viernes, junio 15, 2018

Filosofando a la griega.


Diego Said nació en la otra orilla del Atlántico; apenas lleva ocho meses en España y ya ha asumido que vive en “otro mundo”. Cuando yo tenía su edad, mi programa de juegos y juguetes era muy poco variado. Tenía un tren que me había fabricado yo mismo a base de unas cuantas latas de sardinas (vacías) a las que había practicado un agujero delante y otro detrás (usando como herramientas un clavo y una piedra) y unido con una guita, y un coche de madera, fabricado con una tabla a la que mi padre había hecho dos hendiduras, donde yo encajaba dos carretes (vacíos) de hilo a modo de ruedas. Con cuatro piedras había edificado una zahúrda para criar y cebar marranos; los animales eran pencas de chumbera y, una vez engordados, me montaba una matanza por todo lo alto. Eso sí: la navaja (de punta redonda) era de verdad; me la había comprado mi madre en una cuchillería de Granada, enfrente de la catedral, muy cerquita de Plaza Bib-Rambla.
Lo de jugar a héroes vino después, cuando aprendimos a leer. Fuimos caballeros espadachines cuyos nombres sacábamos de los tebeos: Capitán Trueno, el Jabato, Milton el Corsario, el Guerrero del Antifaz, el Corsario sin rostro, Sigur el Vikingo… Las espadas eran de caña que mangábamos en los setos (las cañaveras no valían porque les faltaba consistencia): en la parte más gorda de la caña hacíamos dos agujeros en línea y por allí metíamos otra caña más delgada que hacía las veces de cruz. El combate era entre caballeros y siempre empezábamos los torneos de la misma forma:
Los caballeros enfrentados señalaban al cielo con sus aceros
- ¡Cielo!-gritaban al unísono-.
Los bajaban apuntando al suelo
- ¡Tierra!
Cruzaban las espadas
- ¡Cruz!
- ¡¡¡Y GUERRA!!!
Y empezaba la lucha sin cuartel.
Entendimos las regañeras de nuestros padres cuando en el pueblo vecino una espada rota ensartó el ojo de uno de los contendientes.

Hoy los niños están más avanzados; todavía no saben leer y ya juegan a superhéroes, sus espadas son láser y su lucha se desarrolla en las galaxias. Diego Said no dice que éste (España) no es su país. Dice que éste no es su planeta; su planeta es Tegus y está muy lejos. A su edad sabe señalar en el mapa Barcelona, El Pozuelo y Honduras (más o menos). Un poco más pequeño, yo pensaba que la tierra era una franja que se extendía a lo largo de la N-340: por arriba estaban los cerros, por debajo nos bañábamos en la mar, a levante estaba Huarea, y a poniente se situaba La Rábita. De Huarea p’allá estaban Adra y Almería, y pasando de La Rábita se llegaba a Granada.
En una ocasión mi padre tuvo que ir a Madrid. Aquello constituyó un acontecimiento: apenas podíamos imaginarnos cómo era el metro, un transporte que iba sobre raíles y bajo tierra, de donde era muy difícil salir en el lado adecuado de la calle. Mi tío Paco, que era el experto en chascarrillos, decía que en Madrid había un edificio que lo llamaban la Casa del coño, porque cuando los catetos la veían, invariablemente exclamaban:
-¡¡¡Coñó!!!
La cuestión es que mi padre pilló el correo de Berja (Alsina Granada-Berja) y salió camino de Granada. Unos cuantos días después, que a mí me pareció una eternidad, apareció en el correo de Almería (Alsina Almería-Málaga). No dije nada, pero durante mucho tiempo no conseguí explicarme que mi padre se fuera por Granada (poniente) y volviera por Almería (levante). ¿Por dónde había pasado? Y si lo había hecho por la N-340 (único camino posible) ¿por qué no se había bajado en El Pozuelo.
Me consuela pensar que algunos filósofos griegos razonaron de forma parecida.