viernes, marzo 02, 2018

De lechugas y otras yerbas



Sigo a dieta verde; a dieta verde y escasa.
Mi desayuno, que es la comida más normal del día, se compone de una naranja, dos tostadas con un chorreoncito de aceite y un café con sacarina; en el almuerzo y cena puedo comer lechuga y vinagre sin límite (otro chorreoncito de aceite) y proteínas: 100 gr. de carne o pescado en crudo o 40 de legumbres en seco; de postre, fruta al mediodía y yogurt a la noche. Y si me he portado bien, una onza de chocolate un ratillo antes de acostarme. ¡Ah!, para merendar puedo elegir entre cuatro nueces u ocho almendras (sin cáscara). Por el camino he dejado 12 ó 13 kilos. Y sin pasar hambre… que para eso están las lechugas. Reconozco sufrir una cierta debilidad en las articulaciones,  que compenso con el excipiente de un montón de pastillas que tomo y que curar, no curan, pero evitan que otros elementos me maten.
Hablando de comer… Me parece que hace tiempo conté una de mis anecdotillas culinarias. No obstante, como viene al pelo, la repito.

Llevaba una temporada en que una muela del juicio me venía amargando la existencia: la puñetera no acababa de salir y cuando daba un tironcillo (eso ocurría cada dos o tres meses) se me hinchaba la encía, y todo el carrillo se me llenaba de pus. Pasé mucho tiempo a base de Omnamicina un millón; lo del millón debería ser por el número de agujeros en el culo que cada vez tenían que hacerme para que me hiciera efecto. Desde que empezaba a pincharme, hasta que la medicina obraba, pasaban cuatro o cinco días. Y los analgésicos me duraban un rato. Recuerdo una madrugada que, a pesar de dolor, me quedé dormido y desperté de repente sobresaltado y sin saber qué me despertó, hasta que caí en la cuenta de que la muela ya no me dolía; se me acababa de reventar la encía y, al cesar la presión del pus, había dejado de dolerme. Tiene narices que el bienestar me despertara.-
En otra ocasión, y a eso iba, no dormí en toda la noche y aquel día no fui a trabajar; cuando regresó Quiosquera por la tarde, debió verme alteradillo:
- ¿Qué te parece si vamos a urgencias a que te vean esa muela? –me dijo-.
La verdad es que eso de “urgencias” a mí me suena a cuando está uno a punto de espicharla; no era esa la situación. De todos modos no debería verlo yo muy claro cuando contesté:
- Bueno.
El médico que me atendió me dijo que era necesario ingresarme. Levantó el teléfono.
- Necesito una cama en la planta siete… me da igual que no haya, ponéis una en el pasillo.
- Oiga –intervine-, yo me voy a mi casa y mañana vuelvo a primera hora.
- ¡Ni hablar! En su situación no puedo dejarlo ir bajo mi responsabilidad. Con la infección que tiene le da un vitango esta noche y la tengo yo liada.
Hube de esperar un buen rato antes de que me encontrasen cama. Me enchufaron un gota a gota, me trajeron un yogur y apagaron la luz. No sé qué me metieron en la vena, pero aquella misma noche me reventó el flemón. A pesar de todo apenas podía abrir la boca un par de milímetros: me asignaron dieta blanda, es decir, chupaíllo. Estábamos en una habitación de seis y se me iban los ojos detrás de los platos que les servían a los demás, mientras yo sorbía una sopa o aspiraba un puré.
El jueves por la mañana se produjeron dos sucesos: me quitaron el gota a gota e ingresaron a otro paciente, al cual pusieron en la cama de al lado. A mí me costaba hablar pero haciendo un esfuerzo logré preguntarle qué le pasaba.
- Una tontería. Tengo una muela picada y como soy hemofílico me han de preparar para que no se produzca una hemorragia.

Como he dicho, era jueves, y los jueves en España se come paella. Debe venir esto de cuando aún no habíamos implantado la semana inglesa y el descanso se hacía el jueves por la tarde en lugar del sábado. Lo cierto es que, cuando llegó el carrillo de la comida, había cinco paellas y un puré. No creo que la cocina de la Residencia del Valle Hebrón sea de 5 tenedores, pero después de casi una semana de caldillos y papas espachurrás, aquel arroz olía a gloria bendita. Mi vecino hemofílico había ido a cambiar el agua al canario. La señora del carrillo empezó a repartir platos de paella y, cuando llego a la cama vacía, dudó. Agarró la bandeja del puré, me miró, le sonreí, dio media vuelta y se la enchufó al ausente. A mí me puso la paella. Sabía que aquello podía ser una equivocación, así que agarré el tenedor y ataqué; los granos de arroz apenas cabían por el escaso hueco que quedaba entre mis dientes y tuve que aspirar con fuerza. Comprobé que de pulmones andaba fuerte ya que el chorro de aire hizo que pudiera absorber la mayoría de los granos. A los que no pasaban los ayudé empujando con los dedos.
Cuando el hemofílico llegó, yo me había zampado la paella (no recuerdo que quedara ni un grano) y me estaba peleando con un cachillo de carne de borrego. Al buen hombre debían gustarle los purés como a mí; llamó a la enfermera.
- Señora, me han puesto puré y a los demás paella.
Intenté disimular. La señora debió entender qué había pasado, aunque no dio su brazo a torcer; cogió una hoja metida en un plástico y leyó:
- Aquí dice dieta blanda –y pilló la puerta.

Por entonces yo no acostumbraba a echar la siesta, pero aquella tarde dormí como un bendito. Y con la sonrisilla inocente de quién nunca ha roto un plato (o se lo ha comido).
¡Ah! Por la noche me dieron dieta blanda.