viernes, octubre 29, 2010

Lisboa, la capital de un imperio

Lisboa fue la capital de un gran imperio; a principios de los ochenta, Lisboa había sido la capital de un gran imperio venida a menos (venida a menos, la ciudad; del imperio sólo quedaba Macao y no sé si algo más); en 2010 Lisboa es meramente la capital de Portugal, un país que camina parejo a su vecina España y se acerca a pasos agigantados a los precios de la U.E. aunque, en cuestión de salarios y prestaciones sociales ganadas con el trabajo, le dé a este cronista la sensación que los Pirineos cada día son más altos e infranqueables.

En nuestra primera visita, nos alojamos en un hotelito rancio y pasado de moda, ubicado en la Praça de Dom Pedro IV o Rossio. La tarde anterior habíamos dejado el coche en la Praça do Comercio, junto al Tajo, convertida en un aparcamiento enorme. No es que estuviese muy lejos pero como se nos presentaban días de intenso caminar, tomamos el autobús para ir a recoger algunas cosas que habíamos dejado en el coche. Rojo y de dos pisos, muy parecido a los que circulan por Londres. El trayecto nos costó 45 escudos entre los tres. Por entonces, al cambio oficial, 100 escudos equivalían a 127 pesetas; en los comercios aplicaban la paridad de 100 escudos, 20 duros. Francamente el billete era más barato que en España. A la vuelta, el autobús que se detuvo en la parada no era rojo ni tenía dos pisos. Al subir, el cobrador/conductor nos pidió 40 escudos por barba y, pensando que nos tomaba por guiris, nos bajamos y tomamos un taxi. La memoria ya no es la que era y puedo errar en el precio, pero estoy dispuesto a jurar ante la Biblia que la carrera fue de 54 escudos; el viaje en autobús nos hubiera costado 120. En el hotel nos sacaron de dudas: en los autobuses antiguos, el precio del billete era de 15 escudos y, en los autobuses automáticos, o sea, aquellos que abren las puertas haciendo psssseee, el billete costaba 40.

A partir de ese momento nos movimos por Lisboa como señores, es decir, en taxi; la carrera más larga, desde la Torre de Belén hasta Santa Engracia, nos costó sobre los 130 escudos (en autobús hubieran sido los consabidos 120). Y cosa curiosa, la mayoría de los taxis iban con el LIBRE puesto, algo así como si el tomar un taxi fuese exclusivo de ricos.

Después de haber visto cómo las gastaban en Oporto (los precios), decidí que a los Jerónimos íbamos motorizados. La salida del aparcamiento del hotel era una escalera de caracol: si se enfocaba bien la primera curva, no había que tocar el volante, pero si no… Si no, la subida se hacía entre dos paredes curvas que parecían tener la intención de acariciar alternativamente los costados del vehículo. Con tanta vuelta, María Angustias se despistó y no encontraba el satélite. Tuve que darle un par de vueltas a la Praça de Martim Moniz hasta que la chica se situó y empezó a dirigir el tráfico. A pesar de que acababa de gastarme 29€ en actualizar los mapas de España y Portugal, comprobé que a Lisboa no le había tocado ya que llegué bien a las inmediaciones de la Plaza del Comercio pero allí me encontré con que todo eran direcciones prohibidas o sólo Bus-Taxi. Alguna gorda tuve que hacer para poder salir a la avenida que, a lo largo del estuario, nos llevó a la Praça do Imperio. Fue entonces cuando pude observar la decadencia imperial y la caída en picado en los últimos años. La plaza tiene en el centro una fuente enorme (la Fonte Luminosa) donde pueden verse esculpidos los escudos de todos países que formaron parte del imperio; esto se conserva. Lo que está de pena es el jardín que rodea la plaza por los cuatro costados; recortados sobre plantas de esas que sirven para hacer setos en los jardines, también estaban los escudos del imperio; en realidad, el seto da forma a la panoplia y los cuarteles; el decorado interior (león rampante sobre campo de gules, por ejemplo) estaba hecho con macizos de flores de distintas tonalidades y colores. En 2010 las flores se han secado y las panoplias y cuarteles han crecido silvestres y sin nadie que les dé una poda a tiempo.

Para llegar a la entrada principal del Mosteiro dos Jerónimos hay que cruzar por un paso subterráneo. El pasamanos metálico que sirve de ayuda a quienes suben o bajan las escaleras del pasaje, está hecho a medida de la mano del Gigante de las Botas de Siete Leguas de los cuentos infantiles. Durante la noche había llovido y todavía estaba mojado, así que, en el momento en que me apoyé en él, la mano se me escurrió un palmo y el muelle coronario se me estremeció del susto. Y eso que mi mano se aproxima al tamaño de la de mi tío Pepe que, cuando tocaba la guitarra, era capaz de sujetar dos cuerdas con el mismo dedo.
- ¡La madre que parió a los arquitectos! ¿No podrían tener un cálculo de la mano media de las personas y encargar las barandillas a su medida?
- A ellos les da igual. Lo que prima es la estética.
- ¿La estética? Trincaba yo al arquitecto que ha hecho esto. Le doblaba una pierna hacia atrás y le pasaba una soga desde el tobillo hasta el cuello, de modo que cada vez que intentase estirar la pata, un nudo corredizo le apretase el pescuezo. Y lo tenía una semana, 8 horas cada día, subiendo y bajando la escalera apoyándose en el pasamanos. Si al cabo de la semana no cambiaba el proyecto puedo prometer que no volvería a quejarme de estas minucias.

Desahogado, enfilamos hacia la entrada del monasterio.

viernes, octubre 22, 2010

Quién sabe dónde

El intento de contactar con familiares o amigos a los que se les ha perdido la pista es tan antiguo como la propia historia de la humanidad. Hay quien piensa que, antes de que una costilla del primer hombre sobre la tierra se convirtiera en todo un cuerpazo de mujer, Adán ya jugaba al escondite consigo mismo ocultándose tras los frondosos árboles del Paraíso. Con la mujer en escena, fue en uno de estos inocentes juegos cuando Eva, al esconderse, tropezó con la serpiente que iba a ser causa de todos los males de la humanidad cuyo primer capítulo escribió Caín al matar a su hermano con una quijada de burro (desde pequeño he sentido curiosidad en saber si el burro propietario de la quijada fue el que Dios creó directamente o si, acaso, perteneció a alguno de sus descendientes). El crimen de Caín hizo que éste acabara en el exilio acompañado por alguna de sus hermanas, hecho que parece ser el precedente de la pérdida de contacto con la familia y, seguramente, algún descendiente de aquella pareja tuvo la inquietud de contactar con la rama buena de sus parientes, iniciando la búsqueda de sus raíces.
En ello seguimos.

Creo recordar que, siendo un crío, de vez en cuando, la radio o el periódico Ideal (al que mi padre estaba suscrito) daban la noticia de familiares que, separados por la guerra civil, se habían encontrado al cabo de los años. Y explicaban las peripecias y penalidades que habían tenido que sufrir para llegar al feliz desenlace; desenlace que no siempre era feliz, dado que, muchas veces, la persona buscada había encontrado acomodo en otra familia y ahora el reencuentro se convertía en un drama en el que había que optar por regresar al seno de sus hermanos de sangre abandonando a la familia de acogida, o viceversa. En todo caso era tema obligado de conversación durante unos días en los que se rememoraban todos los reencuentros conocidos en la vecindad.

El morbo de estas noticias llegó a su cenit con el programa “Quién sabe dónde” durante la época que lo dirigió Paco Lobatón (1992-1998). Miles de españoles acudieron a televisión buscando el paradero de familiares tiempo ha desaparecidos o a quienes se les había perdido la pista. Y los teleespectadores alcanzaban el paroxismo del moco tendido cuando Lobatón conseguía que dos hermanos, separados desde pequeñitos, pudieran fundirse en un abrazo ante las cámaras. O cuando una madre de juventud casquivana recuperaba a aquella hija que dio en adopción para tapar la secuela de su pecado. Durante seis o siete años, “Quién sabe dónde” fue uno de los programas de mayor audiencia y, según los datos de la época, tuvo éxito en aproximadamente el 70% de los casos que investigó.

Pies para quiosquero no nació con vocación investigadora, antes al contrario, trataba de contar lisa y llanamente hechos reales y denunciar abusos por todos (los quiosqueros) conocidos pero faltos del medio adecuado para su difusión. Nos vimos, sin embargo, en la necesidad de investigar algunos hechos que forman parte de nuestro conocimiento oculto por si alguna vez fuese necesario sacarlos a la luz. Lo que nunca nos había pasado (hasta ahora) es que nos confundieran con Paco Lobatón con el que nada tenemos en común, excepción hecha de la Comunidad Autónoma de procedencia y, quizás, el bigote, aunque él tiene el suyo y yo tengo el mío.

Anoche recibí el siguiente mensaje:

xxxxxxx ha dejado un nuevo comentario en su entrada "¡Xxxxxxxxxxx, xxxxxxxxx!":

hola yyyy,soy tu hermano MAYOR xxxxxxxx xxxxxxxx xxxxxxxx,me encuentro en (provincia),(población),mi numero de tlf.es 699999999,mi DNI,18999999R,mi email wwwwwwwwww@hotmail.com porfa ponte en contacto conmigo en cuanto leas este msn me gustaria que me informaras sobre nuestro padre Zzzzzzz Zzzzzzzz Zzzzzz ya que desde que regreso mi hijo freexxx de las palmas de gran canarias no he vuelto a tener noticias de el y no se si sgue vivo o ha fallecido,de esto hacen mas de 15 años,tampoco las tenia tuyas pero de ti siempre he tenido noticias via web,por cierto felicidades,un abrazo y porfa contacta conmigo,ya somos mayores de edad vlos dos,gracias.

Tras “arduas” pesquisas, he hecho de Paco Lobatón, he obtenido el correo del destinatario (o casi) y le he remitido el mensaje. Como no dispongo de medios televisivos, nunca podré presentar visualmente el resultado de la gestión y, como me huele a zurrún, tampoco publicaré lo que llegue a saber del asunto. Es por esto mismo, y por dejar las menos pistas posibles, por lo que escribo este post en Decúbito Supino y no en Pies para quiosquero, que hubiera sido lo adecuado. Bueno, lo adecuado hubiera sido mantener un absoluto silencio pero no he sido capaz de resistir la tentación…

lunes, octubre 18, 2010

HP

Antecedentes
1.- Entre las múltiples ocupaciones de mi nuevo empleo de pensionista está vigilar el estado de los jardines de nuestra residencia en Camp Davis. La semana pasada observé que la hiedra que decora las vallas necesitaba un repaso, no sólo de corte de pelo sino también de vaciado del ramaje interior. El sábado Quiosquera se puso a la faena mientras que yo leía al solecito en la terraza y estaba atento a la evolución de las obras. Serían poco más de las 12 cuando un tronco de tamaño natural se atravesó en el camino de las tijeras de podar; Quiosquera pidió socorro y el que suscribe, sin que se le cayeran los anillos, acudió en su ayuda. Empuñé las tijeras, apunté al corte incipiente y apreté: ¡zas, como quien corta un trozo de mantequilla! Era natural; el ramajo había agotado sus fuerzas resistiendo el envite de Quiosquera. Ya que estaba allí, eché la rama al carrillo de mano y apreté el montón a fin de dejar hueco para los cortes subsiguientes. A una maldita rama le sentó mal el empujón y se revolvió contra mí saltando desde el carro; hizo una cabriola en el aire, esquivó el parabrisas de mis gafas y, con la punta tronchada hacia arriba, se me coló en el ojo. Acabé en urgencias donde me diagnosticaron corte irregular en la córnea; la enfermera diplomada me tapo el ojo y la doctora que me atendió me dijo que a las 24 horas pasara de nuevo por el CAP (a ser posible, un centro donde hubiese un oculista) para que me hiciesen una revisión en profundidad.

Apósito artístico obra de enfermera diplomada

2.- HP son las siglas de Hewlett Packard, prestigiosa empresa fabricante de ordenadores y dispositivos compatibles, entre los que destacan las impresoras de despacho. Si la memoria no me falla, HP corresponde también a la abreviatura inglesa de caballo de vapor o caballo de fuerza (Horse Power). Es por ahí por donde van los tiros. Nos dirigen una serie de políticos donde se cuelan bastantes HP (Horse Percherón), porque hay que ser una verdadera acémila de carga para permitir, promover y llevar a cabo lo que sigue.

Pacientes
El domingo a las 12, Quiosquera y yo entrábamos en Barcelona por el Cinturón del Litoral. Una vez pasada la salida que hay a la altura de Montjuich y unos metros antes de entrar en la zona subterránea del cinturón, un letrero formado a base de leds anunciaba que la siguiente salida, que es la que tomo habitualmente, estaba cerrada. En llegando a la citada salida, un cartel similar indicaba que la próxima salida también estaba cerrada. Total que fuimos a salir junto a la calle de Josep Pla (que está donde Perico perdió el gorro, o sea, en el quinto coño), a la sazón plagada de municipales que impedían girar hacia la dirección en que se encuentra mi casa y el CAP que me corresponde. María Angustias señalaba el camino correcto, pero como se sienta de cara al conductor y no tiene ojos en el culo, no veía las indicaciones de los urbanos y acabó haciéndose con la lía un picho. Quiosquera, que sólo conduce cuando me lesiono, bastante tenía con no salirse del carril o darle un castañazo al coche que nos precedía. Total, no me quedó otro remedio que abrir el ojo sano para intentar ubicarme y corregir las instrucciones de María Angustias. Cuando se tiene un ojo chungo, el bueno no es tan bueno. Cada vez que el hijoputa hace el más mínimo movimiento de enfoque, repercute en el ojo averiado y el cerebro director de ambos se acuerda de la madre, de la abuela y de la bisabuela del señor alcalde o mandamás responsable de organizar un triatlón por las calles de Barcelona, dejando una zona a la que es cuasi imposible acceder. Dicha zona, por aquello de tener relativamente cerca Plaza de Cataluña, Gran Vía, Paseo de San Juan, Avenida de la Marina y Avenida Litoral, siempre engloba mi casa.

Circuito al trote

Para hacer deporte se ha fabricado el Estadio Olímpico, el Palau Sant Jordi, el Palau de la Música (coge el dinero y corre), el Circuito de Montmeló y el campo a través, que ya estaba, pero en barbecho. La ciudad es para vivir, incluso hasta para trabajar, pero se lleva bastante mal con el deporte de masas… de masas que van a cachondearse, porque salvo los cincuenta primeros, que pedaleaban con ganas, el resto de los que yo vi con el ojo de plexiglás iban de paseo. Y dado que esta vez mi casa no estaba rodeada por el circuito, lo más lógico es que desde Castelldefels hasta la entrada de Barcelona hubiesen puesto cuarenta letreros asín de grandes indicando con antelación las salidas que estaban cortadas. Eso sí, cada quinientos metros nos anuncian cuántos catalanes han muerto en la carretera en lo que va de año.

Circuito al galope

En fin, que llegué a mi casa pasadas las dos, con el ojo cantando por alegrías mientras la brecha de la córnea se marcaba un zapateado a la altura del iris. Con zapatos de tacón, por supuesto.

Consecuentes
Para el próximo año propongo una ligera variante al triatlón de Barcelona. Se organiza de modo que ni el alcalde ni el responsable de tráfico sepan por dónde va a pasar y el día de autos los llevamos a ambos a una hora de distancia de Barcelona en coche. Se vacían dos supositorios de glicerina y se rellenan de sodio asegurándose de que cada envoltorio tarde una hora y diez minutos en deshacerse, se le enchufa un supositorio a cada mandatario, se les mete en un coche (al volante) y se les da una dirección que esté afectada por los cortes de tráfico. Ni que decir tiene que se les amenizará el trayecto mediante el recordatorio de muertos y heridos graves, y avisos de controles de radar; cada vez que pasen de 80 km/h aumentará un grado la temperatura del asiento para avivar la licuación de la glicerina. En la dirección citada, un doctor competente les extraerá el supositorio del culo o, en su defecto, les practicará un nuevo agujero. Si al año siguiente vuelve a haber manifestación deportiva, no tendré nada que decir.
¡Ah! Los aficionados al deporte en circuito urbano están invitados a hacer la prueba.

viernes, octubre 15, 2010

Lisboa: La entrada

La entrada en Lisboa fue casi épica. Me recordó mucho a la Barcelona olímpica y post olímpica. Se construyeron cien accesos diferentes, de los cuales noventa y nueve no llegaron a tiempo y, casi veinte años después, seguimos intentando acabarlos; la culpa, por supuesto, es de los conductores que, al haber mejorado el ancho de banda del asfalto, utilizan más el coche y han reventado las previsiones circulatorias, de modo que, lo previsto para 1992, se ha quedó corto en 1993; tanto que ha sido necesario destruir parte de lo hecho para darle un nuevo diseño acorde a las nuevas necesidades, que volverán a ser insuficientes antes de que acaben las obras y habrá que destruir parte de lo hecho para darle un nuevo diseño acorde…
Pues lo mismo en Lisboa, cambiando olimpiada por expo. Quinientas veintisiete autopistas, autovías, vías rápidas, cinturones y caminos varios en obras, de modo que era complicado hacer la pregunta correcta para que, oída la respuesta del guardián de caminos (que no sabíamos si era el que siempre decía la mentira o el que siempre decía la verdad), pudiésemos elegir el camino que habría de llevarnos hasta el hotel. María Angustias parece que tenía las ideas claras y no se puso nerviosa. Yo sí, porque encima que era noche cerrada, diluviaba. Cuando me avisó con el consabido “Tome la salida”, sólo vi un montón de vallas con farolillos de colores; vamos, el decorado de los bailes populares de mis años mozos. Y no estaba el tiempo como para marcarse un pasodoble en mitad de la autopista. Entre las vallas apareció un hueco, dudé y pasó de largo; María Angustias se cabreó: “Recalculando ruta”. Y me indicó que siete kilómetros más adelante diese la vuelta. En otras circunstancias no le habría hecho puñetero caso, sino que hubiese tomado la siguiente salida para, una vez situado en una calle normal, tratar de orientarme hacia donde el TosTón me indicase la ubicación del hotel. En medio de la lluvia hice los siete kilómetros de ida, salí de la autopista, di la vuelta en una redonda, volví a entrar en la autopista y conduje los siete kilómetros de vuelta. Esta vez no hubo problemas: a este lado de la calzada no había ni vallas ni faroles y pude tomar la salida sin dificultad. Me encontré en la Avenida Almirante Gago Coutinho, que María Angustias apuntaba hasta el final. Cuando llevábamos diez minutos circulando en línea recta, Quiosquera empezó a ponerse nerviosa:
- ¿Crees que vamos bien?
- No tengo ni idea, pero como esto es recto y no hay cruces raros ni vallas ni farolillos, voy a hacer caso a María Angustias. Ahora voy cómodo y conduzco relajado.
Ya había observado en el GPS que la calle era más larga que un día sin pan y que continuaba por otra de dimensiones parecidas. En efecto, tras atravesar una redonda, que después supe era la Plaza de Sa Carneiro, enfilamos por la calle de otro que había hecho la mili en la Marina: Almirante Reis. La siguiente instrucción era Rua da Palma, también en línea recta, por lo que pensé que María Angustias estaba tomándose cumplida venganza por no haberle hecho caso la primera vez. Al fin, al tomar la Rua da Palma, apareció en la pantalla la Praça Martim Moniz, que era el lugar donde estaba nuestro hotel. Fueron cinco kilómetros y medio, casi en línea recta, desde la salida de la autopista hasta el hotel; María Angustias se había comportado.

Entre la lluvia y los nuevos accesos a Lisboa, fue tanta la tensión acumulada que no recuerdo siquiera si cenamos o no. Me costó coger el sueño y estuve recordando mi primera entrada en la ciudad cruzando O Teixo por el Ponte 25 de Abril, que entonces no se llamaba 25 de Abril (o quizás, sí), y tratando de llegar a la Praça do Marquês de Pombal para tomar después la Avenida da Liberdade y finalizar en la Praça Dom Pedro IV. Por entonces los portugueses (como los españoles) aún no eran muy europeos y conducían pasándose las normas de circulación por el forro. Desconocedor de la ciudad y con la única ayuda del miniplano que venía en la Guía Berlitz, circulaba a no más de 50 km/h con toda la atención puesta en no salirme del plano y tener que recurrir al olfato para orientarme. La calle por la que circulaba era de dos carriles por sentido; aun así, tanto los coches que circulaban por mi carril como los que me pasaban a 80 por hora por el carril paralelo, no cesaban de pitarme y sus conductores manoteaban al aire exigiéndome más velocidad.

El Marqués de Pombal (su estatua) vigila la ciudad desde una peana de tropecientos metros de altura, que se levanta en el centro de una redonda de verdad; algo así como la Plaza de Francesc Macià pero en portugués, es decir, teniendo en cuenta que Lisboa fue cabeza de un extenso imperio. Llegué mal situado y no podía girar por la Avenida da Liberdade sin hacer una maniobra brusca, así que me dispuse a darle la vuelta a la plaza y enfocar en un segundo intento. Eran 4 carriles y yo iba por el de dentro, o sea, por el que siempre obligaba a girar a la izquierda y seguir dando vueltas a la redonda; el segundo carril permitía seguir recto o girando en el mismo sentido, pero yo no sólo tenía que salir recto sino girar a la derecha. Confiado en la buena disposición de los conductores nativos, puse el intermitente de la derecha esperando el hueco que necesitaba. Pues no. Los lisboetas son tan cabroncetes como nosotros y apenas se vislumbraba que podía quedar un hueco, el coche que llevaba retrasado a mi derecha aceleraba y me dejaba sin espacio. A la cuarta vuelta quité el intermitente.
- Agarraos bien – dije a Quiosquera y Dalr-.
Pegué un tirón al volante y crucé dos carriles de golpe. Las gomas de mis perseguidores chirriaron sobre el asfalto y, pasados unos segundos, comprobé que los coches portugueses andan bien de frenos: no oí el estruendo del choque de metal contra metal y, aunque parezca mentira, tampoco se oyó un solo pitido. Al fin de cuentas había hecho lo que cualquiera de ellos.

jueves, octubre 07, 2010

Letra pequeña

Don Sixto Garrido Saldaña, 120 kilos de carne de cura como a él gustaba denominarse, fue mi profesor de literatura en sexto de bachiller. Creo haberlo contado alguna vez pero, por si acaso, lo repito. Don Sixto llegaba a eso de las 11, hora en que empezaba el recreo, y aparcaba su Gogomóvil en la misma puerta del colegio. El Gogo es (o era) como un Biscúter con puertas y techo. Sacar 120 kilos de una lata de sardinas es complicado, sin embargo Don Sixto se apañaba bien: se inclinaba a la derecha todo lo que podía, sacaba la pata izquierda y la estiraba hasta tocar el asfalto y, a partir de ahí, todo era fácil; era cuestión de hacer resbalar el culo con suavidad y vigilar que no se dejase los sesos pegados en el quicio de la puerta, cosa que también estaba prevista ya que conducía con una boína atascada hasta las orejas. Y no digo chapela, digo boína (con acento en la i) como la que utilizaban los agricultores en el pueblo. Una vez había conseguido enderezar los huesos, Don Sixto plegaba el asiento del conductor y se metía de cabeza en el vehículo dejando el culo al aire (al aire pero cubierto por la sotana, se entiende), rebuscaba en la parte de atrás, cogía un paquete y lo colocaba en el asiento del copiloto. Los alumnos que estábamos en el recreo nos acercábamos curiosos y podíamos ver que el paquete no era tal paquete sino un libro voluminoso en cuya portada podía leerse: “La pedagogía de Balmes. Tesis doctoral de Don Sixto Garrido Saldaña”.

Para llevar a cabo su tesis, el citado doctor había vivido un par de años en Vich y se había imbuido de la cultura y el buen hacer de los catalanes a los que elogiaba con frecuencia y masacraba de vez en cuando. El texto que utilizábamos estaba escrito por un tal Guillermo Díaz Platja, hermano de Fernando, al que conocí (de oídas y leídas) algún tiempo después. En el Colegio Diocesano de Almería, todos los alumnos de sexto, sin excepción, pronunciábamos el nombre del autor como Guiyermo Día’ Pla’ha, cosa que le encantaba a nuestro profesor dado que así tenía oportunidad de hacer ostentación de sus conocimientos de catalán: Guillermo Díaz Platcha. Luego, nos hablaba de la laboriosidad catalana y su aprovechamiento de cada minuto del día, la cual cosa él había aprendido y practicaba. Don Sixto iniciaba la clase sacando de una cartera de cuero dos instrumentos: el libro de texto y un reloj despertador de aquellos con dos medias esferas a modo de campanilla en la parte superior y un implacable badajo en medio. La clase se dividía en tres partes: Preguntas a los alumnos, explicación del tema del día siguiente y prácticas de análisis morfológico y sintáctico y comentario de texto; el despertador marcaba el cambio de tema, lo mismo que los clarines y timbales marcan el cambio de tercio en una plaza de toros.

Me estoy saliendo del tema pero es que Don Sixto Garrido, quiera Dios que en Gloria esté, era un personaje del que se puede sacar partido. Abreviando. Durante su estancia en Cataluña, el futuro doctor daba clase de literatura en un colegio de Vich y varias veces durante el curso nos contó como real aquella historia (que todos sabíamos) del niño que se empollaba la lección al pie de la letra y, en una ocasión, le dijo que de aquel autor no era necesario que estudiase la letra pequeña, a lo que el niño (catalán y, por ende, tacaño) contestó:
- Mi padre dice que él ha pagado el libro entero y que yo me lo tengo que aprender todo.
Era una gracieta de Don Sixto. Porque el tiempo ha demostrado en nuestra propia carne la importancia de la letra pequeña.

Ayer saqué del buzón un tríptico en el que ONO anuncia sus precios imposibles de mejorar. ADSL de 50 Mb. reales al módico precio de 15,90€/mes; alta y Wi-Fi gratis. En letra más pequeña, junto al precio mensual, indica que el importe total ascenderá a 18,76€ una vez se incluya el IVA. Le siguen las ventajas más espectaculares de la promoción y, al final, en letra que justifica la adquisición de una lupa, unos apartados que no es necesario estudiar ya que no son importantes para este autor.
Precio para los tres primeros meses: 15,90€/mes. A partir del cuarto mes: 45,90€/mes (54,16 con IVA). Alquiler de línea no incluido: 14€ (16,52 con IVA). Instalación: 39€ (46,02 con IVA). Sin compromiso de permanencia.
¡Coño, menos mal!.

Aunque Don Sixto se lo tomara a pitorreo, hagamos caso al tacaño padre catalán y, puesto que el buzón lo hemos pagado entero, leamos todo lo que dice la propaganda en caso de que interese. Hasta la letra pequeña.

lunes, octubre 04, 2010

Fátima


Mi padre decía que no hay que ser avaricioso ni para querer a Dios. Es poco probable que esta afirmación tuviera que ver con mi fe endeble y dubitativa pero sí es seguro que influyó en que las personas que muestran una fe firme y razonada, si es que la fe se puede razonar, gocen de mi admiración y respeto, de la misma forma que me causan repulsión las personas de fe ciega o fanática.
Esa era mi preocupación al decidir rendirle una visita a la Virgen de Fátima: que me encontrase con unas miles de personas que, en su fanatismo, anduviesen en busca de milagros imposibles y que mi viaje no valiese nada más que para empeorar nuestra relación. Porque yo tenía una vieja cuenta pendiente con la Virgen.

Como no estaba (ni estoy) seguro de que los sucesos ocurriesen en 1953 ó 1954, he intentado investigar cuándo peregrinó la imagen de la Virgen de Fátima a España. Sólo he sacado en claro que, durante los años cuarenta, y para responder a una petición alemana, se tallaron dos imágenes, a las que llamaron la Virgen Peregrina, que enviaron a visitar los países con devoción mariana. Tengo constancia de que una de las imágenes estuvo en España en 1949, pero por entonces yo no era más que un puñado de células en fase embrionaria. Ha habido otras visitas posteriores aunque, a día de hoy, no puedo asegurar que mis recuerdos sean veraces; eso sí, son reales.

La Virgen de Fátima (según el recuerdo) peregrinó por el sur de España y pasó por el pueblo vecino, que tenía iglesia parroquial. Mi tía Aurelia, que era la más animosa y, quizás, la de mayor fe de la familia, convenció a mi madre para que me llevase a la procesión ya que, según se decía, la Virgen iba repartiendo milagros allá por donde pasaba. Recuerdo la calle principal de La Rábita con las aceras abarrotadas de gente esperando que pasase la imagen, y a los agentes de la Guardia Civil, que jalonaban el recorrido, vestidos de gala. Fue esto último lo que a mí más me llamó la atención; el tricornio con adornos dorados, en vez del típico casquete de charol; el correaje, también dorado, en vez del negro habitual; y los cordones, acabados en borla, semejantes (aunque más grandes) a los que yo había llevado durante el año que fui vestido con un hábito de color morado. No me acuerdo de la imagen. Mi mirada estaba fija en el guardia civil que tenía casi enfrente y atrajo toda mi atención cuando, al paso de la Virgen, dio un taconazo y se llevó la mano al pecho a la altura del corazón. Fue entonces cuando mi madre rompió a llorar. No me pareció extraño; estaba acostumbrado a verla en trance parecido. Pero si agucé el oído para asimilar lo que dos conocidas (diría que una de ellas era la mujer de Juanico el Cartero) comentaban entre sí.
- ¿Por qué llora María Romero?
- Mujer, con la cruz que lleva a cuestas…
La cruz, indudablemente, era yo y la Virgen de Fátima no hizo nada por aliviar la carga de mi madre. Desde entonces, la de Fátima ha sido la Virgen que más he recordado, no sé si con resentimiento o con el remordimiento de haber estado enfadado con ella. Y esa era la deuda que tenía que pagar en Fátima.


Llegamos al amplísimo aparcamiento al filo de las cinco de la tarde; estaba casi vacío y eso me animó: seguramente no tendría que ver manifestaciones de fe ciega. Entramos a la Basílica por retaguardia, es decir, por el lado contrario a la enorme plaza que se abre ante la fachada principal. Acostumbrado a ver opulencia en lugar de humildad en los edificios religiosos, el interior me pareció sencillo y aceptable. Habría cuarenta o cincuenta personas en el interior; algunas rezaban, otras eran turistas que se habían acercado a conocer el templo. Me sorprendió ver que las losas de mármol que cubren las tumbas de Jacinta y Francisco, los pastorcillos que murieron niños, estaban adornadas con flores; en la tumba de Lucía sólo había una nota manuscrita en un papel verde. Localicé la imagen de la Virgen de Fátima (que, ahora sé, se trataba de una de las reproducciones llamadas Peregrina) y le dije lo que había ido a decirle. Recé un Padrenuestro, un Ave María y un Gloria, di las gracias por todo lo bueno que había vivido hasta ahora, pedí protección para mi familia, en particular, y para las buenas personas, en general y salí a la explanada. Inmensa e inmensamente vacía No más de cien personas ofrecían sus velas encendidas en un lugar “ad hoc” cercano a la pequeña capilla que señala el lugar donde, según los pastorcillos, se apareció la Virgen, y que contiene la primera imagen que de Ella se hizo. Nos acercamos al lugar de las ofrendas. Había velas de 1€, 2€ y 5€ de tamaños proporcionales al precio. Nadie las vigilaba; cada uno cogía su correspondiente vela y echaba el dinero en el cepillo.
En este tipo de manifestaciones, no me gusta ser ostentoso y, además me acordé de mi padre: No hay que ser avaricioso ni para querer a Dios. Cogí dos velas de euro y eché cuatro. Quiosquera y yo hicimos la ofrenda, realizamos una breve visita turística y emprendimos el camino de Lisboa.

Durante nuestra visita a Fátima no había caído ni una gota de agua. No llevábamos ni 15 minutos de camino cuando hizo su aparición una lluvia persistente.