llevaba junto al río en pocos segundos. Tan concentrados estábamos en el camino, que pasamos junto a la Sé Nova sin enterarnos. Lo que sí vimos fue el ascensor que bajaba desde la terraza del mercado hasta el parquin donde teníamos el coche.

Era demasiado temprano para comer, así que volvimos al bar gótico y tomamos un bocadillo. Yo lo pedí de jamón serrano que, en portugués, se dice presunto. Juro que es totalmente inocente; cualquier parecido con el jamón es pura coincidencia: dos semanas de sal y quince días al freso con un serrucho al lado. De ahí que en los supermercados, el jamón español se denomine presunto curado.

Cuando subimos al coche, se reanudó la lluvia que había quedado en suspenso durante nuestra visita a la ciudad.

lunes, septiembre 20, 2010

Santa Lucía

El martes y el miércoles dormí mal. Debió ser que me puse nervioso con los partidos europeos del Barcelona y el Madrid. El caso es que el jueves me lo programé para almorzar temprano y que me diese tiempo a descabezar un siestecilla antes de que Quiosquera volviese de ganarse las habichuelas.
Seguía nervioso. Retrepado en mi sillón favorito (no hay otro) intenté dejar la mente en blanco. Fue en vano. Cuando me sobresaltó el sonido del teléfono estaba tan despabilado como cuando cerré los ojos. Las dos y media es la hora a la que ignoro las llamadas por el "aparatu de falar de lloñe" (que decía mi amigo Adolf), sin embargo lo cogí. Quizá fuese Quiosquera.
- ¡Diga! -suelo dar tono de enfado a mi primera intervención por si se trata del ofrecimiento de la mejor oferta de telefonía que nunca salió al mercado-.
- Hola, buenas tardes. Soy Fulanita de Santa Lucía...
- De la vista ando bien. Llevo gafas pero están perfectamente graduadas -corté por lo sano-.
- No, verá... No sé si conoce que Santa Lucía ofrece un seguro de decesos...
- Yo no uso d'eso, señorita.
- No, le explico. Por 21€ aproximadamente, Santa Lucía se hace cargo de todos los gastos de fallecimiento...
- ¡Lagarto, lagarto! Señorita, yo soy muy supersticioso y jamás me he hecho un seguro de vida; así que no estoy dispuesto a hacerme un seguro de muerte.
- El seguro cubre mucho más; por ejemplo, si usted muere en el extranjero, Santa Lucía se encarga de repatriar el cuerpo y si quiere ser enterrado o incinerado en la ciudad que nació...
- A ver si me explico. Me da yu-yu hablar de muertos y cuando la espiche me da igual donde me entierren o incineren. Yo les tengo dicho a los míos que me echen al cubo de la basura; cuando güela ya lo retirará el ayuntamiento.
-Es que, además, si usted muere en un accidente, sus herederos cobrarán 15.000€.
- ¡Coño, lo que faltaba! Yo estiro la pata y encima les pago la juerga.
- Bien, usted se lo piensa y yo lo llamaré otro día.
Me había pillado de buenas. En circunstancias parecidas, las suelo mandar a freír espárragos después de la primera frase.

Volví a buscar la posición y cerré los ojos. Me dio la impresión de haberme dormido cuando el teléfono sonó de nuevo. Miré el reloj: las dos y cuarenta y tres. No había dormido mucho.
- ¡Diga!
- Hola, buenas tardes. Soy Fulanita de Santa Lucía...
- ¡Oiga! No soy partidario de la muerte pero, como la vida lo exige, sólo pienso morirme una vez y ninguna más; usted ya me ha enterrado dos veces.
- ¡Ay, perdone! ¿Lo había llamado antes?
Colgué; esta vez con mala leche de verdad.
Volví a buscar la posición y cerré los ojos. Ni flores... Después de un cuarto de hora, me senté al ordenador y me puse a escribir chorradas.

viernes, septiembre 17, 2010

¡Oh, Porto!

La guía de hoteles decía que estábamos alojados en la parte más alta de la ciudad. La guía turística nos informaba que el punto más alto de Oporto es el campanario de la Igreja dos Clérigos y que la Catedral, debido a su ubicación, era visible desde casi cualquier punto por donde se deambulase. La consecuencia lógica era suponer que ocupábamos una especie de meseta que nos permitiría visitar los monumentos más representativos a pie plano como quien dice. Inmenso error. Rómulo y Remo se empeñaron en fundar Roma ocupando siete colinas, y los lusitanos no iban a ser menos: “cada” monumento ocupa la cúspide de un cerrete y el turista de a pie tiene la sensación de ir desplazándose por los raíles de una montaña rusa. Supongo que esta circunstancia hizo que Portugal no tomase el nombre romano de Lusitania sino el de Porto Cale (asentamiento romano al otro lado del Douro); cuando a un gallego de la época le peguntasen si querían ir a Lusitania, respondería algo así como: “A Portucale va a ir tu santa madre”.
En definitiva, estando en uno de los puntos más altos de Oporto, empezamos a bajar con la intención de llegar a otro de los puntos más altos de Oporto. Por la calle Firmeza y luego por Santa Catarina, llegamos al Mercado de Bolhao, habiendo dejado atrás la Capela das Almas con sus dos fachadas visibles decoradas con azulejos.
Antes de iniciar la cuesta abajo, nos desviamos hasta el Palacio de Concelho y la Igreja da Trinidade. En bajada, atravesamos la Praza de Dom Joao I y, en la esquina inferior de Santa Caterina, entramos al Café Majestic. Pedimos un cortado para Quiosquera y un café con leche para mí; echamos un vistazo para ver que podría tomar Quiosquera para acompañar ya que yo tengo prohibida terminantemente la bollería industrial. Vi unas madalenas tamaño XXL, enfundadas aún en su molde de lata. Se me escapó:
- ¡Mira eso!
No sé cuál sería la expresión de mi cara pero debió asemejarse a la de un niño que le muestran el caramelo por el que ha estado refunfuñando toda la mañana, porque Quiosquera pidió una para mí. La diferencia entre una madalena casera y una madalena industrial es similar a la que hay entre el cristal y el vidrio. La madalena industrial es un bizcochillo en forma de madalena y, cuando se parte, queda lisa. Una madalena casera es una Madalena (con mayúsculas) y, cuando se parte, lo hace como el cuarzo: en forma de cristales (sólidos cristalográficos que diríamos en clase de Geología). Hasta el sabor era de madalena; no era el sabor exacto de las que hacían mi madre o mi abuela pero nada tenía que ver con las madalenas industriales.

Con el cuerpo entonado, seguimos bajando hasta la Estación de Ferrocarril de Sao Bento y, desde allí, emprendimos la subida de la Cuesta del Calvario, digo mal porque no andábamos en Jerusalén: se trataba de la calle de los Clerigos que acaba en la Igreja dos Clérigos, cuyo campanario consta como el punto más alto de la ciudad. Ni que decir tiene que ni se nos ocurrió subir los 75 m en vertical que tiene la torre y nos conformamos con contemplar lo que a pie plano se daba alcance.
Llegamos, al fin, al Campo Mártires da Patria. Hacia el norte teníamos la fachada de la Universidad y al sur la calle Filipe Nery. Justo ahí estaba la solución a un problema que me ha llevado de cráneo durante cinco años: ya sé de dónde proceden los que me preguntaban por el 357 de la calle Consell de Cent y se extrañaban que después del número 356 estuviese el 358 y no apareciese en número intermedio. Eran portugueses de Oporto. La prueba la tenía delante: tres portales consecutivos marcados con los números 113, 114 y 115. Luego Quiosquera me dijo que, seguramente, los edificios no perteneciesen a la calle Filipe Nery sino al Campo Mártires da Patria. Yo interpreté que el motivo fuese el rótulo que se leía sobre la puerta de acceso: A PRINCIPAL DA BORRACHA.

Había que elegir: o nos dirigíamos a la Sé o al edificio de la Bolsa. No era probable que la Bolsa estuviese abierta por la tarde por lo que dejamos la Sé para después y bajamos hacia el río. Bajar es más cómodo que subir, salvo que las calles estén empedradas y húmedas, la pendiente sea superior al 10% (por lo menos) y uno tenga las manos temblonas tras varias horas caminando. A medida que descendíamos, las calles se iban retorciendo y estrechando. En una curva de la calle había un pequeño mirador que formaba parte de una vivienda y dudamos si era o no correcto invadirlo. Un perro que pasaba despejó nuestras dudas: el perro pasó a la zona vallada, se acercó a un árbol, levantó la pata y se meó en el tronco. Si estaba permitido el paso a animales, no había inconveniente alguno en que pasásemos al jardín. Mirando hacia abajo, vimos que la calle proseguía pero cada vez más pendiente; el río aparecía bastante más abajo aunque, en línea recta, estaba allí mismo. Mirando hacia delante, la Catedral parecía decirnos “acércate si los tienes bien puestos…”. Estaba casi a nuestra altura, pero en la colina de enfrente; en ese momento decidí que no tenía interés, si bien, dije a Quiosquera que la dejábamos para última hora.

La Plaza del Infante Don Enrique disfruta de la misma pendiente que las calles que la circundan. Antes de entrar en el edificio de la Bolsa, hicimos el oportuno reportaje fotográfico y, cómo no, acabamos en la parte más baja; culpa del tal Infante que nos empeñamos en fotografiar de frente. Volvimos a escalar posiciones para acercarnos a la Bolsa que, a mayor cachondeo, tiene la puerta en alto y es necesario subir unas cuantas escaleras para llegar a ella. Quiosquera tenía “el color de las montañas de Petra” en las mejillas de tanto subir y bajar; quiero decir que la sangre se le agolpaba en la cara y no le llegaba al cerebro. Las escaleras para llegar a la Bolsa eran dobles: se podía iniciar el ascenso por la parte de abajo de la plaza o por la parte de arriba. Pasé de largo el tramo bajero.
- ¿Dónde vas?
- A coger las escaleras.
- Están aquí.
- Si, pero allí hay otras.
- Pues mejor subimos por éstas y te ahorras andar hasta las otras.
- Sí, pero es que allí hay menos.
Eran veinticinco o treinta metros pero me parecieron doscientos. Cuando encaramos las escaleras, Quiosquera comprobó que yo tenía razón y que por aquella parte había menos escalones.
- ¡Anda! ¿Y cómo lo sabías?
- Por la ley de la Plaza Inclinada.
Entonces miró arriba y abajo y todavía tuvo fuerzas para reír a carcajadas.

La Bolsa ya no es lo que era. Debe dejar pocos dividendos ya que se dedica a sacarle los cuartos a los turistas y a organizar comilonas en el patio central. Hay visitas cada pocos minutos, con cicerone políglota; para ahorrar, supongo. En nuestro grupo había ingleses, holandeses, australianos, Quiosquera y yo. Lo que se muestra al público es la primera planta. La planta baja no se ve; dado que el patio sirve de comedor, es de suponer que en las otras estancias estén las cocinas. La joya de la corona es una estancia decorada al estilo de la Alhambra de Granada. En una de las habitaciones estaban colgados los retratos de los últimos reyes portugueses. Me vino muy bien porque, como en los siglos XIX y XX Portugal no había pintado mucho en el transcurrir de la historia de Europa, no tenía ni idea de cómo había caído la monarquía lusa. La guía nos contó la forma en que se produjo su fin y cuáles habían sido sus últimos reyes. Estaba como Quiosquera, con la sangre alejada de las neuronas y, por tanto, sigo como antes: no tengo ni idea de cómo se produjo el ocaso y caída de los reyes de Portugal. Lo que si me quedó claro es que el tal Antonio Oliveira Salazar, que tomó el poder unos años después de proclamada la república, duró más que el mismísimo Franco.
La parte alta del patio central está decorada con los escudos de las colonias portuguesas y de los estados con los que Portugal mantenía relaciones comerciales. Como el patio estaba ocupado, tuvimos que ver tales escudos desde una ventana del pasillo. El de España no se podía ver porque lo teníamos justo encima. Pensé que se trataba de un trato especial que nos daban los portugueses; no era así. Desde la ventana del otro lado pudimos contemplar el escudo a la perfección aunque algo de trato especial sí había: ocupaba el centro de aquella fachada y hasta quizá fuera más grande que los otros.

Acabamos comiendo en una de las terrazas del afamado barrio de Ribeira: Ensalada, sadinhas grelhadas (tres), postre, pan y cerveza, 12,50€. Las sardinas debían ser del Océano Índico por lo menos: estaban horribles. Si pagar algo más de 2.000 pts por semejante menú es comer bien y barato, que venga Dios y lo vea.

Quedaban tres opciones: Pasar al otro lado del Duero para visitar una bodega, subir la colina hasta la Catedral o embarcarse en un minicrucero por el estuario. Escogimos el más turístico: el crucero. Remontamos el río pasando bajo el puente de Dom Luís I, obra de un colaborador de Eiffel, que es el más emblemático y por el que aún circulan los trenes o tranvías. Dimos la vuelta una vez pasado el de Doña María Pía, obra del propio Eiffel, y nos dirigimos hacia la desembocadura hasta llegar al barrio residencial de Foz. No fue un paseo deslumbrante pero en el río las calles eran planas y descansamos las piernas.
A mí me hacía gracia visitar una bodega. Antes de embarcar habíamos visto a unas “jóvenas” que ofrecían el viaje por un módico precio pero ya habían recogido sus bártulos. Nos dijeron que la última visita era a las seis y el reloj marcaba las seis y media (hora portuguesa, donde, no he dicho, rige el mismo horario que en Canarias). La única alternativa era la Catedral. Miramos hacia arriba. Los días que llevábamos de viaje se dejaban notar y mi lumbago, mis cervicales y mis brazos, así como las piernas de ambos, necesitaban reposo. Cogimos un taxi, lo hicimos pasar junto a la fachada de la Catedral para comprobar la planta románica y el resto en estilo revortiyo y nos fuimos al hotel.

miércoles, septiembre 15, 2010

Judith


A veces no hace falta viajar para adquirir conocimientos sobre cómo viven otras gentes y cómo son las costumbres de su tierra. Desde unos años acá son muchos los inmigrantes que han venido a España en busca de su particular Eldorado, y luchan por abrirse camino en esta selva de adoquines y asfalto. Otros ni siquiera sueñan con encontrar esa tierra legendaria de riquezas; les basta un trabajo que les permita vivir y mandar unos euros a su familia, quizá sus hijos, que quedaron allá. Buscan hacerse un hueco entre los nativos españoles y poco a poco van adaptándose a nuestras costumbres; pero no renuncian a sus tradiciones: sería renunciar a sus raíces, traicionar a sus ancestros, negar su propia personalidad como pueblo.

Cuando Mirta nos entregó el sobre, explicó que era la invitación para que asistiéramos al bautizo de su hija. Luego miré el contenido; una tarjeta con la foto de la pequeña y el texto: “Judith te invita a su bautizo y corte de pelo”. Lo encontré extraño pero no quise preguntar para llegar a la ceremonia sin haber hecho ningún juicio previo.

El bautizo se celebró el 11 de septiembre. Habíamos quedado en encontrarnos en la puerta de la iglesia y, cuando llegamos, estaban casi todos: un grupo de bolivianos, unos familiares y otros amigos, que están en España trabajando para mejorar sus condiciones económicas y que se apoyan los unos a los otros para no perder el conocimiento de su cultura y el calor de su tierra. Quiosquera y yo éramos los únicos “extranjeros” del grupo. Apenas lo notamos, tal fue la gentileza con que nos recibieron y el agradecimiento que nos mostraron por haber accedido a estar allí; agradecimiento recíproco dado que para nosotros fue un honor participar, más bien ser espectadores, de una fiesta de excepción.

La ceremonia religiosa no tiene interés; es cultura católica y, más o menos, ya conocemos su liturgia. El interés estuvo en lo que vino después, en la celebración del rito boliviano, cuyo origen se remonta a épocas anteriores a la llegada de Colón, y que los evangelizadores españoles supieron asimilar al sacramento cristiano. De lo que vi, de lo que me contaron y de lo que he leído después, relato cómo se celebra en Bolivia un bautizo.

El corte de pelo es una tradición que siguen los indios Aymaras y los Quechuas, que denominan Rutuchi o Uma Rutucu respectivamente. El primer corte de pelo del bebé (pelo de vientre) simboliza el desprendimiento de todo vestigio de la impureza del recién nacido (¿pecado original?). El nuevo pelo que crezca pertenecerá o será la expresión del ángel renacido (entronque cristiano). Se lleva a cabo cuando el niño tiene entre 1 y 2 años y constituye el nacimiento social del nuevo miembro. Pero no todo es tan simple. La fiesta se prolonga a lo largo de la tarde-noche y se inicia con la bienvenida a los asistentes por parte de los padres y los padrinos de bautizo de la criatura, que agradecen la presencia de los invitados y les desean suerte mientras derraman la mistura (papelillos picados) sobre su cabeza, gentileza a la que se responde de la misma manera.

La fiesta prosigue con el baile de la cueca en el que participan los padres y los padrinos (en nuestro caso, con las parejas cambiadas). Es un baile sencillo (para quienes saben) en el que los bailarines se ayudan con un pañuelo que sostienen con ambas manos o lo agitan con una sola. Me recordó al programa Raíces, no el Raíces que contaba las desventuras de Kunta Kinte y sus descendientes esclavizados, sino el programa que Televisión Española puso en pantalla en los años 70 y que contaba costumbres y tradiciones de España desconocidas para la mayoría de teleespectadores. Me pareció ver una vez más a mi tío Pepe bailando junto al puente de Huarea y a Antonio el Trovaor y al Niño Candiota desgranando sus versos improvisados.

En un momento preciso, los bailarines se paran y reclaman la presencia del chico encargado de suministrar bebida a los que bailan. Éste se aproxima con la bandeja (charola), ofrece un vaso de vino o cerveza a los participantes y arroja la bandeja al suelo. Los bailarines brindan y beben haciendo una cruzadita con su pareja mientras gritan “hasta el fondo”; el “besar el culo” o “besar culet” que decíamos los jóvenes de mi pueblo y que significa que hay que apurar la bebida. Luego sigue sonando la cueca y continúa el baile. El padrino de orquesta va llamando por parejas a los distintos asistentes, que repiten la representación. La tradición boliviana admite hasta siete u ocho parejas que hacen de padrinos y que participan en el baile de la cueca siguiendo un orden descendente de importancia. Esta primera parte de la fiesta termina con el baile del huayno, en el que todos participan.

Hasta aquí, es sólo la preparación para el Rutuchi propiamente dicho. Mientras los padrinos han ido bailando, los invitados se han visto obsequiados con un plato típico de la tierra de los padres del bautizado. Nosotros tuvimos ocasión de degustar un plato quechua consistente en costillas de cerdo en salsa picante, acompañadas de patatas y unas tortitas de maíz. Mientras tanto han ido llegando otros invitados, por lo general, amigos de los padres y padrinos, que también se unen a la fiesta.

El corte de pelo es la ceremonia final. El primero en pasar es el padrino de bautismo; tras apurar un vaso de cerveza, corta un moñito de pelo con unas tijeras normales y lo deposita en un plato junto a una cantidad de dinero que sirve de guía de lo que aportarán el resto de padrinos, ninguno de los cuales deberá superar esta cantidad. Pasan a continuación los demás padrinos e invitados y repiten la operación. Al final se cuenta el dinero, que deberá ser una cantidad par y redonda. Si así no fuese, el padrino de bautismo está obligado a poner el dinero que falte. El monto total se lía en una guaya, que es la pieza de colores alegres que utilizan las madres bolivianas para llevar sus hijos en la espalda, y se le entrega a la madre del niño para que la lleve durante el resto de la fiesta. Los padrinos son los encargados de velar para que el dinero recogido se gaste siempre en beneficio de su ahijado.
Al día siguiente se acaba de rapar al bebé.

Parece ser que, antiguamente, se quemaba el pelo que se había cortado. Ha cambiado la costumbre y, a cada familia participante, se le da ahora un mechón junto a la tarjeta recordatorio del bautizo (la colita).

En definitiva, fue una forma de celebrar el 11 de septiembre poco patriótica pero muy aleccionadora, rodeados de gentes humildes que han llegado hasta nosotros en un intento de mejorar su condición de vida realizando cualquier trabajo que se tercie, aun cuando alguno de ellos tenga estudios universitarios.

Y al final, entre tanto baile, ligué. Una preciosidad; morena, risueña, simpática y con un sentido del ritmo extraordinario para su juventud. Estuvimos un rato bailando, no sé si la cueca o qué otro baile tradicional quechua. Yo, sentado en mi silla; ella, de pie en la silla de al lado, con sus manos empuñando mis pulgares. Se llama Judith y aún tenía pelo. Si tuviese 55 años menos (yo), Quiosquera iba a tener una dura competidora.

jueves, septiembre 09, 2010

En Braga y a lo loco

Varios amigos que habían visitado recientemente Portugal nos habían advertido que allí es obligatorio conducir con las luces cortas puestas, aun en pleno día. Tras unas decenas de kilómetros observando los vehículos que circulaban por la autopista en dirección contraria y a los que nos adelantaban, decidí optar por adherirme a la mayoría y apagué las luces. Pronto pude comprobar que los portugueses no se andan con chiquitas a la hora de fijar el peaje de las vías rápidas y consideran que las economías medias tienen menos urgencias que las ricas y, por tanto, deben recurrir a carreteras de segundo orden, las cuales salen gratis para los extranjeros; a los nativos se las cobran en la declaración de IRPF y al aplicarle el IVA a los productos de consumo.


La hora de la merienda nos pilló en bragas y, por similitud, hicimos una breve parada en Braga. “Breve” es una palabra que abarca distintas fracciones de tiempo en según qué circunstancia. En ruta turística, una parada breve es aquella que no suele superar las dos horas. María Angustias, que empieza a conocer mis gustos y preferencias, nos llevó a la Avenida Central, que, como su nombre indica, está bastante céntrica. En el callejeo, hasta que oímos el consabido “ha llegado a su destino”, se nos creó una duda: o en Portugal hay mucho lisiado o Portugal trata bien a sus lisiados. Lo digo porque en cada hilera de aparcamiento para coches, el primero y el último de la fila estaban reservados para “personas con necesidades especiales
Paralelo a la Avenida Central corría un parquecillo que se extendía hasta la Plaza de la República. Por los altavoces se oía música de violines, panderos y castañuelas y, 50 m. más adelante, vimos una carpa que hacía las veces de escenario, donde grupos folclóricos cantaban y bailaban piezas regionales.
- ¡Mira, el festival de música de la Alpujarra!
- ¿La canción típica de Portugal no es el fado? –preguntó Quiosquera-.
- ¿Cuál es la música típica de Andalucía?
- El flamenco.
- ¿Qué se canta en el Festival de Música y Baile de la Alpujarra?
- Mudanzas, robaos, trovos...


- Y ni un puñetero fandango, ni se ven trajes de gitana, ni nada que tenga que ver con el cante hondo. El flamenco y el fado son dos formas de hacer música que se han establecido en España, principalmente en Andalucía, y en Portugal, pero la vestimenta, la música y los bailes regionales es esto que estás viendo aquí y lo que hemos visto otros años en la Alpujarra. Y la denominación de fandango alpujarreño que hoy algunos le dan al trovo es una chorrada tan grande como si a la jota aragonesa le llamáramos fandango maño.

Echamos cinco minutillos de folclore y arranqué hacia la Plaza de la República.
- ¿Dónde vamos?
- A ver la catedral
- Según la guía, la catedral es aquella de más atrás.
- No, eso es la Iglesia dos Congregados. La guía está mal.
- Hombre, vas a saber tú más que quienes han escrito la guía.
- Evidente.


Reconozco que en los viajes utilizo un retintín desabrido, no exento de chulería y que, aunque trato de remarcar el tono irónico, no siempre es captado por mi interlocutor y acaba cabreándose. En mi descargo he de decir que he sido yo quien la noche anterior se ha leído la guía, ha mirado el mapa (cuando dispongo de él) y ha trazado la ruta con la ayuda de María Angustias. Y, esta vez, la Guía del Mundo 2007-2008 de la Biblioteca Metrópoli, en la página 65 del volumen dedicado a Portugal, incluye una fotografía a cuyo pie reza “Avenida Central de Braga y su sé o catedral al fondo”, cosa que desmiente el plano de las dos páginas siguientes que sitúan la Sé algo más lejos, en sentido contrario y en otra calle. ¿Que podría ser que el error estuviese en el mapa? Hombre, para eso me regalaron a María Angustias…


Desde la Plaza de la República, al otro lado de la fuente, se puede obtener la foto más bonita del parque. Y en eso, sin discusión, la experta es Quiosquera. Rodeando la plaza se llega a la plazoletilla donde se ubica la Torre de Menagem, resto de un antiguo palacio o castillo (parece). El espacio es insuficiente para obtener una buena foto pero es que, por si faltara poco, delante de la torre hay un árbol inmenso que tapa la visión. En google maps he encontrado la foto del mentado árbol con el título Árbol de Menagem; así que me he quedado sin saber si la importancia del Homenaje reside en la torre o en el árbol.


Por el otro lado de la plazoleta salimos a la calle Diogo de Sousa, comercial, peatonal y agradable a la vista y a los pies que, no olvidemos, no hacía mucho rato escalaban el torreón de la Catedral de Tuy y las calles empinadas de Combarro. El palacio episcopal, extrañamente sencillo, sirve de marco a una plaza reducida que alberga una artística fuente.


Un poco más adelante encontramos la Sé, estilo revortiyo, que tiene el privilegio de ser la sede del arzobispado más antiguo de Portugal. No en vano fue construida en tiempos de Enrique de Borgoña y Teresa de León, padres de Alfonso Enríquez, primer rey de Portugal. Por descontado, la catedral contiene las tumbas de ambos condes, que por algo la mandaron construir. De la guía saqué que los portugueses no suelen decir “es más viejo que Matusalén”, sino “es más viejo que la catedral de Braga”. El “revortiyo”, en este caso, es la planta románica (que se levantó para competir en grandiosidad con la catedral de Santiago de Compostela, desde mi punto de vista sin conseguirlo), pinceladas góticas y barrocas en el interior y torres barrocas.


Y con las mismas, carretera y manta camino de Oporto donde llegamos cuando el sol se perdía al otro lado del Douro. El hotel estaba en la Calle Alegría, que para alegría nuestra es más larga que un día sin pan: dimos con ella recién entrados en Oporto y sólo fue cuestión de seguirla. La mala follá es que es de doble dirección, el hotel estaba mano p’acá y no se podía girar a la izquierda. Dimos la vuelta donde pudimos y, llegados al número que nos habían indicado, encontramos que allí ni había hotel ni nada que se pareciese. Mientras yo esperaba dentro del coche (por si los urbanos), Quiosquera investigó. Una calleja conducía a una especie de terraza que servía de aparcamiento y el hotel ocupaba las últimas plantas del edificio.


Lo del aparcamiento fue de película. Con buena voluntad cabían seis coches en el espacio disponible. A la derecha había dos vehículos bien aparcados y un espacio libre; a la izquierda había un coche bien aparcado, otro en diagonal y un espacio no aprovechable. Antes de iniciar la aproximación, planifiqué las maniobras posibles e hice cálculos. Lo normal hubiera sido seguir hasta el fondo y entrar en el hueco libre de la derecha marcha atrás; desestimado: el radio de giro de las ruedas me llevaría a estamparme con el culo del coche aparcado en diagonal. Probé la aproximación de frente; desestimado: al retroceder para embocar el hueco en un segundo intento haría que hiciese saltar por los aires los vidrios que limitaban con la recepción. Quedaba una última posibilidad: embocar la parte aprovechable del hueco no aprovechable para acabar entrando marcha atrás. Calculé el radio de giro dextrógiro hasta llegar a la esquinilla final de la terraza, y el radio de giro levógiro hasta el culo del coche mal aparcado. Saqué las Tablas de Logaritmos de Vázquez Queipo, obtuve la cotangente adecuada y, desde ahí, el ángulo de ataque. Me faltaba un centímetro. En la cinta magnética copia de mis recuerdos de física encontré el coeficiente de elasticidad de una lámina de acero y llegué a la conclusión de que, con un poco de suerte, la deformación del metal me permitiría introducir el morro en el hueco no aprovechable; lo suficiente para lograr mi propósito en una tercera maniobra. Al instante comprobé que, tanto la física como las matemáticas, las tengo oxidadas y que los cálculos no habían sido correctos; también equivoqué la velocidad con que debía atacar el obstáculo. El golpe no sonó demasiado pero fue lo suficientemente intenso para que el obstáculo se desplazase cinco centímetros, cuatro más de los necesarios, y el morro de mi coche entró con holgura en el hueco y, en la siguiente maniobra, lo dejé clavado. Miré el morro y no noté que el golpe hubiera dejado secuelas. No sucedió lo mismo con el culo del contrario, el cual presentaba un bollo apreciable a simple vista pero sin ninguna gravedad. Y es que hay veces que es mejor cortar por lo sano ya que no siempre se cumple el dicho de que "más vale maña que fuerza".

martes, septiembre 07, 2010

Y... lusos

En mi ya mentada Enciclopedia Álvarez Primer Grado aprendí que Viriato era un pastor lusitano. Lo de pastor sabía qué era pero lusitano era la primera vez que lo leía. Nadie me explicó, ni yo pregunté, qué quería decir e imaginé que era otra de las muchas palabras que aparecían en las lecturas escolares y que mis paisanos nunca empleaban. Imagino que interpreté que querría decir “valiente guerrero” o “conductor de ovejas merinas” y me empollé el párrafo sin darle mayor importancia. Algunos años después, seguramente en la Enciclopedia Álvarez Tercer Grado, asimilé el significado de lusitano cuando hube de estudiar la Hispania romana, que primero se dividió en dos provincias, Citerior y Ulterior, luego se reestructuró en tres: Tarraconense, Bética y Lusitania. O sea, que Viriato fue un pastor de la Lusitania, territorio que estaba a la izquierda de la diagonal Finisterre-Gata y por encima del Valle del Betis. Tuve que esperar al Bachiller para acabar de aclararme y entender que el actual país llamado Portugal ocupaba una parte importante de lo que fue la Lusitania romana y que, por eso, sus habitantes pueden denominarse mediante dos gentilicios: portugueses y lusos. Leído al tirón, ilusos. Como los españoles.



Visité por primera vez Portugal cuando aún no se había agotado el manantial de esperanza que supuso la Revolución de los Claveles, y se cultivaban las virtudes de europeidad a punto de florecer con la inminente incorporación a la U.E. En aquel viaje conocimos el Algarve, una parte del Alentejo, y Lisboa y sus alrededores. Me pareció haber retrocedido en el tiempo 15 ó 20 años, tal era el parecido de la parte sur del Portugal de los años 80 con la Andalucía de los 60. Un turismo incipiente, una naturaleza todavía no estropeada por el afán urbanizador, una población mayoritariamente campesina y acogedora… Y unos precios más que asequibles para la economía del viajero español, excepción hecha de la gasolina que andaba por las 127 pts (al cambio) cuando en España la pagábamos por debajo de los 20 duros. Costaba entenderse con los nativos aunque mucho menos que con franceses e italianos, por poner ejemplos de países con idiomas romance, y no porque tuviésemos palabras con mayor parecido sino porque los portugueses, al igual que los españoles, manejan bastante bien el idioma del gesto y de las señas. Encontramos una Lisboa bien cuidada, limpia, atenta con el visitante y libre de los pedigüeños que ya infestaban las grandes ciudades españolas. Una sola autopista encontramos en el camino hacia Lisboa; más arriba de Odemira (me parece recordar) arrancaba una vía de cuatro carriles (dos por sentido de marcha) que intermitentemente se transformada en vía de sólo dos carriles. Después de Santiago do Cacém y Grándola, devenía en autovía hasta Alcácer do Sal y, atravesando esta ciudad, se volvía a tomar la vía rápida hasta el peaje situado a la entrada del puente sobre el Tajo.

Esta vez hemos entrado por el norte y las diferencias son notables; en activo o en construcción, la red de autopistas y autovías se ha multiplicado por mucho, la circulación es mucho menos caótica porque (ahora) el conductor portugués respeta más o menos las normas y, a primera vista, parece un país más próspero o, al menos, un país que ha reducido su diferencia con España. La gasolina sigue siendo mucho más cara (1,40 frente a 1,18 la 95 sin plomo) y el peaje de las autopistas también; aunque después de los cálculos efectuados en la AP-7 y C-32 casi tengo que desdecirme. El coste medio del trayecto sale en Portugal ligeramente por encima de las 20 pts.
La manduca está a precios muy similares a los de este lado de la frontera y lo que, en mi primera visita, era un menú decente a un precio asequible, ahora es una mierda de menú a un precio algo menos asequible. Se puede comer mal y caro y se puede comer bien y caro: no hemos encontrado ningún lugar donde hayamos apreciado una relación equitativa en el binomio calidad/precio. Soy consciente de que cada uno cuenta de la feria según le va y he hablado con algunos visitantes de Portugal que la han encontrado baratísima.
El café constituye una excepción: está más barato que en España. Un café solo, cuesta 0,80€. Pero un café con hielo, un cortado o un café con leche, sube hasta los 1,60€. Y de la carta de bebidas calientes ha desaparecido la diferenciación entre café expreso, bica y carioca.
Lisboa está descuidada y sucia. Oporto está sucio y asqueroso. Me cuesta opinar sobre Coimbra ya que iba asfixiado debido a que sus calles tienen una pendiente más pronunciada que la salida de cada una las 21 curvas de Alpe d’Huez. En las plazas céntricas de Lisboa (Rossio y Figueira) abundan los grupos de gente, principalmente de color, que trapichea con cualquier cosa. Remarco “gente de color” para resaltar que son emigrantes llegados a la metrópoli y que se han encontrado con que la Madre Patria no tiene para darles de mamar.
Es mucho más fácil que antes entenderse con los portugueses; ha aumentado su nivel cultural y, ahora, casi todos chapurrean español o lo hablan bien.


IVA Za Niqui

Da la sensación de que a la gente le resbala lo que paga de impuestos, qué hace con ellos el estado o en qué se emplearon los fondos que llegaron de la U.E. Me costó Dios y ayuda encontrar a alguien que me explicase como funciona allí el IVA; las chiquitas de recepción de los hoteles no lo tenían claro: “Depende de los productos, unos pagan más y otros menos”. Y de ahí no había forma de sacarlas. Al fin encontré un experto en economía y me lo explicó; el experto era un taxista que había vivido unos años en Orense y hacía comparaciones. El IVA normal es el 20% y el reducido el 12%. Como en los países ricos. Puntualicemos: como en los países ricos de antes, porque el IVA de los países pobres ya supera al de los países ricos salvo Suecia (véase Rumania, Hungría, Grecia…). Y claro, el 1 de julio entró en vigor similar incremento que en España: 20% pasa a 21, 12% pasa a 13. Es decir, tal como piensan los gobiernos de España, Portugal, Grecia, Rumania, Hungría, etc. la riqueza de una país es proporcional al porcentaje de IVA que pagan sus ciudadanos (los que pagan; el 20% de parados no es que no quiera pagar, es que no puede). Todavía nuestros vecinos creen que en España se vive de maravilla y atamos los perros con loganizas, gracias a que aquí hemos sabido emplear bien los fondos de la U.E. Nadie les ha hablado de Pallerols, del empleo de los fondos de formación, del cultivo del lino, de las subvenciones por cortar olivos, de las subvenciones por plantar olivos, de las peonadas falsas… Nadie les ha explicado, por ejemplo, que un informático de nivel ganaba 300.000 pts en 1991, 300.000 pts en 2000 y 320.000 pts en 2005 (efectos esta última subida de la reducción de IRPF). ¡Ilusos!


IVA Zin Niqui

En definitiva, si se quiere que la gente acceda al “estado del bienestar” lo mejor es que pague más impuestos. Si nos hubiésemos dado cuenta antes, hoy estaríamos al nivel de Grecia o Portugal e, incluso, podríamos haber alcanzado el nivel de Rumania. Pero ya estamos en el buen camino y pronto el Ministro de Fomento conseguirá que los españoles paguen por lo que reciben exactamente lo que vale.

¿Qué a qué viene esto? A que anoche leí que nos van a subir el IBI porque, como los políticos han reventado al fin la burbuja inmobiliaria, los ayuntamientos tienen ahora menos ingresos.
Lo dicho: con esos instrumentos hasta yo podría ser alcalde.
¡Ilusos!

lunes, septiembre 06, 2010

Las meigas de Combarro

Cumplido el jubileo y con la absolución do Cura de Fruime, la verdad es que quedaba poco por hacer en Galicia. Tal vez, volver a la Curota por si encontrábamos despejado el mirador, pero a Quiosquera no le hacía mucha gracia retornar sobre nuestros pasos (ni a mí tampoco). Aunque en un principio no estaba prevista la visita a Ourense, por lo que pudiera pasar había echado algún teléfono en el bolsillo. Hice un par de llamadas y encontré el nido sin pájaro, que de haber dado con algún conocido seguro que me encomiendo a San Chiño y me passo a saludarlo. Así que nos dispusimos a decir un adiós provisional a la comunidad (volveré, de eso estoy seguro) y enfocamos hacia la desembocadura del Miño siguiendo, claro está, los amplísimos meandros que nos sugirió María Angustias después de que le dijésemos al oído alguna de nuestras preferencias. Como el cuartel general de los últimos días lo teníamos montado en un hotel cercano a Sanxenxo, nos pasamos por una sucursal de La Caixa en Portonovo para reponer fondos, ya que el poco dinero que nos quedaba se ubicaba muy al final de nuestros bolsillos.


A lo largo del viaje habíamos coincidido con el Ejército del Aire en León y con el Ejército de Tierra en Santiago de Compostela. Faltaba la Armada y le dije a Quiosquera que íbamos a pasar por Marín. Luego, el hombre propone y la mujer dispone. Quiero decir que, en una parada que hicimos en el Mirador de A Granxa (Raxó), la panorámica despertó el gusanillo estético de Quiosquera y me sugirió que bien podíamos pasar de los marineros y dedicar unos minutos a ver aquello que desde allí se apreciaba y que no era otra cosa que el pequeño promontorio donde las casas de Combarro se apiñan y parecen querer abrirse camino hacia la parte alta.
En el hotel nos habíamos aprovisionado de mapas de la zona (por si acaso) y pude chivarle a María Angustias que me mostrase el camino hasta Praza da Chousa, extensa explanada donde no quedaba ni un puñetero hueco para dejar el coche. Me refiero a que no quedaba un hueco donde cupiese mi coche (ahora que ya no necesito tanto espacio para la cartoná, estoy pensando en comprarme un Biscúter), porque en la parte de la plaza más alejada de la playa había un “reservado minusválidos” que sólo estaba ocupado en algo más de medio metro. Detrás del reservado había un vado que, a la segunda vuelta, me pareció suficientemente amplio para dejar mi coche sin que estorbase demasiado, y allí aparqué. Dadas las circunstancias, decidí quedarme en la plaza y echarle un vistazo a los alrededores mientras Quiosquera se adentraba en el pueblo y echaba unas fotos para que yo pudiera hacerme a posteriori una idea del casco viejo.


La plaza no tenía mucho que ver; en la parte izquierda, según se mira a la playa, tres hórreos de piedra decoraban el paisaje y, junto a ellos, arrancaba un “paseo” ligeramente accidentado. Vamos, había cada peñasco que, aunque estaba preparado para que los turistas pasaran, ya fuera mediante escaleras metálicas superpuestas, ya fuera mediante escalones tallados en la roca, me acongojé y me limité a filmar otro par de hórreos que se levantaban muy cerquita de la playa. Volví a la plaza y me puse a inspeccionar los tres hórreos, a la vez que miraba de reojo la pendiente de la calle que subía hacia el centro histórico. En esas estaba, cuando se me acercó una paisana.
- Suba usted por la calle y verá lo bonito que es.
- Ya me lo pide el cuerpo pero cada vez que miro la calle y veo lo empinada que está se me quitan las ganas.
- Pues vaya usted por aquella parte (me señaló el paseo de los peñascos) que al final hay una calle estrechita que tiene menos pendiente.


- Ya. ¿Me permite una pregunta?
- Diga, usted, que yo he vivido aquí toda mi vida y seguro que no encuentra quien le informe mejor.
- Verá… Es que me extraña que, con la humedad que hay junto al mar, haya por aquí tantos hórreos.
- ¡Ah! Es que aquí se secaba el maíz y se guardaba la paja. Por eso, en esta zona, a los hórreos se les llama también pajares.
- No, si eso ya lo imagino, pero tan cerca de la playa…
- Porque también se usan para secar pescado: boquerones, sardinas…
¡Coño! Como en mi pueblo. Sólo que allí los pajares eran mucho más grandes y estaban en alto, ventilados a poniente y levante y al abrigo de la humedad marina. Las sardinas y boquerones los secábamos encañados o en zaranda.
- Y si quiere comer bien, que en este pueblo se come muy bien, no vaya a los chiringuitos de allá –señaló hacia el oeste-. Esos están hechos para los turistas: llega el autocar, los atiborran de pulpo que parece estopa y de vino peleón, y se los llevan tan contentos. Usted suba por la calle de San Roque y vaya a Casa (era el nombre propio de un paisano, pero no me acuerdo). Allí sí que le harán un pulpo en condiciones, o unas zamburiñas, o unas vieiras…
En éstas, por el oeste apareció un grupo de guiris que traían cara de haberse puesto las botas comiendo pulpo.
- ¡Vaya, vaya, –dijo la mujer- que ahí viene la feria! Esos con el dolor de estómago que les va a entrar dentro de un rato no son capaces de subir la cuesta. ¡Vaya usted delante!
- Lo voy a hacer al revés; les daré tiempo a que lleguen arriba y luego subiré yo.
- Ya verá como le gusta el pueblo…
Y salió zumbando para pasar antes que la feria de guiris.


Me quedé sólo. Quiosquera no volvía y empecé a ponerme nervioso. Eso, cuando uno está de vacaciones es malo; así que, cuando pasaron los guiris, le di cuerda a los bastones y me atreví a subir por la calle de San Roque para luego seguir por la calle de la Rúa y volver por Carreiro da Cruz. A lo largo del recorrido pude recrearme en la contemplación de varios cruceiros como el de La Placita (creo), y la calle comercial porticada donde destacaban figuras de meigas a la puerta de los comercios; había expuestas otras brujitas columpiándose. Noté que había pasado un buen rato y no porque mirase el reloj; lo noté porque el dedo gordo del pie chico me echaba chispas y porque los hombros empezaban a dolerme. Inicié el descenso. En ese momento una explosión hizo vibrar el aire y, al unísono, múltiples carcajadas similares a las de las brujas de los cuentos infantiles inundaron el ambiente. Quedé un poco parado hasta que se repitió el suceso. Las explosiones eran producidas por cohetes y las carcajadas provenían de las meigas de los columpios que así respondían al estruendo a la vez que pataleaban al aire.


En la bajada me encontré con la paisana que me había hecho de cicerone y le dediqué unos minutos elogiando las maravillas del pueblo. En la plaza me esperaba Quiosquera que había seguido una ruta diferente y empezaba a ponerse nerviosa a cuasa de mi desaparición.

Nos olvidamos de Marín, de los marineros, y del Ejército del Agua (me parece que no se dice así, pero debiera) e indicamos a María Angustias que tomase el camino más rápido. Llegábamos a Tuy cuando las chicharras empezaban a afinar sus instrumentos para dar la serenata a quienes más tarde quisieran echar la siesta. A Tuy le he tenido repelús durante tiempo: en la escuela había aprendido que el Miño desembocaba en La Guardia y, al llegar al bachiller, resulta que no, que el Miño desemboca en Tuy. La verdad es que después de verlo en directo se me hace muy cuesta arriba admitir que de Tuy hasta el Atlántico no corre el Miño sino que sube un estuario. Allá los expertos en geografía…


Aparcamos en una avenida amplia y buscamos donde comer. Vimos un quiosquillo de madera con un cartel que decía “Información turística”. Estaba cerrado. Sin embargo, una vez matado el gusanillo del hambre, volvimos a pasar y lo encontramos abierto. Una galleguiña enamorada de su trabajo, nos dibujó sobre un plano una ruta para cubrir en un par de horas (de las que, en principio, no disponíamos). niciamos el recorrido por el Ayuntamiento y la Praza do Concello y fuimos a salir a la plaza de San Fernando donde da la fachada principal de la Catedral. Medio iglesia, medio fortaleza, indicaba bien a las claras que los vecinos del otro lado del río habían tenido tendencia a ocupar el altozano de la loma aunque se hubieran dejando el lomo en el intento. Otra vez me surgieron dudas sobre el estilo arquitectónico, dudas que quedaron aclaradas al leer el folleto: iglesia románica a la que después se le añadió el gótico de la fachada principal, que fue la primera obra de este estilo que se erigió en la península. En adelante voy a inventarme un estilo que llamaré “revortiyo” y que aplicaré a todos los monumentos con una cierta antigüedad. Seguro que acierto.
Una vez visitamos el interior, dimos la catedral por vista y nos encaminamos a la salida. Nos adelantó un turista que apareció por un portillo lateral y, en portuñol y por señas, nos indicó que el claustro y el torreón eran muy bonitos; luego se fijó en mis bastones, dibujó una sonrisa de circunstancias y dijo que había muchas escaleras. Dimos la vuelta. Por 2€ que valía la entrada al claustro, ¿quién era el guapo que resistía la tentación de subir unas decenas de peldaños?
El portugués estaba en lo cierto: el claustro, precioso, y las escaleras… las escaleras estrechas y empinadas como a mí me gustan. Llegamos hasta las almenas con la lengua fuera (yo) y contemplamos la mejor panorámica del Miño que puede verse sin echar a volar. Enfrente, Valença do Minho presentaba similar estructura a Tuy, prueba palpable de que los vecinos de este lado también fueron aficionados a hacer turismo de frontera lanza en ristre.


Faltaba subir al torreón. Doce o quince escalones de 40 cm de alzada (cada uno), sin barandilla y abiertos al vacío por un lado. Subí sin pensar. Valió la pena porque, además de la vista del Miño, había una magnífica perspectiva del claustro. A la hora de bajar, me cagué. Bien, no exactamente. No me cagué porque pegué el culo al suelo y fui bajando los peldaños arrastrando los pantalones por la piedra.


El resto de la visita fue un paso volante por el Túnel de la Misericordia y el Túnel y Convento de las Clarisas. Suprimimos el resto del itinerario que nos había marcado la empleada de la oficina de turismo.

Indicamos a María Angustias el siguiente destino, cruzamos el puente internacional y entramos en el extranjero.