jueves, mayo 28, 2009

Israel-Jordania IX: Jerusalén

El programa del día señalaba excursión opcional a Massada y Mar Muerto. La mayoría decidimos tomarnos el día libre y deambular por Jerusalén. Aprovechando que Saúl pasó con el autocar para recoger a los excursionistas, el Químico de Sarriá y nosotros le pedimos que, de paso, nos dejara en el Monte de los Olivos. Desde allí bajaríamos a pie visitando todas las reliquias cristianas del monte y, luego, acabaríamos pateando lo que nos faltaba por ver de la ciudad.

Arrancamos en el mirador que ya vimos el primer día y empezamos a caminar hacia la Iglesia del Pater Noster. Llevaba el encargo de fotografiar la lápida que reproduce el Padrenuestro en catalán; un compañero de trabajo que había visitado Jerusalén un par de años atrás, se había quedado sin carrete y no había podido hacer la foto; incluso me había indicado dónde estaba, no fuera a pasar sin advertirlo. Error. Era domingo y los domingos muchos de los monumentos cristianos no están abiertos al público; la Iglesia del Pater Noster era uno de ellos y sólo la vimos por fuera.
Llegamos a la Capilla de la Ascensión, allá donde la mayoría de iglesias cristianas suponen que Jesús tocó tierra por ultima vez antes de ascender a los cielos. La capilla es de construcción modesta y en su interior un cuadrado de tiras de mármol muestra el trozo de roca donde se adivina la huella del pie de Jesús.
La Iglesia Ortodoxa Rusa tiene su propio lugar para conmemorar la ascensión. Mucho más ostentosa, la Iglesia Rusa de la Ascensión venera ese otro punto. Al parecer, el extremo de la torre señala el punto más alto de Jerusalén y el último lugar que pisó Jesús.

Bajamos por la ladera atravesando el huerto de Getsemaní, repartido entre las distintas confesiones cristianas, que se encargan de su cuidado. Al principio del huerto se levanta la Iglesia Rusa de María Magdalena, rematada por cúpulas doradas en forma de cebolla. El lugar, muy sombreado, nos vino bien para descansar al fresco.
Llegando al Valle del Cedrón, la Basílica de la Agonía o Iglesia de Todas las Naciones conmemora el lugar donde Jesús oró mientras los apóstoles descabezaban un sueño. La fachada principal, decorada con mosaicos, es muy vistosa. El interior contiene el trozo de roca viva que sirvió de soporte a Cristo mientras oraba.
Muy cerca y algo más abajo está la Tumba de la Virgen. Se pasa al interior bajando unos cuantos peldaños que dan a un espacio oscuro al final del cual hay un sepulcro tallado en la roca. Según los cristianos ortodoxos, éste sería el sepulcro de la Virgen y el lugar de su asunción al cielo, en competencia con la Basílica de la Dormición que es la preferida del resto de los cristianos. La tumba propiamente dicha también mantiene rivalidad con Éfeso, donde los arqueólogos turcos siguen buscando el lugar que contiene los restos de la madre de su profeta Jesús.

Cruzamos el Valle del Cedrón pasando junto a la Iglesia de San Esteban, primer mártir del cristianismo, que fue apedreado cerca de la Puerta de San Esteban mientras, presuntamente, San Pablo vigilaba las vestiduras de los apedreadores. Una calle empinada conduce a La Puerta de San Esteban o Puerta de los Leones, mandada edificar por Suleimán el Magnífico, según la leyenda, a raíz de un sueño del sultán. Desde este marco se contempla una buena vista del Monte de los Olivos y los edificios construidos en su ladera. Resalta el verdor del Huerto de Getsemaní y los troncos enormes de sus olivos, alguno de los cuales podría ser milenario. Para el turista, estos olivos (o las zocas de las que brotaron) vieron pasar a Cristo en sus idas y venidas a Jerusalén.
La Puerta de los Leones abre el camino a la Vía Dolorosa aunque, en realidad, el Vía Crucis empieza bastante más adentro. La primera visita fue para la Casa de la Virgen. Es el lugar donde, según la tradición cristiana, nació María. El lugar lo ocupa la Iglesia de Santa Ana (Madre de la Virgen) que, dicen, constituye el monumento más representativo de la arquitectura de los cruzados francos (es importante recordar que en Jerusalén no se habla de cruzados; para el pueblo musulmán los soldados cristianos que fueron a Tierra Santa a incordiar eran franceses; de ahí que todos los cruzados reciban el nombre de francos). Unas escaleras permiten descender a una estancia oscura bajo la iglesia que sería la casa de Joaquín y Ana. La Casa de la Virgen es administrada por los ortodoxos. Una pareja de devotos vigilaban la estancia y cuidaban de mantener encendidas las velas que iluminaban el lugar. El varón nos unció al Químico de Sarriá y a mí, marcándonos una cruz en la frente después de haber metido el dedo en aceite; la mujer se encargó de hacer lo mismo con Quiosquera y la esposa del Químico.
Muy cerca pasamos por los restos de la Piscina de Betesda, que los judíos utilizaban para lavar y purificar las ovejas que iban a sacrificar después en el Templo. Y llegamos al puestecillo de la naranjada… No vimos intrusos paseando entre las naranjas pero hubiera sido igual: caía un sol de verano y, después de bajar a pata toda la ladera del monte, teníamos la garganta sequita. Cerramos los ojos y bebimos con fruición una deliciosa naranjada recién exprimida.

Después de reparar fuerzas continuamos camino buscando las calles más estrechas y sombrías. Al llegar a la confluencia de la calle El-Wad con la Vía Dolorosa, torcimos a la izquierda. El Químico y su señora habían estado buscando durante todo el trayecto una iglesia católica donde oír misa. Eran casi las 12 de mediodía y no habíamos encontrado ninguna que estuviese abierta; en realidad, iglesia católica no habíamos visto ninguna.
- Cuando le digamos a tu madre que no hemos podido ir a misa un domingo en Jerusalén no se lo va a creer –le dijo el Químico a Conchita.
Quedamos en encontrarnos a la dos menos cuarto junto a la Puerta de Jaffa y nos separamos. Nosotros seguimos bajando hasta la calle de la Cadena y continuamos hacia la calle de David disfrutando de la distensión judeo-musulmana que se respiraba en aquel entorno. Nos cruzamos con una pareja de soldados israelitas que, posiblemente, iban a hacer el relevo a los que montaban guardia en la esquina donde convergen los cuatro barrios de la Ciudad Vieja. En medio de la refugina Quiosquera tropezó con el punto de mira de la escopeta de uno de los soldados; así pudo traerse de Israel un recuerdo en forma de morado que le decoró el muslo durante tres semanas. Al final de la calle, junto a la Puerta de Jaffa, parte de la cual forma parte de sus murallas, la Ciudadela de David fue el principal bastión en la defensa de la ciudad durante cientos de años (si realmente fue de David, habría sido el bastión durante miles de años). Accedimos a la Ciudadela por una puerta que se abre en medio del camino que atraviesa la Puerta de Jaffa y que lleva a las almenas. Unos puentes de madera permiten circular por las alturas y contemplar la construcción desde arriba; salvo la llamada Torre de David que supera con creces la altura de las almenas. El Museo de Historia de Jerusalén está ubicado entre sus muros y merece la pena echarle un vistazo si se va bien de tiempo.
Salimos por otra puerta que nos dejó en la parte exterior de las murallas. Una procesión de gentes con palmas y ramas de olivo caminaba hacia el interior de la ciudad. Dudamos si no nos habríamos equivocado de semana y estábamos en Ramos en lugar de en Pascua. Después averigüé que algunos ortodoxos siguen celebrando la Semana Santa según el calendario juliano y llevan retraso respecto al calendario gregoriano.

A la hora señalada estábamos junto a la Puerta de Jaffa, fuera de las murallas, ajustando el precio del taxi que habría de llevarnos a romper el ayuno y abstinencia en el restaurante El Gaucho. El taxista quería cobrarnos 12 dólares por el viaje y el Químico, que era el que hacía de traductor, ofrecía 7. Conseguimos que nos rebajase hasta 9 dólares. Entonces el Químico remató:
- Tu dolars person.
- Güell…
Supongo que el tono del taxista extrañó a nuestro intérprete que echó números de nuevo. Cinco person a tu dolars… ¡Coño, que me he equivocado! Pero ya no hubo forma de convencer al taxista: un trato es un trato.

En El Gaucho nos esperaba el resto de comensales: todo el grupo salvo Ángel y Ángeles, que se habían ido a Massada. A la entrada había un cartel que anunciaba que las comidas del restaurante cumplían los requisitos kosher. De entrada, el Gaucho, que nos atendió personalmente, puso sus normas.
- Españoles... A ver si tengo un vino que sea de su agrado.
Sacó un Cabernet Sauvignon, made in Hollyland, que consiguió la aprobación de los riojanos. A 5.000 castañas la botella, ¡cualquiera osaba decir que el vino no era bueno! Y para acompañar, nos endosó un asado argentino que no se lo saltaba un galgo. Para postre puso en flan de huevo riquísimo.
- Con que comida kosher ¿eh? –le espetó Lorenzo de Girona.
- Pues sí, señor. Cada día pasa por aquí el rabino que lo certifica.
- ¿Y el flan? Leche y carne… el hijo guisado en el jugo de la madre...
- No se lo creerán ustedes pero el flan que han comido no lleva ni leche ni huevo.
Lo creímos.


Eran las cinco de la tarde cuando salimos del restaurante. Los estómagos, poco acostumbrados durante la última semana a una comida copiosa, reclamaron reposo y todo el mundo se dirigió al hotel; menos nosotros, que no nos habíamos trasladado al quinto pino a echar la siesta y tomamos otro rumbo. Fuimos a dar al Parque de la Independencia, verdadero oasis en medio de la sequedad de la ciudad y, pasando por el edificio semicircular de la Agencia Judía, llegamos a la torre YMCA (aiemsiei) desde cuya terraza, a 45 metros de altura, habíamos leído que disfrutaríamos de una imponente vista de la ciudad. Trincamos el primer ascensor que encontramos y nos fuimos arriba; no dimos con la azotea pero paramos en varios pisos y en todos nos encontramos la misma escena: señoras con uniforme blanco adecentaban las habitaciones donde se hospedaban los jóvenes cristianos. Frente al YMCA se levanta el Hotel Rey David que yo conocía a través de “Oh, Jerusalén” de Dominique Lapierre y Larry Collins. No quedaban restos del atentado que llevó a cabo el Irgún de Menahen Beguín durante los últimos años de la dominación británica. Ahora, a raíz de la conmemoración del 60 aniversario, una placa rememora el hecho y disculpa a los autores trasladando la responsabilidad al gobernador militar inglés por negarse a obedecer las órdenes de los judíos.

El asado empezaba a hacer efecto y nos sentamos en los Jardines de Montefiore, en las proximidades al Molino de Viento que, dicho sea de paso, le pega al entorno como a un santo dos pistolas. Determinamos que el día siguiente iba a ser muy largo y lo mejor que podíamos hacer es irnos al hotel a descansar.

viernes, mayo 22, 2009

Israel-Jordania VIII: Jerusalén

Era sábado de Gloria, Sabbat a secas para los judíos. Al acercarnos al ascensor vivimos la primera sorpresa del día: los botones de llamada no funcionaban; los botones de acceso a los distintos pisos, tampoco. Durante el Sabbat, los ascensores de los hoteles funcionan automáticamente, subiendo y bajando de forma continua y parando en todos los pisos. De esa manera se evita que, en el día dedicado al descanso, el judío cumplidor de la Ley tenga que hacer el “esfuerzo” de apretar un botón.

Saúl fue claro en sus explicaciones mientras el autocar se acercaba a la Ciudad Vieja.
- Hoy visitaremos lo que ustedes llaman el Muro de las Lamentaciones. Para los israelitas es simplemente el Muro Occidental o el Muro del Templo. Lo que pasa es que el judío reza con todo el cuerpo y los peregrinos cristianos cuando llegaron a Jerusalén y vieron a la gente alzando los brazos al cielo, pensaron que se lamentaban. En todo caso hay normas que debemos respetar porque cada religión tiene su liturgia y nosotros, los turistas, no entramos en las creencias de nadie pero respetamos las costumbres de todos. Aquí veremos que, en los lugares considerados santos, el judío se cubre, el cristiano se descubre y el musulmán se descalza. Es lo que vamos a hacer nosotros. Además, como estamos en el Sabbat, hoy no se pueden hacer fotografías ni del Muro ni de los fieles pero, antes de acceder a la plaza, yo los llevaré a un lugar desde obtendrán ustedes las mejores fotos que se pueden hacer del Muro Occidental.

Entramos por la Puerta de Sión por la que se accede a los barrios armenio y judío. Dejamos atrás la Iglesia de Santiago y llegamos al Cardo, calle principal de la ciudad bizantina. Las excavaciones han sacado a la luz el antiguo enlosado y, al aire libre, quedan las columnas que sostenían los soportales. La prolongación de la calle lleva al mercado franco que estaba (y está) bajo cubierto.
Saúl insistió en la destrucción de parte del Barrio Judío por culpa de los bombardeos a que fue sometido en 1948 por la Legión árabe.
- Cuando en 1967 las tropas israelitas reconquistaron Jerusalén Este, el gobierno respetó el status quo de la ciudad. Así, por ejemplo, la Explanada de las Mezquitas es administrada por la población árabe a pesar de ser el lugar en que estuvo emplazado el Templo de Salomón. Sólo se modificó el barrio judío donde se derribaron toda una serie de edificios que dificultaban el acceso al Muro Occidental, construyendo la plaza que veremos de inmediato.

Atravesamos una red de calles abigarradas por donde correteaban las niñas vestidas de fiesta, unas a la usanza de sus tradiciones, otras, más modernas, lucían “polleras” acampanadas que les dejaban las piernas al aire.
- El pueblo israelita conserva las costumbres del país de procedencia. Aunque el Talmud ha mantenido intactos ciertos modos, estos se han visto remodelados por las distintas formas de vida de su asentamiento. Hoy, lo comprobaremos en el Muro Occidental, encontramos en el país los tipos más variopintos; desde los ultraortodoxos, que ayer vimos al cruzar Mea She’arim, hasta los actuales sabras, los nacidos en el nuevo estado, que tienen costumbres mucho más, digamos, europeas. A los hombres de negro, ultraortodoxos, y a otros que no se cortan las patillas o se les ve asomar la camisa de la oración, no debe de confundírseles con rabinos; visten así por costumbres medievales o talmúdicas. Por ejemplo, la Torá dice que el cuerpo, como obra de Dios, es sagrado y sólo Dios puede disponer de él; los que no se cortan las patillas o no se afeitan la barba lo hacen como reconocimiento de que al acercarse la navaja a la cara se corre un peligro que se ha de evitar. Las borlas que asoman por debajo de los trajes corresponden a la camisa que usa para la oración; se deja que se vean para que los vecinos sepan que cumples con los preceptos y vas preparado para hacer tus oraciones.
- O sea, que en el judaísmo también es más importante parecer bueno que serlo en realidad.
- Sí. Ustedes se quitan el sombrero al entrar en la iglesia, mientras las mujeres se cubren con un velo y ambos mantienen la mirada baja en señal de humildad. Y toda esa escenificación es, simplemente, para que los demás vean que ustedes se humillan ante Dios.

Llegamos aun punto de las murallas sobre, más o menos, la Puerta de la Basura y comprobamos que Saúl tenía razón al decir que desde allí se obtenían las mejores fotos y la vista más extensa del Muro Occidental. Se domina la explanada del Templo, hoy bastante poblada de fieles, todo el Muro de los Lamentos y, sobresaliendo por encima del muro, la Cúpula de la Roca. También observamos algo que nos pasó desapercibido el día anterior: a la derecha de la zona de oración, unas escaleras llevan a un acceso que atraviesa el muro y va a parar a la Explanada de las Mezquitas.

Bajamos de las murallas y nos mezclamos entre la gente, en su mayoría turistas; los fieles estaban rezando junto al muro o en sus proximidades. Esta vez no nos colocamos en la cabeza el cucurucho de cartón y nos quedamos observando el panorama; dentro del recinto de rezos había gente de todo tipo: los hombres de negro con los tirabuzones saliendo bajo el sombrero, los hombres de negro con enormes gorros de piel, los judíos vestidos como los que aparecen en la película Ben Hur con el casquete cubriendo la coronilla, los judíos vestidos a la europea… Y cada cual rezando a su ritmo; desde el que, de pie, murmura una oración hasta el que, como dijo Saúl, rezaba contorsionando el cuerpo y manoteando al cielo.
En la zona turística soldados, churro en ristre, paseaban atentos. En un momento dado oímos unos gritos y, al volvernos, vimos como uno de los militares arrancaba la cámara de manos de un turista y velaba el carrete. Como diría Lorenzo de Girona, esta gente no se anda con hostias.

Saúl nos agrupó junto a las escaleras que ascendían a la Explanada de las Mezquitas.
- Vamos a visitar otro lugar sagrado, esta vez para musulmanes y judíos. Al respetar es status quo anterior a 1967, la Explanada está administrada por los árabes. Por eso, ayer viernes, día de descanso para los árabes, no estaba abierta al público. Aquí también hay que guardar unas normas de comportamiento: debe vestirse con decencia, no se puede fumar y está prohibido que un hombre y una mujer se toquen mientras estén en el recinto.

La Colina del Templo, la Explanada de las Mezquitas o Haram es-Sharif (el Noble Santuario) es el lugar más sagrado para los judíos y uno de los lugares más sagrados para musulmanes y cristianos. La ortodoxia prohíbe a los judíos acceder a la explanada ya que, sin querer, podrían pisar el lugar donde estuvo emplazado el Sancta sanctórum del Templo, lugar que sólo puede pisar el sumo sacerdote. No nos hicieron ninguna referencia durante la visita pero, durante tiempo, un cartel del rabinato de Israel, colocado sobre las puertas de acceso a la Explanada, extendía esta prohibición a todos los visitantes:
AVIS ET ADVERTISSEMENT. L’ENTRÉ DANS L’EMPLACEMENT DU MONT DU TEMPLE EST INTERDIT A TOUT LE MONDE PAR LA LOI JUIVE EN VUE DE LA SANTETÉ DU LIEU. LE GRAND RABBINAT D’ ISRAEL.

La parte sur de la explanada está ocupada por la Mezquita de Al-Aqsa, la más grande de Jerusalén, mandada construir por la dinastía de los Omeyas tras la conquista de la ciudad. Durante la existencia del Reino de Jerusalén, sirvió de palacio y se la llamó Templo de Salomón por pensar que estaba edificada sobre el antiguo emplazamiento del templo judío. Más tarde fue cedida a los Caballeros del Temple, que la usaron como caballerizas, y de ahí parten todas las leyendas que relacionan a los templarios con el Santo Grial y los tesoros de Salomón que, supuestamente, habrían encontrado en los sótanos del templo.
En la puerta de la mezquita, allá donde un extremista asesinó al rey Abdullah I, un moro como un castillo vigila los zapatos de la gente que accede al interior. Por dentro, las mezquitas suelen ser bastante parecidas en su distribución. Al Aqsa, de construcción alargada y con columnas a ambos lados de la nave central, concuerda más con la idea de una de iglesia que con la forma de una mezquita si no fuera porque sus suelos están alfombrados. Cuando Quiosquera y yo salíamos, nos cruzamos con un grupo de turistas nórdicos que entraba; una señora, componente del grupo, que al parecer había quedado descolgada, acababa de descubrirlos entrando y corrió hasta darles alcance justo a la altura del moro vigilante de zapatos; al llegar, puso su mano sobre el hombro del último de la fila, mientras sonreía complacida; el moro no se lo pensó dos veces y le soltó un sopapo sobre la mano pecadora, al tiempo que, con aparente malos modos, le indicaba que en aquel lugar no podía meter mano al marido.

Si la belleza de Al Aqsa está en su interior, es la forma externa de la Cúpula de la Roca la que llama la atención. El nombre de Mezquita de Omar, por el que también es conocida, es doblemente erróneo porque ni la construyó Omar ni es una mezquita. La Cúpula de la Roca es un santuario octogonal de estilo bizantino. Las paredes están recubiertas exteriormente por mosaicos con inscripciones coránicas. Una gran cúpula dorada culmina el edificio. El interior es otra historia; un camino serpea junto al alto de una roca que ocupa casi todo el espacio del santuario. Es la cumbre del Monte Moria, donde Abraham se dispuso a sacrificar a su hijo; el mismo monte desde el que Mahoma subió al cielo guiado por el arcángel San Gabriel. Alguien nos indicó que observásemos las huellas que Mahoma había dejado en la roca y un pequeño tabernáculo que contiene pelos de la barba del Profeta; yo sólo vi piedras.
A escasos metros, la Cúpula de la Roca aparece reproducida en pequeñito en la Cúpula de la Cadena.

Salimos por la puerta norte que da directamente a la Vía Dolorosa y que conocíamos del día anterior. El sol apretaba y nos fuimos derechos al chiringuito donde servían naranjada recién hecha y no precisamente a base de concentrado. Esperamos turno, recogimos nuestros vasos y mientras dábamos cuenta de ellos observamos como los gusanos se paseaban por las naranjas del fondo: ración extra de proteínas.

Y arrancamos por la Vía Dolorosa.
Al margen de las creencias religiosas, está la adaptación de la liturgia a las costumbres de los pueblos donde se predica. Y al margen de ambas, el fanatismo religioso. Siguiendo la Vía Dolorosa, el visitante puede encontrar muestras de ambas manifestaciones.
En la documentación previa al viaje había aprendido que cuando, tras la primera cruzada, los peregrinos cristianos empezaron a llegar a Jerusalén, encontraron que el Via Crucis sólo tenía siete u ocho estaciones mientras que en Europa había 14. Como no era cosa de desilusionar a los peregrinos después de tan largo viaje, se añadieron en la Vía Dolorosa las estaciones que faltaban. De este modo quedó un Vía Crucis que mezcla el relato que de la Pasión hacen los Evangelios Canónicos con otros relatos de los Evangelios Apócrifos y alguna que otra tradición que sólo pertenece a la leyenda.

Iniciamos el camino en la Primera Estación (Jesús condenado a muerte) en el patio de una escuela que debió corresponder a la fortaleza Antonia.

La Segunda Estación (Jesús con la cruz a cuestas) se sitúa en el patio de la fortaleza al otro lado de la calle. Previamente, el viajero pasará por la Capilla de la Flagelación y la Capilla de la Condena, levantadas ambas sobre el pavimento original de la fortaleza, donde Jesús fue flagelado y coronado de espinas. Cuando nosotros anduvimos por allí, no vimos que vendiesen recuerdos en forma de corona de espinas; de haber sido así, es probable que este cronista hubiese sido sorprendido en postura similar a la tan criticada de Carod Rovira, críticas que nunca entendimos toda vez que la foto que dio la vuelta a toda España es la típica que se haría cualquier turista sin que, necesariamente, se tratase de una ofensa al cristianismo.

La Tercera Estación (Jesús cae por primera vez) se sitúa en la primera esquina del Vía crucis después de pasar el Arco del Ecce Homo. Un relieve de Jesús con la cruz indica el lugar. Esta estación no tiene referencia en los Evangelios.

La Cuarta Estación (Jesús se encuentra con su Madre) está muy cerca de la tercera, en una capilla junto a la Iglesia Armenia de Nuestra Señora del Dolor. Un relieve sobre la puerta de la capilla indica el lugar.

La Quinta Estación (El Cirineo ayuda a Jesús) está también muy próxima y queda señalada por un oratorio del siglo XIX.

La Sexta Estación (La Verónica limpia el rostro de Jesús) está a medio camino entre la quinta y la calle Khan ez-Zeit que va a dar a la Puerta de Damasco. La Verónica sólo aparece en los Evangelios Apócrifos, si bien se conservan las cuatro reproducciones del rostro de Jesús en el paño doblado (Roma, París, Alicante y Jaén).

La Séptima Estación (Jesucristo cae por segunda vez) se sitúa en el cruce de la Vía Dolorosa con Khan ez-Zeitr.

La Octava estación (Jesús habla a las mujeres) que algo más abajo en la misma calle Khan ez-Zeit. El lugar está señalado por un relieve en una de las paredes.

La Novena Estación (Jesús cae por tercera vez) pertenece a la tradición europea y se la sitúa en el Convento Etíope, muy próxima al Santo Sepulcro. Una columna marca el lugar en que se produjo la caída.

El resto de estaciones se encuentran dentro de la Basílica del Santo Sepulcro, erigida en el lugar que Santa Elena identificó como el Calvario. El edificio, que engloba la cumbre del monte, el lugar donde Jesús fue ungido y el Santo Sepulcro, es un galimatías de capillas, tumbas y otros reductos, administrados por las distintas confesiones cristianas. Tal parece que la última reconstrucción del templo hubiera estado diseñada por un historiador religioso preocupado en dar cabida a las 5 últimas estaciones del Vía Crucis. Ante la puerta principal de la basílica, cuya llave guarda desde hace siglos una familia árabe, se extiende el atrio, sostenido por una cisterna abovedada que podría haber sido la base del tempo romano de Venus. Es a la sombra de este patio abierto a las calles del barrio cristiano, donde los turistas nos tomamos un respiro después de haber ascendido y bajado las escaleras y calles empinadas que acabamos de dejar atrás a nuestro paso por la Novena Estación.
Nada más cruzar la puerta de entrada, girando a la derecha, se asciende al Gólgota por unas escaleras estrechas. Varias ventanas vidriadas muestran la piedra viva y, en una de ellas, puede verse la grieta que se abrió en la roca al morir Jesús.

La Décima Estación (Jesús es despojado de sus vestiduras) se sitúa al llegar a la plataforma superior, en un lugar que no pude determinar. Tampoco me quedó clara la ubicación de la Undécima Estación (Jesús clavado en la cruz) porque estaba más pendiente de dar un vistazo global a la capilla ortodoxa que ocupa la cumbre del Calvario. Al ser ortodoxa, en la capilla sólo había iconos; incluso la cruz era plana. Había cola para acceder a la Duodécima Estación (Jesús muere en la cruz). Bajo el altar ortodoxo hay un agujero en la roca que señala el lugar donde estuvo levantada la cruz; una estrella (de plata) rodea el agujero. Mientras Dalr y yo hacíamos cola, Quiosquera contemplaba el panorama a media distancia. Saúl se le acercó.
- Fíjese en esos individuos; están trabajando.
Quiosquera no entendió el mensaje.
-Esos que se mueven junto a los peregrinos que hacen cola; son carteristas.
Ajenos al detalle pero ahora vigilados, nos aproximamos al agujero de la cruz. Igual que en Belén, los visitantes introducían la mano en el agujero, la restregaban como si intentaran llevarse la esencia divina del lugar, y mostraban una mirada entre mística y flipada mientras los labios se movían en una oración silenciosa. Sentí un ligero escalofrío. Después de unirlos al resto del grupo bajamos a la Piedra de la Unción, tras dejar atrás la Décimo Tercera Estación (Jesús es descendido de la cruz y entregado a su madre) que está representada por una imagen de la Virgen.

La Piedra de la Unción no es una estación del Vía Crucis pero es, aparte del Santo Sepulcro, el lugar de más afluencia y, de largo, el sitio que más impacto me produjo; el lugar es una sencilla mesa de piedra pulida, a ras del suelo, que podría pasar desapercibida si no fuera por los devotos que la rodean. Varias personas, con botellas u otros cacharos con agua, arrodilladas junto a la piedra, vertían el agua en su superpie y la recogían con paños que luego escurrían otra vez en la botella. Y todo ello con la mirada ida, dando la sensación de avaricia al envasar la esencia que Jesús hubiera podido dejar en aquella piedra sobre la que nunca estuvo porque, como mucho, lo estaría sobre la roca que cubre la Piedra de la Unción. Me acordé de una frase a la que mi padre recurría con asiduidad: No hay que ser avaricioso ni para querer a Dios. Me quedó mal cuerpo: una cosa es el fundamentalismo de culturas ajenas y otra distinta el fanatismo de los fieles de tu misma religión.

Nos fuimos a la Décimo Cuarta Estación (Jesús es sepultado) donde había una cola enorme para acceder al Sepulcro. Mientras caminábamos buscando el final de la fila, observamos que los turistas con prisa se iban colando, tan a la brava que, en un momento, se formaron dos colas que convergían 4 metros antes de llegar a la entrada. Me dieron un par de empujones, uno de ellos lo suficientemente fuerte para hacerme trastabillar. Me volví hacia Quiosquera.
- ¿Es importante para ti visitar la tumba?
- En absoluto.
- Entonces vámonos. No es el lugar propicio para arrearle a uno de estos beatos con la garrota.

Salimos al patio exterior mientras Dalr continuaba haciendo cola. De todos modos había leído que, dado que los cruzados intentaban conquistar Jerusalén para dominar el Santo Sepulcro, uno de los sultanes mandó picar la mesa de piedra donde habría reposado el cuerpo de Jesús.
Sorprende sobremanera que en tan poco espacio físico se concentren tantos lugares sagrados; sobre todo que, entre el punto donde estuvo clavada la cruz y la sepultura de Jesucristo, no haya ni 20 metros de distancia.

(Normalmente, cuando escribo lo hago según voy recordando a medida que veo las fotos del viaje. En estas fotos, por supuesto, no está la descripción de todas las estaciones y he accedido a Internet para documentarme. Wikipedia me ilustra sobre la situación actual: el Papa Juan Pablo II ha remodelado las estaciones del Vía Crucis adaptándolas a los Evangelios Canónicos y ha añadido la Décimo Quinta Estación: Jesús resucita.)

Era la hora de la comida. Paramos camino de Ein Karem en un kibbutz. A 13 dólares el menú recuperamos las fuerzas perdidas durante la mañana.

Ein Karem es hoy un suburbio de Jerusalén y el lugar donde, se supone, nació Juan el Bautista. Allí fue donde María visitó a su prima Isabel y ésta adivinó el embarazo de la Virgen. Sendas iglesias franciscanas (Iglesia de San Juan e Iglesia de la Visitación) se levantan en los dos lugares indicados; el del nacimiento de Juan, señalado por una estrella de plata. Según el Nuevo Testamento, Zacarías, marido de Isabel, pidió a Dios un hijo. La petición fue escuchada e Isabel quedó encinta pero Zacarías perdió el habla por no creer a pies juntillas lo que el Arcángel Gabriel le anuncia. Cuando nació el niño, Zacarías escribió en una tablilla que habría de llamarse Juan y, con las mismas, recuperó la palabra, que utilizó para dirigirse a Dios en una oración (Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo…) que se reproduce en multitud de idiomas en las paredes del patio de la iglesia.

A la vuelta a Jerusalén, pasamos por el Monte Sión antes de que Saúl nos dejase en la Puerta de Jaffa para disfrutar de media tarde de recreo. La primera visita en el Monte fue la Tumba de David. El edificio no estaba abierto al público porque andaba de obras, pero, desde fuera, se podía ver la tumba, cubierta por un paño bordado con letras hebreas. En la segunda planta del edificio está el Cenáculo, lugar de la Última Cena según la tradición cristiana. Tampoco pudimos visitarlo.
De allí pasamos a la Abadía de la Dormición, allá donde María quedó dormida y se produjo su asunción al cielo. En la cripta, debajo del santuario, una imagen de la Virgen indica el lugar que ocupó su cuerpo antes de la asunción.

Desde la Puerta de Jaffa, caminamos por la Calle de David hasta el cruce con Khan ez-Zeit y de allí a la Puerta de Damasco.
Es la más impresionante de todas las entradas a la Ciudad Vieja: impresionan sus dimensiones, impresiona su belleza e impresionan los dos soldados israelitas apostados en el arco superior y con el churro preparado. Al otro lado de la puerta, hacia el oeste y fuera de la muralla, se yergue el edificio de Nuestra Señora de Francia, bastión más oriental del estado de Israel en Jerusalén hasta 1967; sus paredes muestran, aún hoy, las señales de los encarnizados combates que, en 1948, la tuvieron unas veces como objetivo y otras como cuartel general. Casi enfrente de la Puerta de Damasco, el Jardín de la Tumba conserva un típico sepulcro judío que, según el general británico Gordon, podría haber contenido los restos de Jesús.
La zona interior de la Ciudad Vieja cercana a la Puerta de Damasco es un típico bazar árabe que se prolonga por la calle El-Wad hasta su confluencia con la Vía Dolorosa.

Enfrascados en el ambientillo fuimos callejeando hasta aparecer otra vez en la explanada del Muro Occidental. Próximos al fin del Sabbat, estaba más despejado que durante la mañana y Dalr y yo nos acercamos a la gran pared después de habernos encasquetado el solideo de cartón. Nos fijamos que la gente dejaba papelitos en las ranuras del muro; más tarde averiguamos que eran oraciones o peticiones que los judíos tienen por costumbre dirigir a Yavé. No soy especialmente devoto pero en medio de aquella gente que oraba poniendo en ello el alma y el cuerpo, puedo asegurar que allí, en el Muro de los Lamentos, recé el Padrenuestro más emocionado que he rezado nunca.

Aquella noche, después de la cena, unos cuantos del grupo decidimos que al día siguiente haríamos una comida decente en un restaurante argentino.

viernes, mayo 08, 2009

Israel-Jordania VII: Jerusalén

Hablar de Jerusalén es hablar de la ciudad tres veces santa; hablar de Jerusalén es hablar de religión; hablar de Jerusalén es meterse en camisa de once varas; hablar de Jerusalén es arriesgarse a ofender a judíos, musulmanes o cristianos, sobre todo si uno intenta contar lo que vio y posicionarse en el lugar adecuado para que no se ofendan ni judíos ni musulmanes ni cristianos.


Jerusalén es, prescindiendo de la religión, un monumento. Me refiero, claro está, a la Jerusalén que se encuentra dentro de las murallas, a la Jerusalén que fue objeto de cientos de años de guerras entre cristianos y musulmanes y que, ahora, es objeto de décadas de disputas entre musulmanes y judíos. Cuando Tito destruyó o mandó destruir el Templo y prohibió a los judíos residir en Jerusalén, se inició la Diáspora (que acabó en desbandada tras el levantamiento y derrota de Barcokebas en 135) y la Ciudad Santa se perdió en el olvido de la historia. Hasta entonces ya lideraba las dos grandes religiones monoteístas, aunque una de ellas aún anduviese en pañales.
Fue en Jerusalén, concretamente en el monte Moria, donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo por mandato de Dios. Para los judíos, el hijo a sacrificar era Isaac (el legítimo); para los musulmanes fue Ismael el objeto del sacrificio. Tras el regreso de los judíos de su exilio-destierro en Egipto, David conquistó la ciudad y la hizo capital de su reino. Salomón, su hijo y sucesor, levantó el primer Templo, precisamente en el monte Moria, construyendo el Sancta Santorum, donde estaban depositadas las Tablas de la Ley, en el lugar exacto donde Abraham habría preparado el sacrificio de su hijo, fuese éste Isaac o Ismael. El Templo del Nuevo Testamento es el reconstruido por Herodes unas décadas antes del nacimiento de Jesús. La relevancia que Jerusalén perdió tras la Diáspora, la recupera con creces cuando Constantino el Grande elevó el cristianismo a religión oficial del imperio romano. Santa Elena, madre del emperador, viaja a Jerusalén e, inspirada, quizás, por el Espíritu Santo, reconoce el Monte Calvario, encuentra las cruces donde sufrieron martirio Jesús (la Vera Cruz), Dimas y Gestas, e identifica la piedra donde Cristo fue embalsamado y la gruta que le sirvió de sepulcro. Prácticamente dio fe de todos los lugares referidos en los Evangelios Canónicos y Apócrifos. Incluso determinó el bosquecillo donde creció el árbol cuyo tronco sirvió para construir la Vera Cruz.
Unos siglos más tarde, Mahoma predica el Islam y, a partir de unos versículos del Corán (Alabado sea Él que hizo viajar, durante la noche, a su siervo desde el templo sagrado hasta el templo que está más lejos, cuyo recinto hemos bendecido, para hacerle ver nuestro signos), se concluye que el Profeta viaja una noche desde Medina a Jerusalén a lomos de su mítico caballo el-Burak y, desde allí (desde el exacto lugar donde Abraham quiso sacrificar a su hijo en el Monte Moria), ascendió al séptimo cielo. Con ello, Jerusalén se transforma también en ciudad santa del Islam y, por tanto, objetivo para las huestes de Omar, que la conquistan a mediados del siglo VII.
El dominio de Jerusalén, Yerushalayim o Al-Quds y sus lugares sagrados llevará a cristianos, judíos o musulmanes a convertirla en escenario sangriento durante muchos siglos; casi tantos como recuerda la historia.


Con estos antecedentes iniciamos la panorámica que, no podía ser de otro modo, empezaba con una vista panorámica desde el mirador del Monte de los Olivos desde donde se domina toda la ciudad de Jerusalén, en especial las murallas, la Explanada del Templo y el Monte Sión. Debajo del mirador, un poco a la izquierda, está el cementerio judío que llega casi hasta el Valle del Cedrón. Resulta curiosa la costumbre judía de dejar una piedra sobre la tumba cada vez que la visitan y la sensación de olvido que transmiten las tumbas libres de piedras. Al otro lado del valle se levanta la ciudad. A la izquierda, sobre el Monte Sión, destaca la Abadía de la Dormición. Siguiendo hacia la derecha tropezamos con la muralla sur. Las murallas de Jerusalén, tal y como ahora se conocen, fueron erigidas por Soleimán el Magnífico al principio del siglo XVI. Las cuatro puertas principales son la Puerta de Jafa al oeste, la Puerta de Damasco al norte, la Puerta de los Leones o San Esteban al este y la Puerta de Sión al sur. Otras puertas conocidas son la Puerta Nueva y la de Herodes al norte, la Puerta de la Basura o del Estercolero al sur y la Puerta Dorada al este. Ésta última permanece tapiada y, según la tradición judía, es el lugar por dónde ha de entrar el Mesías; también se dice que esta era la puerta que utilizaba Jesús para entrar y salir de Jerusalén. Nadie nos explicó si las antiguas murallas de la ciudad tenían una puerta cuya ubicación coincidía con la actual Puerta Dorada.
Sobre la línea de la muralla este destaca la Explanada del Templo o Explanada de las Mezquitas y, en el centro, la Cúpula de la Roca, hoy rematada por una especie de mástil dorado pero que, en su día, estuvo culminada por una cruz o una media luna según que Jerusalén estuviese ocupada por cristianos o musulmanes. Algo más al fondo y a su izquierda, la cúpula de la Iglesia del Santo Sepulcro compite en altura con la Cúpula de la Roca.
Hacia la derecha, la Puerta de los Leones accede al barrio árabe y enlaza con la Vía Dolorosa. Al fondo de este cuadro medieval, se levantan los modernos edificios de Jerusalén Oeste.

Mientras los miembros de nuestro grupo admirábamos tan maravilloso panorama, Dalr buscaba fotos de interés cultural y cazó la de un turista meando junto a uno de los olivos milenarios.

El autocar atravesó el valle bordeando la Basílica de Todas las Naciones, la Iglesia Rusa de Santa María Magdalena, la tumba de la Virgen, las tumbas de Santiago y Zacarías y el Pilar de Absalón. Pasamos por la muralla sur junto a la Puerta de la Basura, con la cúpula de la Mezquita Al-Aksa asomando por encima de la muralla, cruzamos media ciudad y fuimos a parar a la parte oeste donde hicimos un alto para que Saúl nos aleccionara sobre los monumentos que allí se levantaban y gozáramos de un rato de recreo para hacer unas cuantas fotos con calma.


Aislado, en medio de una extensa explanada, se encuentra el edificio de la Knéset o parlamento israelí compuesto por 120 miembros, tantos como tuvo el antiguo Sanedrín. Frente a la puerta, tras una valla circular, hay un enorme Menorah, el candelabro de 7 brazos que es el símbolo oficial del Estado de Israel y estaría inspirado en la zarza ardiendo que contempló Moisés la primera vez que habló con Dios. Cada brazo representa un día de la semana. El Menorah acompañó al Tabernáculo, la tienda donde se guardaba el Arca de la Alianza, y, más tarde, presidió el Sanctasantorum del Templo. Se cuenta también que, a la vuelta de los judíos del destierro a Babilonia, encontraron un Menorah en las ruinas del Templo que alguien se había encargado de mantener encendido de modo que la llama sagrada se perpetuó durante el exilio.

En las cercanías de la Knéset se erigen el Museo de Israel y el Santuario del Libro, lugar, éste último, donde se exponen reproducciones de los documentos encontrados en Qunram, junto al Mar Muerto. El Santuario del Libro es un edificio blanco, circular, dotado de una forma extraña.


- Veyeu echó –dijo Lorenzo de Girona-. Es como un platillo volante.
En realidad, el Santuario del Libro representa la forma de la tapadera cerámica que cubría la cántara o vasija de arcilla que contenía los documentos encontrados en las cuevas de Qunram.

En la ladera de la montaña se alza el viejo Monasterio de la Santa Cruz. Según la descripción hecha por Santa Elena, los árboles que crecen en este lado del montículo fueron plantados por Lot (el de Sodoma y Gomorra), sobrino de Abraham, y con el tronco de uno de ellos se fabricó la cruz en la que crucificaron a Cristo; el Monasterio se construyó en el lugar fijado por la madre del emperador.

Continuamos la visita haciendo una parada en el Hotel Holiday Inn para ver la maqueta de la Jerusalén de los tiempos de Jesucristo. Camino del hotel cruzamos el barrio de Mea She’arim, habitado por judíos ultraortodoxos. Era Viernes Santo y Día de la Pascua Judía. Observamos un gran actividad en las calles: había cantidad de bidones metálicos ardiendo mientras que los hombres vestidos de negro y las patillas en forma de tirabuzón, arrojaban a las llamas revistas, libros y otros objetos.
- Durante la Pascua Judía –indicó Saúl-, en casa no puede haber objetos impuros ni puede utilizarse nada que haya podido tener contacto con pan con levadura. Por eso en las casas judías hay una cubertería que sólo se usa durante la pascua y se queman todos los objetos que resulten impuros.
- Pero, supongamos que un judío tiene un cuadro de gran valor en el que aparece una mujer desnuda, ¿lo quemaría? –era el Químico de Sarriá-.
- El judío tiene una solución para cada caso. Si se diese esa circunstancia, el judío, bajo contrato, vendería el cuadro a un vecino árabe y se lo compraría por el mismo precio una vez pasada la Pascua.
- ¡Hombre –intervine-, eso es engañar a Dios!
- Es cuestión de interpretación. El judío cumple la Torá. Tampoco puede tocar a una mujer durante la pascua y se solventa con una sábana agujereada


La maqueta del Holiday Inn se anuncia en las guías como la del Segundo Templo pero corresponde a Jerusalén entera. El Templo domina la construcción junto con la Torre Antonia adosada en la parte norte, cerca del muro occidental. Desde la torre parte una primera muralla que rodea un barrio en desnivel y vuelve hacia la parte sur del muro occidental. Una segunda muralla, de la que forma parte el muro oriental del Templo, rodea toda la ciudad que, entre murallas, es típicamente de construcción romana. Junto a la puerta más occidental de la primera muralla se eleva un pequeño promontorio muy escarpado que se identifica como el Monte Calvario. En nada se parece a la idea que uno se hizo de pequeño al escuchar las historias de la Pasión, ni al monte que nos presentan las películas sobre el mismo tema, ni siquiera a los lienzos que nos han legado los pintores de temas religiosos. Es, quizás, la primera de las muchas cosas chocantes que íbamos a presenciar en Jerusalén.

Y de suplicio a suplicio. Desde la maqueta de la Jerusalén de las crucifixiones nos trasladamos al Monte Herzl en cuya base se encuentra el Memorial Yad Vashem o Museo del Holocausto. En un espacio extenso, el museo se aleja de toda concepción deprimente y está formado por varios edificios y jardines donde se erigen monumentos, en su mayoría alegóricos. El Paseo de los Justos está dedicado a las personas que de algún modo ayudaron a los judíos durante la represión nazi; un árbol rememora a cada una de estas personas y una placa recuerda su nombre. Junto a la placa los visitantes dejan su piedra testimonial. Seguramente por la proximidad del estreno de la película que lo recuerda, el árbol plantado en honor de Oscar Schlinder aparecía con gran cantidad de piedras.
Aparte de los testimonios fotográficos y alguno de los instrumentos de tortura utilizados en los campos de exterminio, impresiona el edificio dedicado a los niños judíos que fueron víctimas de este holocausto del siglo XX. Se entra en una sala oscura, débilmente iluminada por lo que parecen miles de velas que se reproducen hasta el infinito, mientras la voz de un locutor va nombrando a cada uno de los niños que perdieron su vida en el evento.
En la cumbre del monte se alzan monumentos en honor de personas o hechos del siglo XX que han ayudado a cambiar el mundo. Entre ellos, la tumba de Teodor Herzl, padre del sionismo, y de otros políticos de relevancia como Levi Eshkol o Golda Meir.

La mañana no dio para más. Emprendimos el camino de Belén y paramos a comer en un kibutz cerca de la tumba de Raquel. Ya lo habíamos observado en los días precedentes pero allí pudimos ver cómo estaban marcados los límites que señalaban un alejamiento de 400 pasos del centro urbano. Según Saúl, durante el Sabat un judío no debe andar más de 800 pasos por lo que, cuando el paseante encontraba las marcas, sabía que había caminado la mitad de lo permitido y debía volver al pueblo (Señalo 400 pasos porque es lo que me suena. No juraría sobre la Biblia que fuera ése el número real).

Belén sería una típica ciudad árabe si no fuera por los campanarios de las iglesias, que compiten con los minaretes islámicos. La población es árabe en su mayoría, aunque la religión predominante sea la cristiana. La ciudad en sí tiene poco que ver o, más bien, la vimos poco ya que Saúl y David (el chófer) tenían prisa por llegar a casa y celebrar su Pascua. Paramos en una plaza grande donde reinaba la algarabía de vendedores de recuerdos y fetiches, básicamente cristianos.

En una lado de la plaza se yergue la Basílica de la Natividad, mandada construir por Constantino. Llama la atención su diminuta puerta principal, tanto que hay que agacharse para pasar. Es debido a que los árabes entraban a saco en la Basílica, incluso montados en sus caballos, y con esta estratagema frenaban la entrada de los agresores dando tiempo a los cristianos para escapar a la vez que impedían la profanación del templo ante la dificultad de acceso a las cabalgaduras.

Los de este lado de Europa consideramos o nos parece que el cristiano normal es el católico, mientras que los protestantes u ortodoxos están menos reconocidos. Y así debe ser en cuanto a número de practicantes (debido, sobre todo, a Iberoamérica) pero en los Santos Lugares priman los ortodoxos, incluso coptos y armenios andan por delante de los católicos.
Antes de iniciar el viaje me había documentado un poco para prepararme sobre lo que allí me podía encontrar y sabía, por ejemplo, que la Iglesia Ortodoxa Copta era uno de los grupos en los que se disgregó el cristianismo en el Concilio de Calcedonia, concilio que discutió la naturaleza divina y humana de Jesús. Los coptos formaron la rama monofisista que defendía que Jesús tenía una única naturaleza, la divina. Otro de los grupos escindidos fue la Iglesia Ortodoxa Armenia, que también defendió el monofisismo, aunque ambas ramas escindidas siguieron caminos diferentes, siendo los coptos quienes se mantuvieron más cerca de las formas originales del cristianismo. El grupo más numeroso defendió la doble e indivisible naturaleza, divina y humana, de Jesús. Los seguidores de Nestorio se adhirieron a la idea de dos naturalezas distintas y separadas, tal que María era Madre de Cristo pero en modo alguno Madre de Dios. Los nestorianos acabaron el concilio con el sambenito de herejes.
El siguiente cisma cristiano se produjo a mediados del siglo XI y, aunque los motivos oficiales fueron dogmáticos, se debió únicamente a una lucha por el poder entre el Papa de Roma, León IX, y el Patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario. La excusa fue la imposición (intento) romana del Credo de Nicea reformado por el Concilio de Toledo, con lo que el Espíritu Santo pasó de proceder del Padre a través del Hijo a proceder del Padre Y del Hijo (término filioque): Credo in Spititu Sancto qui ex Patre Filioque procedit.
El último cisma, el de los protestantes, es de sobras conocido.
Lo que nadie me supo explicar es por qué tenía tan poca presencia la Iglesia Católica. Si los Santos Lugares fueron reconocidos por Santa Elena, es lógico que fuera de corte griego (bizantino) la colonización espiritual subsiguiente, pero las cruzadas, bendecidas por la Iglesia Romana, fueron posteriores al Cisma de Oriente y, sin embargo, parece ser que respetaron el status quo.

Lo dicho. La Basílica de la Natividad es un templo formado por una nave central y cuatro pasillos. La mayor parte del templo y el Altar de la Natividad están administrados por la Iglesia Ortodoxa Griega, el crucero norte pertenece a la Iglesia Ortodoxa Armenia y la Gruta del Pesebre y la estrella que señala el lugar de nacimiento de Jesús son propiedad de la Iglesia Católica. El suelo está protegido por un entarimado y nos quedamos sir ver el original del siglo IV, si bien, el guía nos dijo que era de estilo romano. A la izquierda del altar, desde el punto de vista de los fieles, unas escaleras conducen a la gruta (de nuevo una gruta) donde nació Jesús.

Una estrella de plata con un agujero en medio indica el lugar exacto del nacimiento. Una capilla lateral, en otra gruta, ocupa el lugar donde habría estado el pesebre. Nos sorprendió que la gente se arrodillaba junto a la estrella y metía la mano en el agujero central. Fijándonos bien observamos que llevaban en la mano un rosario que restregaban sobre la piedra para, supongo, impregnarlo de la esencia de Jesús niño.
Continuamos por una serie de galerías subterráneas, donde se supone que San Jerónimo vivió mientras traducía la Biblia al latín (Vulgata). Salimos junto al claustro de la Iglesia Franciscana de Santa Catalina. Desde allí, cada año, se trasmite la misa del gallo al mundo entero.

Cuando salimos al exterior, Quiosquera quiso buscar una farmacia para comprarse algo con que tratar el constipado que llevaba a cuestas. Saúl habló con un chaval árabe que vendía belenes de madera y le hizo el recado. No tenemos ni idea de la fórmula de las pastillas que trajo pero debían estar bendecidas: cortó en seco el constipado de Quiosquera y estuvo un par de años sin pillar otro.


A las 5 de la tarde el autocar nos dejaba en las murallas de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Entramos por la Puerta de Jaffa y enfilamos la calle de David sin rumbo fijo. A pesar de ser viernes (día de descanso semanal para los musulmanes), la mayoría de comercios estaban abiertos. La calle de David y su continuación, la calle de la Cadena, son típicamente árabes: estrechas, con comercios a ambos lados, y preparadas con ligeras pendientes para que los carros y bestias puedan sortear los escalones que salvan el desnivel. Jerusalén Este está dividido en cuatro barrios: cristiano, musulmán, armenio y judío. Al norte de las calles de David y la Cadena se extienden los barrios cristiano y musulmán, quedando al sur los barrios armenio y judío. La calle que va desde la Puerta de Damasco hasta la Puerta de Sión deja, más o menos, al oeste los barrios cristiano y armenio y al este el barrio musulmán y el barrio judío. Justo donde se cruzan ambas arterias, dos parejas de soldados israelitas montan guardia. Aparentemente, cada pareja charla despreocupadamente pero si se observa con detenimiento se los ve con las escopetas montadas, el dedo junto al gatillo y la vista fija y pendiente de lo que ocurre detrás del compañero.

Cuando casi se nos acababa la calle de la Cadena giramos a la derecha y fuimos a darnos de bruces con un control militar israelí. No era cuestión de retroceder y pasamos por el aparato detector de metales. Mis ejes hicieron saltar la alarma y el soldado (había dos: un soldado y una soldada) me manoseó hasta dar con el aparato metálico. Una vez pasamos el control vimos el porqué del mismo: acabábamos de entrar en la explanada donde se levanta el Muro de las Lamentaciones.

Una valla de poca altura separa la explanada en sí de la parte dedicada a la oración, más próxima al Muro. Este espacio está dividido a su vez, por otra valla más alta, en dos espacios desiguales: el de la izquierda (según se mira el Muro), mas grande, donde rezan los hombres; el de la derecha, más chiquito, donde rezan las mujeres. Además, por la parte izquierda se accede a unos túneles que pasan bajo el Muro y están destinados a biblioteca. No está permitido el acceso a las mujeres ya que éstas no pueden leer directamente los libros sagrados. La valla tiene una abertura que permite acceder al recinto sagrado; junto a la puerta hay unos contenedores llenos de cucuruchos de cartón (kipá) para que el visitante se cubra la cabeza ya que a pelo está prohibido acceder. Dalr y yo nos pusimos nuestros correspondientes kipás y nos adentramos en el recinto; quiero decir que nos metimos en los túneles bajo muralla y anduvimos revolviendo en los libros, sagrados o no, que llenaban sus paredes. Nunca había tenido un libro con escritura semita en mis manos y tenía curiosidad por ver su distribución. Tal como de esperar, un libro hebreo empieza por el final; lo que para nosotros es la contraportada, constituye la portada de los libros escritos en árabe o, como en nuestro caso, en hebreo. Por ende, las páginas se pasan de izquierda a derecha.

Abandonamos el Muro de los Lamentos casi por donde habíamos venido. Cara norte de la explanada pero más al este. Transitamos por unas calles subterráneas y fuimos a salir a la Vía Dolorosa, junto a un chiringuito donde vendían zumo de naranja recién exprimido, vamos, zumo de naranja de verdad. Nos tomamos sendos vasos y encaminamos nuestros pasos hacia la Puerta de Jaffa, callejeando por el barrio musulmán. Llegando a la calle de la Cadena nos encontramos con Ángel y Mª Ángeles, compañeros de viaje procedentes de Extremadura, y acabamos entrando en un establecimiento árabe que vendía artículos turísticos, en especial “Belenes”. En Belén había comprado un minipesebre tallado en madera por 10 dólares. Los que el morito nos ofrecía eran en comparación como la cuadra entera: San José con su bastón, la Virgen María, el Buey, la Mula… ¡y el Niño! Un mozalbete de 11 o 12 años, muy repeinado con su raya a la izquierda y con pañales. El vendedor nos pedía 40 dólares por el suvenir. Ninguno teníamos intención de comprar pero después de todo un día pateando la ciudad estábamos cansados y nos venía bien un pequeño reposo. Saqué mi paquete de Ducados y di tabaco. El moro fumaba Winston. Le dije que aquello era lo que en España fumaban las mujeres; los machos fumábamos Ducados, Habanos y, si se tenían muchos güevos, Celtas cortos. Entendió lo de los güevos y agarró un Ducados. Cuando vi que movía la cabeza en señal de aprobación le ofrecí lo que quedaba del paquete y 15 dólares por el Belén. Se mostró ofendido e inició el regateo con Ángel que subió la oferta. Mientras, Dalr, Quiosquera y yo, desde el quicio de la puerta, nos dedicamos a observar las tiendas de los alrededores. No había diferencia entre árabes y judíos. Vestían igual, vendían las mismas cosas, se suministraban cambio los unos a los otros y parecía que entre ellos reinaba una buena vecindad. Una sola diferencia: en las tiendas de los árabes el lugar de honor lo ocupaba el retrato de un Arafat sonriente.
El regateo estaba estancado entre 25 y 30 dólares. Volví a sacar tabaco, elogié el valor mostrado por los palestinos durante la Intifada y cerramos el trato en 25 dólares. Mi amigo árabe hizo intención de envolver el Belén.
- ¡Para, yo quiero otro!
Se detuvo en seco.
- Guan, tuentifaif dólar –los palestinos también dominan el inglés-. Tú, fifty.
- Y una leche –le dije sonriendo-. Si dis (señalé a Ángel) paga tuentifaif, guay ai pago fifty?
- Nau. Yu –señala al extremeño- tuentifaif. Yu –me señala a mí- tuentifaif.
Se me estaba quedando la boca seca, así que repartí tabaco otra vez.
- ¡A ver si nos aclaramos! If guan tuentifaif, tu forty.
Veinte minutos más de discusión. La tarde caía y empezaba el Sabat; los judíos recogían sus paradas y tomaban el camino de casa para celebrar el Pesah. Nosotros también abreviamos: si no teníamos intención de comprar un pesebre lo mejor era no perder más tiempo en el regateo. El, ya mi amigo, moro se dio cuenta de que no había venta y cerró el trato en forty dólares. Me fijé en el segundo Niño. Era parecido al primero pero tenía medio metro de pescuezo; pedí que me lo cambiara por otro.
- No problem –y me enseñó otro que estaba mejor hecho pero era más feo que el que le había vendido al extremeño-.
Se fue a la trastienda y volvió con los belenes empaquetados. Uno de ellos estaba marcado con una X. Ángel fue a cogerlo y el palestino le indicó con una sonrisa que ese era el mío. Echamos otro cigarrillo mientras pagábamos y el morete me guiño un ojo al darme el cambio.

Cuando abrimos el paquete en el hotel comprobamos que nos había puesto el Niño más guapo. En el comedor encontramos a Ángel cabreado: su Niño era el del pescuezo de medio metro.