martes, agosto 23, 2011

Van Gogh


tapa.
8. f. Pequeña porción de algún alimento que se sirve como acompañamiento de una bebida.

Son varias las historias que se cuentan como origen del término tapa en su acepción de acompañamiento de una bebida, por lo general, alcohólica.

1.- En el siglo XIII, el físico de la corte recomendó que Alfonso X, el Sabio, tomase unos culillos de vino durante el día para mantener su buen tono y vigor. Como quiera que el rey notase los efectos del caldo, probó a tomar algún alimento que acompañase a la bebida y, en viendo que el tal alimento mitigaba los vapores del morapio, dictó una ley por la que declaraba obligatorio que en sus reinos se sirviese el vino con algo de comida.
2.- Llegado el Rey Católico a una taberna de la provincia de Cádiz, pidió un vaso de vino que le quitase el polvo de la garganta. Era tal la cantidad de moscas que habitaban el local, que el rey temió que alguna acabase nadando en su vaso y pidió algo para taparlo. El tabernero cortó una rodaja de salchichón y se la dio al rey: “Aquí tiene su tapa, majestad”.
3.- Cuando los tercios españoles imponían o trataban de imponer su ley a sangre y fuego por Europa, solían acompañar su cena con vino caliente para combatir el frío; y para que el vino conservase el calor, tapaban la jarra con la escudilla en la que les servían la comida. Vueltos a España, de permiso o licenciados, exigían tomar el vino con su correspondiente tapa.
4.- En época reciente, fue Alfonso XIII el protagonista de la última leyenda. También en la provincia de Cádiz, se detuvo el rey a tomarse un jerez en el Ventorrillo del Chato (no sé si el ventorrillo es igualmente responsable de que al vaso de vino se le llame chato) y, he aquí, que se levantó una ventolera y el mesonero tapó el vaso del rey con una loncha de jamón para evitar que el polvo estropease el vino. El rey apuró su jerez y se comió el jamón. Debió de parecerle bien la combinación ya que, una vez acabado, pidió otro vaso de jerez, también con tapa.

No es fácil que ninguna de las cuatro anécdotas referidas sea cierta. Mucho antes de que se tuviese noticia de los dos últimos Alfonsos, el XII y el XIII, Miguel de Cervantes y Francisco Quevedo ya habían hecho referencia en sus escritos a la costumbre de tomar el vino con algo de alimento. Tampoco es verosímil que Alfonso X legislara sobre la obligatoriedad de la tapa y, aunque simpática por la presencia de moscas en la taberna, no veo ni factible ni edificante que la primera tapa fuera de salchichón o salami por mucho de Fernando II de Aragón fuese el protagonista. Lo de la cena con vino caliente podría ser pero, como decía mi padre, los mejores trovaores fueron Jamonini y Vinini y no estaría bien romper la pareja, por lo menos en el momento de su fundación; aparte que, hasta 1970, el Diccionario de la Academia define tapa como andalucismo y en los tercios de Flandes había mercenarios de todas la razas conocidas. Sin embargo, para dar sentido al título, nos quedamos con esta última definición y la relacionamos con las tapas que hoy pueden degustarse en la comunidad andaluza, concretamente y como es mi caso, en Almería.
Los tercios que operaban en Flandes a las órdenes del Duque de Alba aprendieron a tomar su vino caliente y a mantener la temperatura tapando la jarra con la escudilla que contenía el escaso condumio. Al mismo tiempo, estos soldados adquirieron un porte insolente y chulesco (RAE. flamenco: chulo, insolente), no se sabe si aprendido de los naturales de Flandes o inherente a las tropas de ocupación. Nos inclinamos por la primera opción, conocida la altanería de Guillermo de Croy, Adriano de Utrech y la corte de flamencos que acompañaron a nuestro Carlos I cuando llegó a España para hacerse cargo de la Corona de Castilla. Dejando volar la imaginación, es fácil deducir que este porte llegara y sentase sus reales en Andalucía, bien a través de la corte establecida en Granada o de los soldados andaluces, martillo de herejes, que asolaron el territorio de las Diecisiete Provincias. Sea como fuere, Andalucía es hoy la sede, tanto del flamenco como de la tapa.


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En homenaje al origen de la tapa (sigo inventando), en Roquetas de Mar, justo en la confluencia de las calles Aranda de Duero y Arévalo (Parador de las Hortichuelas), hace unos años abrió sus puertas el Bar-Restaurante Van Gogh que, salvo el nombre, nada tiene que ver con el loco del pelo rojo. El Van Gogh no forma parte de ninguna ruta de tapas pero merece la pena desviarse de la ruta y degustar una caña de cerveza, un vaso de vino o un tinto de verano acompañado de su correspondiente bandejita de paella, una sartencilla con un huevo roto, una especial Van Gogh, un tabernero o un espeluznao. Tapa y bebida al precio de 1,70€. Si se renuncia a la tapa, la bebida sale al mismo precio, y si se renuncia a la bebida, la tapa sale a 1,50. Tapa gratis o bebida a 0,20. Elijan.

Por supuesto, la lista de tapas es mucho más amplia y el cliente elige qué tapa quiere y en qué orden. Por ejemplo, servidor, que con tres rondas se da por almorzado, puede tomar arroz a la cubana de primero, habitas con jamón de segundo y cazón a la vinagreta de tercero. Eso sí, el café se paga aparte.

viernes, agosto 19, 2011

Trinidad, vamos a acostarnos

El martes estuvimos merendando con la tita Flora y sus dos hijos mayores. Fue una tarde en que la conversación se centró sobre bananas, higos, duraznos y chumbos pero no faltaron referencias a mis fechorías infantiles, época en que lo más suave que me decía la familia era cafre o morisco. Un poco antes de despedirnos, mi primo Luís utilizó una frase que, seguramente, está sacada de un chiste o chascarrillo, lo cual no es óbice para que sea cierto que se haya pronunciado en ocasiones.

Con varias generaciones de agricultores a la espalda, mi padre era conservador, y no me refiero a sus ideales políticos, que, en aquella época, sólo se podía ser falangista (minoría dominante), comunista (minoría escondida u ocula) o borrego (mayoría silenciosa). Me refiero a que luchaba por conservar lo que tenía y no se excedía en gastos superfluos puesto que no sabíamos como acabaría esta temporada o la del año que viene. Sin embargo le atraía el progreso y no era de extrañar que, de vez en cuando, invirtiera en tecnología punta. Así fue como en 1953 ó 1954 apareció un día con una radio (un arradio, para ser exactos); si no fue el primer aparato del pueblo porque algún aspirante a cacique ya lo tuviera, seguro que fue el segundo. Era un Philips de casi 30” al que hubo que habilitar una mesa para ubicarlo entre la máquina de coser, la despensa y la mesa de despacho de mi padre (la estancia también podía utilizarse como comedor, sala de estar, cuarto de la plancha y buhardilla para juegos infantiles).
Del arradio me llamaron la atención dos cosas: la caja de cartón que lo contenía y que llevaba dibujado un fulano diciendo “No me maltrate, póngame siempre de pie”, y un ojo de cristal situado en la parte derecha del panel frontal, que tenía que ponerse verde antes de que las emisoras pudieran oírse. Aprendí otras cosas. Por ejemplo, que la electricidad que llegaba a casa no era suficiente para que funcionase el arradio y necesitábamos un elevador; era un aparato con dos cables: uno había que enchufarlo siempre en el mismo agujero, y con el otro se iba probando en los agujeros restantes hasta que la aguja marcaba 125. Eso eran los voltios, algo así como la fuerza de la luz; si la aguja no llegaba a 125, el arradio no se oía o se oía mal, y si pasaba de 125, el arradio se quemaba.
A pesar de que nosotros vivíamos en una de las últimas casas del pueblo, tirando para Huarea, todas las noches venían unos cuantos vecinos a oír el parte de las 10. Y el día que hablaba Juanón… el día que hablaba Juanón no cabía la gente en el patio de butacas y mi padre tenía que subir la voz (todavía no conocíamos la palabra volumen en su acepción de intensidad del sonido) para que lo escucharan quienes se habían quedado sin entrada. Juanón era como Elena Francis en ecológico. Quiero decir que representaba al campesino paleto, realista y sensato que, en su incultura, iba apuntando medidas técnicas para aplicar en el campo español. Y los radioescuchas se quedaban embobados cuando Juanon le cantaba las cuarenta al ministro de agricultura:
- ¡Ho, éste si que no tiene pelos en la lengua!

Tuvieron que pasar 10 u 11 años hasta que la televisión llegó al pueblo. Un buen día apareció un tío con una furgoneta y le endosó un televisor a cada uno de los tres bares que teníamos. Les endosó el televisor, les instaló la antena en el terrado y enchufó los cables necesarios para que el aparato emitiese imagen y sonido. De vez en cuando había que trastear los botones para estabilizar la imagen o pegarle un puñetazo al aparato en su parte superior para conseguirlo pero la gente estaba contenta porque habíamos vuelto a coger el tren del progreso. Además, el mismo comercial consiguió que otras cuatro familias tirasen la cosecha por la ventana y colocasen sus casas en la cresta de la civilización.

Esta vez mi padre no estuvo por la faena y nos quedamos sin “el cine en casa”.
- Antonio, ¿cómo es que no has puesto la televisión? –preguntaban algunos vecinos-.
- Porque mientras estás viendo la televisión no puedes hacer otra cosa. Yo, en realidad, estoy esperando que salga la radio en color.
Y se quedaba tan pancho.
La explicación que daba a mi madre era otra.
- Pondremos la televisión cuando todo el mundo tenga. Ahora se nos llenaría la casa de gente y estaríamos delante del aparato hasta que saliera la peseta.
(Recordemos que en 1964 TVE dejaba de emitir durante la madrugada y que, cada noche, se despedía interpretando el Himno Nacional con la imagen del Caudillo sobreimpresionada en el escudo de España).
Y así era. La mayoría veíamos la tele en el bar, que asaltábamos como si fuese el patio de butacas de un cine, si bien, los más comodones y las mujeres (no estaba bien visto que las solteras, sobre todo, frecuentasen las tabernas) se buscaban un hueco en las casas de las cuatro familias que habían osado instalar el aparato. Garibaldi era uno de los ingenuos que tenía invitados cada noche: unas veces porque hacían película, otras porque pasaban un episodio del Fugitivo y otras porque emitían Noche del Sábado o Gran Parada. La cuestión era que noche tras noche venía a tomar el fresco en nuestra puerta y se quejaba de la mala inversión que había hecho.
- Es que tengo la casa llena de gente y no se mueve nadie hasta que sale la carta de ajuste.

Se cuenta que una noche, ya cabreado, se levantó de la silla y se dirigió a su mujer.
- Trinidad, vamos a acostarnos que está gente querrá irse.
Ni por esas. Nadie se dio por aludido y aguantó hasta que salió la peseta.

martes, agosto 16, 2011

Dirección prohibida

Creo que era por Semana Santa cuando los graciosos del pueblo decoraban las paredes de los vecinos con una frase, por lo general insultante, que resaltaba algún vicio o defecto del propietario de la pared. Recuerdo una especial ocasión en la que el aludido montó en cólera, no conforme, se supone, con el romancillo que le habían asignado: “Chaqueteros, lameculos, que con las bodas coméis”.
No entendí totalmente el cabreo, dado que el interfecto se dedicaba a la venta de objetos de oro y una boda era una buena ocasión para aumentar las ventas. Claro que, por otra parte, no había boda en la que la familia no apareciera entre los invitados.

Últimamente estoy como mi vecino de antaño… de boda en boda y tiro porque está de moda. En dos fines de semana, dos bodas; la de este sábado, en Granada. Además ha sido la primera vez que he visto oficiar a un alcalde. No sé si todas las bodas civiles son iguales o si cada alcalde o concejal monta su propio chou, que es lo que yo creo, pero este alcalde (no era el titular de Granada sino de un pueblecillo cercano) ha montado un pequeño espectáculo bastante agradable que, en cuestión de simpatía, echa por tierra el tópico de la malafollá granaína. Por lo demás, el rito del matrimonio civil tiende a emular el rito litúrgico. Sin cura, eso sí, y con la libertad que da el que cada oficiante pueda escribir él mismo el texto de su espectáculo.

Hace justo un año estuve en Granada. Bueno, pasé por Granada camino del aeropuerto donde tenía que recoger a Dalr. Uno de los agentes electrónicos del señor alcalde me recetó una sanción, foto incluida, por utilizar el carril bus de la Gran Vía en las circunstancias descritas en Sierra… ¿Nevada o Morena? Recurrí la sanción, me denegaron el recurso, pagué los 90€ que de no haber recurrido se hubieran quedado en 45, investigué en Internet y encontré miles de conductores quejándose del procedimiento recaudatorio del Ayuntamiento de Granada al que definían como el último reducto de la mangancia andalusí. Con los datos recabados hice un pequeño informe y se lo envié al alcalde en la convicción de que no iba a servir para nada. Hasta Quiosquera, que trabaja en la administración, me lo dijo.
- No sé para que pierdes el tiempo si sabes que no te harán caso.
- Ya lo sé, pero disfruto haciéndolo sobre todo si puedo llamarles “malas personas” en lenguaje fino.
- ¿Y qué? ¿Te has quedado a gusto?

Esquema de la señal propuesta

¡Y tanto que me quedé a gusto! Hasta le dibujé al alcalde la señal que faltaba para evitar que los incautos contribuyesen al presupuesto municipal con pagos no deseados.

La boda se celebró en las afueras de Granada y procuré que mis gastos no beneficiaran a los súbditos del señor alcalde. Me encantó ver cómo los autocares que recogían en los hoteles a los invitados estacionaban en el carril bus-taxi de la Avenida de la Constitución y daban por saco impunemente a los autobuses del transporte municipal y a los taxis. El señor alcalde sabe que a los turistas que se alojan en estos hoteles no se les puede tocar mucho las narices ya que, entre los que viajan, el boca a boca es la mejor publicidad y Granada no puede permitirse el lujo de menguar el número de visitantes. Así que lo mejor es hacer la vista gorda en estos casos.
Antes de emprender el viaje de regreso quise enseñarle a Dalr cómo usa el ayuntamiento las señales de tráfico y me acerqué hasta el Triunfo. ¡Sorpresa! Donde el año pasado sólo había confusas señales de aviso, este año el señor alcalde ha hecho instalar la señal que faltaba: una dirección prohibida casi del tamaño del edificio de la Normal o la fuente de colores.

Esquema de la señal colocada por el ayuntamiento

Primero pensé que en las elecciones municipales se había producido alternancia en la alcaldía. No. D. José Torres Hurtado es alcalde de Granada desde 2003. Entonces es que el consistorio se ha dado cuenta de que, como yo los informé, las señales que jalonan el acceso a la Gran Vía de Colón desde la Avenida de la Constitución inducían a engaño; en este caso, el Ayuntamiento de Granada debería devolverme mis 90€; a mí y a todos los ingenuos que están en mi caso. Y si, además, mi denuncia ha valido para que se ponga fin a una situación que ocasionaba injusticias, no estaría de más que se me hubiese concedido una gratificación (de dar las gracias) por los servicios prestados. Aunque dice Quiosquera que no, que lo normal en estos casos es conceder un porcentaje sobre el incremento de beneficios y, si no hubiese olvidado las matemáticas que sabía, me daría cuenta que la medida iba a originar una bajada en la recaudación. Y que de un porcentaje aplicado sobre una cantidad negativa se deriva una comisión igualmente negativa. Es decir, me tocaría pagar el diferencial.
Mejor dejar las cosas como están.

Y gracias, señor alcalde, por solucionar estos pequeños detalles que pueden hacer que la visita a una ciudad de embrujo se convierta en pesadilla.

jueves, agosto 11, 2011

La peseta del sello

Si no recuerdo mal, fue Lavoisier quien enunció la Ley de Conservación de la Materia, la cual, a los menos entendidos en física, nos ha llegado formulada como “La materia ni se crea ni se destruye; únicamente se transforma”. No se puede decir lo mismo de las familias. La familia se crea, a veces se destruye y, con el tiempo, siempre acaba disgregándose en grupúsculos que dan inicio a un nuevo ciclo.
Mi abuelo Antonio creó una familia. Una vasta familia aunque necesitara para ello de tres esposas. ¡Ojo! Ni era musulmán ni macho ibérico. Las tres esposas se sucedieron una a otra respetando las leyes de Dios y de los hombres: quiero decir que cada una de ellas esperó pacientemente a que su predecesora pasara a mejor vida.
De la primera generación ya quedan menos de la mitad de sus miembros y, si bien físicamente se encuentran en condiciones, su edad no apunta hacia un futuro muy productivo (familiarmente, se entiende); entre los tres suman casi 260 años.
De la segunda generación estamos todos, excepción hecha del primo Cristobicas que no llegó al parvulario. Los hay con el pelo blanco, los hay sin pelo, los hay melenudos e, incluso, hay alguno al que nunca he visto el pelo (efectos de la disgregación, que no mantiene el contacto familiar más allá de los primos hermanos). La mayoría todavía damos el pego y hemos hecho bien nuestro trabajo (yo, algo menos) para que los descendientes del abuelo se perpetúen.
No se puede seguir hablando de lazos de sangre sin pasar la vergüenza de reconocer que, a partir de la tercera generación, apenas conozco a mi familia. Somos muchos, es verdad; estamos dispersos por media España y parte del extranjero, es verdad; pero también es verdad que no nos hemos esforzado mucho para acercar las distancias. La semana pasada se casó la hija de mi primo Antoñico, el del Cortijo, y no sólo la conocí a ella ese día; también conocí a su hermano y a un montón de primillos y primillas a los que no veía desde que eran muy pequeños o, simplemente, no había visto nunca.

Cuando uno se encuentra con miembros de la familia ya disgregados, se ablanda y, como casi no tenemos cosas comunes en la actualidad, echamos mano a recuerdos del pasado. Este día sacamos bastantes a la luz y de todos ellos teníamos una visión parecida. Sin embargo, mi hermana María rememoró una anécdota que yo creí aclarada. Sucedió en 1960. Mi primo Manolico, el del Cortijo (hermano de mi primo Antoñico), emigró hacia playa y se vino a casa de mis abuelos para preparar el bachiller. El maestro de mi pueblo no estaba para esas guerras e íbamos a dar clase con el maestro de La Rábita, pueblo situado a un kilómetro y pico hacia el oeste; mi primo estudiaba el primer curso y yo estaba por aprobar el ingreso. Formamos pareja; ni él vivía en casa de mis abuelos ni yo vivía en mi casa: cambiábamos de pensión cada día. Y cada mañana nos íbamos a clase juntos.
Lo he dicho muchas veces: mi pueblo, por o tener, no tenía ni estanco ni oficina de correos ni teléfono ni nada que oliera a civilización. Hablando de correos, las cartas llegaban a través de Juanico el Cartero, titular del citado pueblo vecino y, por casualidad, pariente de mi abuelo. Juanico repartía la correspondencia a la hora de la siesta; no porque tuviera manía a quienes descabezaban un sueño a mediodía sino porque la Alsina Graells Granada-Berja, que era la que traía las sacas de la correspondencia, pasaba sobre la una y primero tocaba el reparto en La Rábita. Juanico aprovechaba el viaje y recogía las cartas que le entregaban para enviar, pero si alguien tenía necesidad de echar una carta al correo y no lo veía pasar, no le quedaba otro remedio que darse un largo paseo para depositar su carta en el buzón.

Una mañana mi padre nos dio una carta con el encargo de echarla al correo. También nos dio la peseta para que le pusiéramos el sello correspondiente. No sé qué pasaría pero lo cierto es que aquella carta no llegó a destino y mi padre nos preguntó si no se nos habría olvidado echarla.
- A la hora del recreo fuimos al estanco de Juan Valverde (no había otro), compramos el sello y echamos la carta en el buzón.
Tampoco sé si en broma o en serio mi padre sentenció:
- Seguramente que éstos se han gastado la peseta y han roto la carta.
Y así fue como quedó la historia. Lo cierto es que mi primo y yo no pusimos ningún empeño en rebatir la historia: al fin y al cabo siempre cargábamos con las culpas y, lo reconozco, la mayoría de veces con razón. Sin embargo, cuando mi hermana María dijo:
- ¿Os acordáis cuando os mandaron a echar una carta y os gastasteis la peseta?

¡Coño, no! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ya sé que el delito prescribió hace tiempo y que me hace gracia recordar las trapalias de ni niñez pero, hombre, una vez que hice una cosa bien, también me gusta que se me reconozca.
- ¡Que no! Que en el recreo de las 11 fuimos al estanco de Juan Valverde (también pariente de mi abuelo), compramos el sello, lo pegamos en el sobre y fuimos a casa de Juan Linares a echar la carta en el buzón. El resto es leyenda.
- ¿Ah, sí? Pues estaba convencida que os habíais gastado la peseta.

Espero que las cosas hayan quedado claras, aunque no confío mucho en que me crean ni siquiera ahora que tengo edad para pasar por persona seria. Es cuestión de fama o “prestigio”.