sábado, mayo 30, 2020

San Fernando: 30 de mayo de 1960


Hoy se cumplen 60 años de mi examen de ingreso; me acuerdo porque fue la primera vez que vi a los militares vestidos de gala y alguien nos explicó que San Fernando era el patrón de las milicias, concretamente, del Arma de Ingenieros.
Ese 30 mayo fue la primera vez que estuve en Almería. No sé qué ocurre con la gente de otras latitudes, pero a los de mi pueblo, la primera vez que visitamos una ciudad, nos echan la cagarruta en la boca… O eso se dice.

La historia empezó en octubre o noviembre cuando mi madre insistió en que, si pretendían que yo hiciese una carrera, era hora de empezar a preparar el ingreso en el bachiller. Mi padre me apuntó en la escuela de La Rábita, la de arriba, la que estaba justo por debajo del castillo que hacía de cuartel de la Guardia Civil; supongo que el motivo principal fue el que allí estudiaba mi primo Manolo, el del Cortijo.
Entre los estudiantes de ingreso estaban el Andresico de María Peña y Paco Pepe, que ya conocía de la escuela de El Pozuelo, y Constantino, al que conocía de referencias por mi primo. También se preparaban para ingreso Octavio y Gualda Gualda, y entre las niñas, Loli la del Boticario, María, que más tarde se casó con mi primo Antonio, el de mi tía Adelaida, y Carmencita Casas. Seguro que había más gente en el curso, pero no me acuerdo.

Nos examinamos en el Instituto Nacional de Enseñanza Media (hoy Celia Viñas) de Almería. Fuimos en el taxi de Pepito y paramos en la Plaza de San Pedro, en un bar que se llamaba Figueredo y que, con el tiempo, frecuentaríamos quienes hicimos el bachiller en el Colegio Diocesano. D. Francisco, el maestro, nos llevó a la iglesia de San Pedro para que rezáramos un padrenuestro y pidiéramos a Dios y a todos los Santos tener suerte en el examen; la íbamos a necesitar. Cruzando la plaza me quedé el último y un perro me fue ladrando hasta que entramos en la iglesia.
Por la mañana hicimos la prueba escrita, que constaba de dictado, análisis morfológico, una resta y una división. Por la tarde tuvimos el examen oral de teoría; creo que en este último apenas acerté alguna pregunta. Recuerdo que primero estaba el que examinaba de Historia, detrás venía el cura, luego el de Geografía, el de Matemáticas y, finalmente, el de Gramática (o Lengua Española). Después de contestar a la pregunta de Aritmética, tuve que esperar unos segundos a que acabase el que iba delante de mí.
-Presente de indicativo del verbo colgar -oí que le preguntaban-.
-Yo colgo, tú colgas, él colga…-contestó-.
-Puede marcharse…. Siguiente.
Después me enteré de que el examinador era un tal Pascual (de apellido) y llegó a ser director del instituto.
-Presente de indicativo del verbo colgar -insistió-.
-Yo cuelgo, tú cuelgas, él cuelga…
-Puede marcharse…. Siguiente.

Creo que aprobamos todos. Loli, la del Boticario, salió muy contenta de las respectivas pruebas, y para celebrarlo anticipadamente, D. Enrique nos invitó a unos pasteles en una pastelería del Paseo. Yo no me di cuenta, pero parece que tuvo que decir al pastelero que dejara de servirnos, so pena de tener que empeñar la botica. No estábamos entonces muy acostumbrados a comer galocherías.

De mis compañeros de ingreso hay algunos/as que hace mucho tiempo que no veo. Al que no conseguí nunca quitarme de encima fue a Constantino: estuvimos juntos en la escuela de D. Francisco, en la de D. Antonio Montes, en el Colegio Diocesano, en la pensión de Paco Rodríguez, en Barcelona… y ahora somos vecinos (casi) en el Campillo del Moro. Si no fuera porque recolecta unos higuillos que quitan el hipo…

jueves, mayo 21, 2020

Rutinas peligrosas


Cuando cada día repetimos una cosa, se convierte en rutina, o sea, que la realizamos sin pensar, automáticamente. Y eso puede ser peligroso.
Mi despertar diario es rutinario: me levanto, meo (primero levanto la tapa del retrete), me afeito, me lavo, me visto, recojo la ropa sucia y pongo rumbo a la cocina. En la galería, uno junto al otro, está el cubo de la ropa y el cubo de la basura. Más de una vez (la rutina) he levantado la tapa del cubo de la basura y he echado allí los calzoncillos. Pero, aunque lento, me suelo dar cuenta mientras vuelvo hacia la nevera; de modo que doy la vuelta, pongo la ropa en su lugar y sigo con la rutina diaria. Abro el frigorífico, cojo una naranja fresquita, la pongo en un plato chico, añado un cuchillo y lo pongo en la mesa. Regreso a la galería, trinco un par de rebanadas de pan bimbo y las pongo en la tostadora.
Ahora empieza la faena más peligrosa. Abro la puerta del armario que está entre la encimera y el fregadero y saco la cafetera exprés; destuerzo la cafetera, cierro la puerta del armario (importante), y me desplazo a la derecha para echar agua del grifo (digo lo de importante porque, de saltarme este paso, me pegaría con la frente en la puerta del armario), vuelvo abrir la puerta, saco el bote de café molido y relleno la cafetera. Entonces enciendo la encimera y la tostadora y a esperar; previamente, he vuelto a cerrar la puerta del armario.
Y todo eso lo hago de rutina, sin pensar, como un autómata.

Hace unos días, cuando iba por la parte de echar agua en la cafetera, Quiosquera entró en la cocina y ocupó mi puesto ante el fregadero; me quedé con el cacharro en la mano esperando mi turno. Y cuando llegó, me volví rápido hacia el grifo no se me fuera a colar alguien. Ni pensé que en mi casa no hay nadie más, ni cerré la puerta del armario. 
- ¡¡¡Cloc!!!
El cabezazo sonó a hueco. No me dio tiempo ni de ver las estrellas, porque con el golpe se desprendió la bisagra de arriba y la puerta se me vino encima. La cafetera se fue a tomar por donde amargan los pepinos y pude agarrar la puerta antes de que impactara en el otro lado de mi cabeza. Lo que más me jodió fue que arranqué el tornillo que unía la bisagra al armario y tuve que pegarle un taco con cola de avión. No sé cuánto aguantará.

De momento tengo la frente dolorida. No me queda claro si me he astillado el cuerno o si se me ha roto en la base.
Veremos.

jueves, mayo 14, 2020

Estudiante de balcón



D. Baltasar no fue probablemente el mejor maestro de la zona; hubo otros, como D. Miguel (Huarea), D. Eloy (La Rábita) y, por supuesto, D. Alfonso Zamora, que gozaron de mucho más prestigio que él. Sin embargo, fuimos muchos los niños a los que enseñó y no debió hacerlo tal mal, porque todos o casi todos, para ser de un pueblo perdido en los confines de una comarca atrasada, nos hemos defendido bien las habichuelas; bastantes, desarrollando un trabajo más intelectual que físico.

Mi mundo está hecho de anécdotas; anécdotas tontas, si se quiere, pero son las mías y, por tanto, importantes. Es muy normal que, ante una determinada circunstancia, yo remate con un dicho o un hecho que tal circunstancia me ha hecho rememorar. Y algunas de ellas tienen que ver con D. Baltasar.
Cuando alguien grita ¡ay! porque se ha hecho daño, me acuerdo de D. Baltasar dándole con la Pepa al Calorina o al Zarrita y contestar al ¡ay, ay, ay! con un “guarda para cuando no haya”. O al preguntar la lección a algún alumno y no dar éste la respuesta correcta, dejarle ir un “al primer tapón, zurrapas”.

Hay una historieta que se me quedó grabada de forma especial. Antoñico el Barbero y yo éramos los únicos que quedábamos en el tercer grado y D. Baltasar lo tenía bastante amargado; yo creo que le exigía más que a mí.  De hecho, cuando dábamos la lección, siempre le preguntaba a él; a mí me tenía como de reserva y sólo me preguntaba si se atascaba en algún punto. De esa forma, yo tenía bastante con saberme los detalles de la pregunta; el argumento era cosa del Barberillo.
Una mañana Antoñico llegó tarde.
- ¡Uf! Me he dormido. He tenido que echarme una garfá de agua y tomarme le leche deprisa para no llegar muy tarde.
D. Baltasar era comprensivo y no dijo nada, pero ¡ah! cuando llegó la hora de dar la lección y el Barberillo no se la sabía.
- Antonio, hay que estudiar más. Ya sabes que, mientras haya burros, siempre habrá quien vaya a caballo.
- D. Baltasar, si me he estudiado la lección; es que ahora no me acuerdo.
- ¿Cuándo te las has estudiado?
- Ayer por la tarde, D. Baltasar.
- ¡Cómo que ayer, si estuviste toda la tarde jugando al fútbol en el rebalaje!
- Bueno… y esta mañana.
- ¡Esta mañana! ¡Y has venido diciendo que te acababas de levantar!
- Es que he estado estudiando en la cama.

Se lo había puesto a huevo.
- Estudiante de balcón, terrao y cama… ¡macana!

martes, mayo 12, 2020

El carrillo de los helados


Hemos pasado unos días de calor y, además de una cerveza fresquita, el cuerpo ha empezado a echar en falta un helado para postre… O merienda a media tarde.

Los helados se compran hoy en Mercadona, Lidl, Día o Carrefour; los de andar por casa se compran en cualquier sitio donde quepa un congelador, y los buenos, en Heladerías Italianas o la Menorquina. Hubo un tiempo en que sólo en éstas últimas se podían adquirir buenos helados…, menos en mi pueblo. Allí los únicos helados los hacía y vendía Manuel el Churrero. Manuel era experto en muchas cosas: de madrugada hacía pan en la panadería de mi tío José, por la mañana vendía churros para el desayuno, y en las tardes de verano se paseaba empujando el carrillo de los helados, mientras anunciaba:
-              - ¡Al rico helado, mantecado!
Que lo del helado lo entendía, pero, a pesar del anuncio, no lo vi nunca vender mantecados; esos ya los hacía mi madre y los liábamos entre todos en papepillos de colores con flecos.
Entre los años 52 y 56, Manuel, que vivía y tenía su negocio en La Rábita, entraba en El Pozuelo por la carretera, llegaba a la curva y allí daba la vuelta por la calle de Enmedio. De vez en cuando no se volvía en la curva y seguía hacia Huarea, pasaba por delante de mi casa y subía por la Barranquera hasta el Cortijo de la Chumbas (creo). La verdad es que por aquella zona vivíamos pocos niños y, además, nuestros padres no estaban por galocherías.
Algunas veces, cuando pasaba por delante de casa, mi madre nos compraba un helado a mi hermana y a mí; digo que “algunas veces”. Aún así, cada día, después de comer y cuando el sol caía a plomo, mi hermana y yo nos sentábamos en la puerta del almacén, con la vista fija en la curva, esperando que Manuel asomara y no diera la vuelta en la curva.

Había dos tipos de helado: los de molde y los de cucurucho. Del mismo modo, había dos tipos de cucurucho: el grande y el pequeño, cada uno con una bola de diferente tamaño; no se había inventado (o no había llegado a La Rábita) aún el cucurucho de dos bolas. El helado de molde era más sofisticado: el molde era un prisma rectangular de 4 cm de ancho por 7 de largo. La profundidad se daba con una plancha de metal que se movía con una especie de tornillo y podía llegar hasta otros 4 cm. Sobre la plancha se ponía una primera galleta, se desplazaba la plancha según el dinero que uno se quisiera gastar, con una paleta se llenaba de helado el hueco resultante, y se remataba con otra galleta.
A nosotros no nos tocaba nunca helado de cucurucho; tal vez el día de la Virgen. Si no recuerdo mal, el molde completo valía 2 pts. Mi madre compraba un helado de perrilla (o perra chica), lo partía en dos y nos daba la mitad a cada uno. Teniendo en cuenta que 1 pts equivalía a 20 perrillas, el molde entero de helado se correspondía con 40 perrillas, es decir, un helado de perrilla tenía una profundidad de 1 mm. Y eso no era del todo exacto, porque el grosor de la galleta también influía.
En resumen: el helado de perrilla venía a ser como cuando se unta mantequilla en el pan. Y el nuestro, repartido entre dos, no nos fuéramos a empachar.

 ¡Ah! El precio del helado, traducido a moneda actual, era de 0,0003€, si la coma no me falla.

domingo, mayo 03, 2020

El mes de las flores


Entramos en el mes de las flores y no pudo conseguir que mi mente permanezca en el siglo XXI y no se vaya a rememorar mis años de escuela en la mitad de los años 50.

Con D. Alfonso Zamora desaparecieron costumbres arraigadas en el pueblo durante muchos años. Que yo recuerde, Jesucristo empezó a resucitar el Domingo de Resurrección en vez del Sábado de Gloria, y el Quijote dejó de ser el libro de lectura obligada en la escuela. No sé qué pasó mientras fueron maestros D. Emilio, mi primo Paquito el de Adelaida, y D. Eloy y Padilla, que lo sustituyeron cuando se fue a la mili.
Con D. Baltasar se inició una época nueva: La cartilla Rayas fue sustituida por otra más moderna con colorines y dibujitos, apareció el Parvulito como la primera fase de aprendizaje una vez que el alumno sabía leer, y se impuso la Enciclopedia Álvarez en sus tres grados (hay que resaltar que fueron muy pocos los alumnos que llegaron al tercero).
Y lo más importante… D. Baltasar nos enseñó a cantar el Cara al Sol y el Himno Nacional con letra de José María Pemán. Y una vez lo aprendimos, al contrario de lo que pasaba otras provincias más rebeldes, no lo cantamos más.
Muchas veces he oído aquel chistecillo donde, al acabar de cantar el Viva España, el maestro gritaba:
     - ¡España!
     - ¡Una! -contestaban los niños.
     - ¡España!
     - ¡Dos! -gritaba el alumno despistado.
En El Pozuelo fue verdad. El Pollito (Huero para más señas) rayaba la subnormalidad y fue el alumno que gritó ¡dos! Sólo una vez

Por aquellos años aterrizó también una maestra nueva, Dª. Dolores, que cambió el sistema de enseñanza de las niñas. Avanzada a su tiempo, quería que niños y niñas pudiesen organizar juntos alunas cosas. Consiguió que, en el mes de mayo, D. Baltasar transigiera y aceptase celebrar juntos el mes de María. Juntos, pero no revueltos. Cedimos a las niñas los pupitres del interior y nosotros nos amontonamos de tres en tres en los que sobraban. Se trataba de rezar conjuntamente el rosario del sábado por la tarde. Con lo que no contaba nuestro maestro es que, una vez acabada la letanía, las niñas empezaran a cantar:
     Venid y vamos todos,
     Con flores a porfía,
     Con flores a María,
     Que Madre nuestra es.

Al acabar, se quedaron esperando qué íbamos a hacer los niños en nuestro turno. Empezó a darnos la risa tonta, ya que a nadie se le había ocurrido que tal circunstancia pudiera darse. Entones D. Baltasar alzó el brazo y entonó:
     ¡Cara al sol con la camisa nueeee…eva!
Nos incorporamos de un salto, apretamos los talones, levantamos el brazo y arrancamos:
     ¡Que tuuuú bordaste en rojo ayer!

Veía a mis compañeros henchidos de orgullo, con el rostro arrebolado y una sonrisilla de complicidad. No se me olvidará nunca la cara de satisfacción de Joseico el de Justo, que era el compañero que estaba a mi derecha.
No sé si fue por el éxito de nuestra intervención o por qué, lo cierto es que no volvimos a juntarnos con las niñas ningún otro sábado para homenajear a María.
Tampoco he vuelto a cantar el Cara al Sol.