A cada cerdo le llega su San Martín
Corría el mes de julio. Repatingado en el sofá, leía “El loro en el limonero” mientras, de fondo, la tele desgranaba el telediario. Me pareció oír y ver cómo los Mossos sacaban los ordenadores del Palau de la Música. Estaba de vacaciones y, por tanto, tenía otras cosas en qué pensar. El tema quedó en nebulosa hasta que, hace unos días, vi el titular en El Periódico: Millet admite haberse apropiado de 1,6 millones euros (más o menos). No conozco al señor Millet y, por tanto, la noticia me resbalaba pero participé en un proyecto de informatización del Palau de la Música y no pude vencer la tentación de leer unas cuantas líneas: … en carta dirigida al juez, Jordi Montull ratifica…
A éste sí lo conozco.
Según mi memoria, lo que cuento sucedió a finales de 1988 o principios de 1989, pero he leído que la remodelación del Palau se realizó en 1989 y, entonces, debo estar equivocado y los sucesos sucederían un año después. Fuese 1988 o 1989, la cuestión es que se quería abrir la temporada con la venta de entradas informatizada. El grupo de empresas para el que trabajaba ganó el concurso y hubimos de desarrollar durante el verano el grueso de la programación. Tendríamos unas semanas de septiembre para hacer las pruebas in situ. Como alguna vez he contado, era uno de los primeros proyectos (en Barcelona) en que ordenadores personales interactuaban con un AS400. Todo lo que tuviese que ver con PC lo desarrollaría nuestra empresa; para la aplicación en AS400 contratamos un analista-programador externo (frilans, parece que se dice). Como director y coordinador del proyecto estaba yo.
Los problemas que se dieron fueron más aparentes que reales y, con dificultades, se cumplieron los plazos. Se les dio un curso acelerado a las taquilleras y arrancó la temporada, sabiendo siempre que al otro lado de la línea telefónica habría uno de nosotros por si las moscas. Y casi siempre había moscas… Pequeños problemas que se resolvían por teléfono.
Una mañana llegué temprano al trabajo. Había otro proyecto que empezaba a quemar y a las siete y media ya estaba en mi mesa de trabajo. A las ocho sonó el teléfono.
- Llamo del Palau de la Música. No se pueden imprimir entradas.
- ¿Cómo que no se pueden imprimir entradas?
- Pues eso, que hemos abierto las taquillas y tenemos que vender las entradas a mano.
Hasta las nueve no iba a venir nadie, así que llamé a Nuria y le dije que se fuera directamente al Palau. Apareció en el despacho a las diez y pico hecha un basilisco.
- ¡Inútiles! ¡Son inútiles!
- Anda, cuéntame.
- Pues nada, llego y veo que la impresora está encendida pero el PC del que cuelga no tiene nada para imprimir. Mando una página de prueba y todo va bien y entonces intento pasar a la conexión con el AS400. No estaban conectados y, además, rechazaba cualquier intento. ¡Como que al AS400 estaba apagado! ¡A ver cómo iba a funcionar! No es que no pudiesen imprimir entradas, es que no podían hacer nada. Y las tías me dicen que se ha debido estropear porque nadie lo había tocado. Me meto por detrás del ordenador y resulta que lo han desenchufado. “Ah, habrá sido la Paca, la señora de la limpieza”, me dicen. ¡Les he montado un pollo…!
¡Y menudo pollo! Antes de las once me estaba llamando la secretaria del señor Montull, que, muy seca, me da cita para una entrevista con su jefe a las nueve en punto del día siguiente.
Afeitadito con cuchilla y bien maqueado, a las nueve menos cinco ocupaba una silla en la antesala del despacho del señor Montull. En mi maletín, unos cuantos folios por si había que tomar alguna nota. Pasaban unos minutos de las nueve cuando salió a decir algo a su secretaria que ocupaba una mesa al otro lado de la sala.
- Hombre, ya está aquí este señor… -me dijo-.
Intercambiamos los buenos días de rigor y volvió a su despacho. Continué sentado en mi silla contando baldosas para entretenerme. A las nueve y cuarenta, el señor Montull salió de nuevo. Esta vez ni me miró. Se dirigió a su secretaria y le dijo algo en voz baja. Con las mismas volvió a su guarida. La secretaria se levantó, salió de la sala y reapareció con un café que llevó a su jefe. Dejó la puerta entornada y pude ver que el gran jefe estaba solo en el despacho leyendo unos papeles. Le di tiempo para que se tomara el café. A las diez menos unos minutos, me levanté, agarré mi maletín, di los buenos días y pillé la puerta.
Mi gerente me esperaba con la escopeta montada. Había llamado la secretaria del Palau para decir que el señor Montull se hallaba gravemente ofendido por mi falta de educación. Como es de suponer, mi gerente se ofreció para trasmitirle todas las disculpas que fuesen necesarias y que él mismo estaría a las nueve del día siguiente en las oficinas del Palau para poner las cosas en su sitio y recoger las quejas que pudieran transmitir.
Mi jefe, también Jordi de nombre, fue recibido a las once, tras dos horas calentando silla. El señor Montull había dejado claro quién cortaba el bacalao.
Me pregunto si ahora hará esperar dos horas en el antedespacho al abogado, al fiscal o al juez.
A éste sí lo conozco.
Según mi memoria, lo que cuento sucedió a finales de 1988 o principios de 1989, pero he leído que la remodelación del Palau se realizó en 1989 y, entonces, debo estar equivocado y los sucesos sucederían un año después. Fuese 1988 o 1989, la cuestión es que se quería abrir la temporada con la venta de entradas informatizada. El grupo de empresas para el que trabajaba ganó el concurso y hubimos de desarrollar durante el verano el grueso de la programación. Tendríamos unas semanas de septiembre para hacer las pruebas in situ. Como alguna vez he contado, era uno de los primeros proyectos (en Barcelona) en que ordenadores personales interactuaban con un AS400. Todo lo que tuviese que ver con PC lo desarrollaría nuestra empresa; para la aplicación en AS400 contratamos un analista-programador externo (frilans, parece que se dice). Como director y coordinador del proyecto estaba yo.
Los problemas que se dieron fueron más aparentes que reales y, con dificultades, se cumplieron los plazos. Se les dio un curso acelerado a las taquilleras y arrancó la temporada, sabiendo siempre que al otro lado de la línea telefónica habría uno de nosotros por si las moscas. Y casi siempre había moscas… Pequeños problemas que se resolvían por teléfono.
Una mañana llegué temprano al trabajo. Había otro proyecto que empezaba a quemar y a las siete y media ya estaba en mi mesa de trabajo. A las ocho sonó el teléfono.
- Llamo del Palau de la Música. No se pueden imprimir entradas.
- ¿Cómo que no se pueden imprimir entradas?
- Pues eso, que hemos abierto las taquillas y tenemos que vender las entradas a mano.
Hasta las nueve no iba a venir nadie, así que llamé a Nuria y le dije que se fuera directamente al Palau. Apareció en el despacho a las diez y pico hecha un basilisco.
- ¡Inútiles! ¡Son inútiles!
- Anda, cuéntame.
- Pues nada, llego y veo que la impresora está encendida pero el PC del que cuelga no tiene nada para imprimir. Mando una página de prueba y todo va bien y entonces intento pasar a la conexión con el AS400. No estaban conectados y, además, rechazaba cualquier intento. ¡Como que al AS400 estaba apagado! ¡A ver cómo iba a funcionar! No es que no pudiesen imprimir entradas, es que no podían hacer nada. Y las tías me dicen que se ha debido estropear porque nadie lo había tocado. Me meto por detrás del ordenador y resulta que lo han desenchufado. “Ah, habrá sido la Paca, la señora de la limpieza”, me dicen. ¡Les he montado un pollo…!
¡Y menudo pollo! Antes de las once me estaba llamando la secretaria del señor Montull, que, muy seca, me da cita para una entrevista con su jefe a las nueve en punto del día siguiente.
Afeitadito con cuchilla y bien maqueado, a las nueve menos cinco ocupaba una silla en la antesala del despacho del señor Montull. En mi maletín, unos cuantos folios por si había que tomar alguna nota. Pasaban unos minutos de las nueve cuando salió a decir algo a su secretaria que ocupaba una mesa al otro lado de la sala.
- Hombre, ya está aquí este señor… -me dijo-.
Intercambiamos los buenos días de rigor y volvió a su despacho. Continué sentado en mi silla contando baldosas para entretenerme. A las nueve y cuarenta, el señor Montull salió de nuevo. Esta vez ni me miró. Se dirigió a su secretaria y le dijo algo en voz baja. Con las mismas volvió a su guarida. La secretaria se levantó, salió de la sala y reapareció con un café que llevó a su jefe. Dejó la puerta entornada y pude ver que el gran jefe estaba solo en el despacho leyendo unos papeles. Le di tiempo para que se tomara el café. A las diez menos unos minutos, me levanté, agarré mi maletín, di los buenos días y pillé la puerta.
Mi gerente me esperaba con la escopeta montada. Había llamado la secretaria del Palau para decir que el señor Montull se hallaba gravemente ofendido por mi falta de educación. Como es de suponer, mi gerente se ofreció para trasmitirle todas las disculpas que fuesen necesarias y que él mismo estaría a las nueve del día siguiente en las oficinas del Palau para poner las cosas en su sitio y recoger las quejas que pudieran transmitir.
Mi jefe, también Jordi de nombre, fue recibido a las once, tras dos horas calentando silla. El señor Montull había dejado claro quién cortaba el bacalao.
Me pregunto si ahora hará esperar dos horas en el antedespacho al abogado, al fiscal o al juez.