sábado, marzo 28, 2015

Tarjeta sanitaria


Sigo estando indignado. Un poco más que ayer, pero menos que mañana. El motivo de mi indignación es el mismo de casi siempre: la política, o sea, los políticos.
He estado 15 días encerrado en una habitación de hospital, en turnos de jornada completa, y he acabado por comerme todas las pastillas que traía de casa. Venía a Almería para tres semanas y esa era la previsión que había hecho. En realidad, el acopio de medicamentos cubría un mes, que es el tope que me permite la sanidad pública española. Se han complicado las cosas y ya llevo casi mes y medio… y lo que cuelga. Quiero decir que se me han acabado las reservas. Tampoco es problema; Almería sigue siendo España y yo dispongo de Tarjeta Sanitaria.

Como uno es “culillo de mal asiento”, tiene una cierta experiencia en eso de viajar por España. Hace apenas un año, en situación similar, acudí a la Seguridad Social en Azkoitia. El médico me echó un rapapolvo por no haber previsto que se me pudieran acabar “todas” las pastillas; que se me acabase una o dos, vale, pero todas… Al final se le escapó que a él podían llamarle la atención por aquello de las balanzas fiscales; estaba recetando medicamentos a un usuario ajeno a la comunidad.

Lo de este año es diferente. Experto como digo, poseo todo tipo de tarjetas: la que me dieron en papel en 1974, la de plástico de la Generalidad de Cataluña y la Tarjeta Sanitaria Europea, también de plástico, por si acaso. No existe, que yo sepa, la Tarjeta Sanitaria Española, y cada comunidad autónoma ha inventado su propia tarjeta, que no es sensible a los detectores de identidad del resto de España. Me refiero a que cada una se ha inventado un código propio, no intercambiable con las comunidades vecinas. Es por eso por lo que llevo la Tarjeta Europea, que, esta sí, lleva el número que me asignaron cuando me apunté por primera vez al SOE.

Como decía, he estado haciendo guardia en el Hospital de Poniente y, cuando se me acabaron las medicinas, mande a Quiosquera al ambulatorio. En primera instancia, presentó en el mostrador el pase que me habían dado el año pasado.
- Perdone, señora –le dijo la funcionaria-. Eso ya no vale; se le dio para tres meses y está caducado.
- Ya. Es para que tome los datos.
- Necesito la Tarjeta Sanitaria.
Quiosquera le dio la única que realmente es oficial, esto es, la que emite la Generalidad.
- ¡Ay, no! Esta no vale aquí. Necesito por lo menos el número de afiliación.
Yo le hubiera preguntado cuál es “la que vale aquí”, pero Quiosquera es más educada.
- ¿Le vale la Tarjeta Sanitaria Europea? Esta sí lleva el número de afiliación.
- Sí, sí vale… No, no, tampoco vale; está caducada.
Cierto, hacía siete días que había vencido.
- Entonces, ¿no me pueden atender?
- Sí. Necesito que me dé el número de afiliación a la Seguridad Social o el DNI del paciente.
- ¿Y no le vale el número de esa tarjeta caducada?
Le valió. Pero no es eso. Cuando voté la Constitución que creaba el llamado Estado de las Autonomías, creí que era una forma de administrar mejor el país; siempre se ha dicho que la mejor manera de resolver un problema es atajarlo allí donde se produce, pero cuando los políticos utilizan la autonomía para crear 17 nuevos estados, me parece que nos toman el pelo. Me importa un comino de quién es competencia la Sanidad; me resbala que cada comunidad autónoma quiera afirmar sus señas de identidad diferenciándose de sus vecinos hasta en el plástico que los identifica; me toca mucho las narices que, mientras España sea España, los españoles tengamos dificultades de circulación por comunidades que no son la de residencia.


domingo, marzo 22, 2015

Cainitas


En pleno día en que se celebran elecciones en Andalucía, cuando aún no han cerrado los colegios electorales, reflexiono sobre nuestra manera de hacer (vocear) política. Sobre la manera de hacer política de nuestros políticos, por supuesto.
Es la primera vez que sigo la campaña andaluza in situ y he de reconocer que, salvo en el deje, no se diferencia en nada a otras campañas celebradas en otras regiones de España.

Tanto monta, monta tanto, Susana como Juan Manuel han mitineado para exaltar los ánimos de sus adeptos (los que ya conocen sus respectivos programas), ya que a ninguno de ellos le he oído una sola propuesta razonada. Tanto es así que la frase que pasará a la posteridad por ser la más repetida será la de “no es lo mismo estar mala que preñá”.  En eso ha ganado Susana con claridad. El tono elegido para los discursos ha sido el de arenga militaroide, es decir, iniciasndo cada frase en dicción moderada y afirmativa, para rematarla negando rotundamente la afirmación y elevando la voz con el ánimo de excitar la pasión de su público hasta el paroxismo; de su público, claro, que jalea las parrafadas al mejor estilo del fascio italiano o de las juventudes de las SA alemanas. Me ha recordado a no muy lejanas dictaduras militares centroamericanas. Eso sí, el verbo militar de éstas era mucho más florido.
Que cada partido está en su derecho de hacer la campaña que le dé la gana no admite discusión. Que los partidos recurran a enfrentar a unos españoles contra otros para agenciarse un puñado de votos es algo que supera la ética, la moral, la supuesta humanidad de los humanos y cualquier posible sentimiento positivo entre personas. Hay que ser un grandísimo mala persona (no hay error en la concordancia de género) para fomentar el odio entre vecinos.
Leo en El Confidencial que en Almonte, durante la presente campaña electoral, sobre un cartel de los Fusilamientos del 3 de mayo de Goya se ha impreso la lapidaria frase: “El sueño de algunos”. Y que en elecciones anteriores también se recurría al término fusilar; así, cierto concejal de Sevilla decía en 2011: “Si el Partido Popular pudiera fusilaría a todos los socialistas”. Lo que concuerda (lateralidad política contraria mediante) lo que me contaban como cierto en vísperas de las Generales de 1979: “En Castell de Ferro, los socialistas tienen preparados los tractores para cavar los hoyos donde enterrar a los de derechas que van a fusilar si ganan”.

Es decir, los políticos españoles quieren ganar las elecciones con el único activo de la denuncia del fusilamiento que nos espera si ganan los otros. Y por lo que se deduce de la lectura de determinados comentarios, publicados por gente de bien, los llamados ciudadanos de a pie creen que las ejecuciones sumarias pueden ser una realidad. Nada que ver con las peticiones que se hacían a Alfonso Guerra en los mítines de las iniciales campañas democráticas: “¡Arfonso, dales caña!”.
Parece como si la Ley de Memoria Histórica tuviese una memoria escasa amén de adentrarse muy poco en el estudio de la historia real; a la historia de hechos me refiero, no a la historia de ideologías. Obviando la época de Viriato, de los godos de San Hermenegildo, de los sucesores de Witiza y de quienes se aliaron con los moros de Muza para resolver sus disputas dinásticas, y otras tantas escabechinas peninsulares, tenemos una ristra de enfrentamientos más larga que las ristras de los ajos que se necesitan para alejar a Drácula. Podemos enumerar las guerras fratricidas que enfrentaron a Pedro I el Cruel y Enrique de las Mercedes, a Enrique IV y su hermano Alfonso, a Juan II y su hijo el Príncipe de Viana, que se extiendió a una contienda civil en Cataluña, a Isabel I y Juana la Beltraneja, a Carlos I y los Comuneros, a Carlos I y las Germanías, a la llamada Guerra dels Segadors, a la Guerra de Sucesión, a las Guerras Carlistas (tres), y a la última Gurerra Civi, a la que algunos llamaron Guerra de Liberación. ¿No son suficientes enfrentamientos? ¿Realmente cree alguien que los conservadores o los progresistas gobiernan para una parte de España mientras que intentan eliminar a la otra? ¿O eso sólo tiene cabida en las mentes cainitas de los españoles?

Definitivamente, Churchill tenía razón.