viernes, febrero 13, 2015

El tito Manolo

Acabo de acordarme de que, cuando empecé a escribir la serie “Hacer las Américas”, tenía el propósito de añadir la bibliografía, o sea, alguna de las personas que me habían contado anécdotas sobre mi abuelo. He cumplido lo previsto; lo cierto es que sólo me he referido a quienes más entusiasmo han puesto en transmitirme lo que mi abuelo tenía de trabajador y negociante. Hay más.
Lo que me ha sorprendido es que he escrito Juan Manuel para referirme al tito Manolo, último de los hermanos de mi padre. En realidad, mi tío Manolo nació un 1 de enero, pero su partida de nacimiento dice que vio la luz el 31 de diciembre del año anterior, es decir, su nacimiento fue registrado un día antes de que sucediera. No sé concretamente qué sucedió, pero siempre me han contado que, dado que un alto porcentaje de niños moría a las pocas horas de nacer, estaba estipulado que los niños no fueran registrados hasta pasadas, al menos, 48 horas de su nacimiento. El 2 de enero mi abuelo tuvo que ir a Albuñol, capital del municipio y domicilio del registro, y no era cuestión de volver a patearse otros 14 km (7 rambla arriba y otros 7 rambla abajo) al día siguiente por el simple capricho de esperar las 48 horas reglamentarias. Así que mi abuelo fue al registro y declaró que el niño había nacido 24 horas antes. Por eso, quizás, el tito Manolo fue siempre un adelantado: era de una quinta mayor que su edad real.

No era este, sin embargo, el objeto del post; lo que yo quería era escribir sobre el nombre de mi tío. Obviamente, el tito Manolo se llamó siempre Manolo; para la familia y para los amigos. Quizás para alguien se llamara Manuel. No lo creo. Hasta en el seminario de Andújar lo llamaron el “Tito” durante el tiempo que allí permaneció interno. Aunque eso es una historia diferente.
Que mi tito Manolo no se llamaba Manolo, o no todo lo Manolo que yo creía, tardé varios años en enterarme; precisamente el día de su boda. Se casó, creo, un 7 de enero. Estoy casi seguro porque mi hermana María empezaba el trimestre al día siguiente; estaba interna en un colegio de Granada y mi padre debía llevarla precisamente aquel día; ni mi hermana ni mi padre podían asistir a la boda. Pero el tito Manolo dio la solución: se iban de viaje novios y empezaban el recorrido por Granada; empezaban el recorrido o pasaban allí la luna de miel, de eso no me acuerdo. La cuestión es que mi hermana María se fue de viaje de novios con mis tíos.
Lo de las ceremonias religiosas no era mi entretenimiento preferido, así que no me enteré del nombre con el que D. Francisco Ortega, el cura, se dirigió a mi tío para preguntarle que si quería por esposa a mi tía María. Fue durante el convite, en la casa de Antonio Rivas, el padre de la novia, donde D. Francisco se dirigió a mi abuelo:
Y Juan, ¿a qué se dedica?
_ ¿Juan, qué Juan?
_ El novio.
_ ¡Ah, no! –respondió mi abuelo-. El novio de llama Manolo. Bueno, en realidad, lo bautizamos como Juan Manuel, pero siempre le hemos dicho Manolo.

Eso de poner un nombre y llamarlo por otro es bastante habitual en mi familia.

sábado, febrero 07, 2015

Hacer las Américas (y IV)

Mi abuelo Antonio

Durante la guerra civil, la vida de la familia alternó la playa y la sierra. Vida sana a poco más de 30 km de las trincheras de Calahonda. La panadería siguió funcionando gestionada por el hermano de mi abuelo y mi padre ejerció de panadero a las órdenes de su tío; no era de extrañar que, a menudo, llegara un camión de milicianos a cargar pan para los soldados del frente. La época de la siega, la trilla y las almendras la pasaba en el Cortijo Merino (creo), cercano a Turón. El final de la contienda lo pilló recuperándose de una “broncolumonia” (bronconeumonía) que lo tuvo al borde de la muerte.
Mi abuelo recuperó sus tierras y reemprendió su vida de negociante: junto a la panadería levantó un molino, y en el empalme de Albuñol montó una alhóndiga (subasta de hortalizas). No sé si los dos negocios se iniciaron conjuntamente o primero fue el molino y después la alhóndiga; no iban a coexistir mucho tiempo.

Eran tiempos difíciles. Los agricultores que se dedicaban al cultivo de trigo o maíz tenían que declarar el monto de su cosecha al gobierno, el cual procedía a su requisa y el agricultor entraba en la escala de racionamiento como todo el mundo. No siempre era así; a veces sólo se requisaban los excedentes, teniendo los molineros la obligación de denunciar a quienes llevasen a moler más cantidad de la permitida. Por otra parte, el agricultor no disponía de dinero y pagaba la molienda cediendo al molinero una parte del producto (maquila), ya fuera en grano o en harina. Aunque era un método muy usado y legal, no he encontrado (tampoco perdí mucho tiempo buscando) si estaba regulado o si cada molinero establecía su cuota particular. La cuestión era que la mayoría de los agricultores pagaban a mi abuelo con la maquila; por eso, y porque mi abuelo escondía en sus almacenes los excedentes de producción de los agricultores amigos, estaba en riesgo de que cualquier día apareciera la Guardia Civil, embargase el producto y él fuera a dar con sus huesos en la cárcel. En cuanto mi padre hubo llegado a la mayoría de edad puso a su nombre el molino: de ese modo, si lo pillaban, las culpas caerían sobre mi padre y él podría seguir manteniendo a la familia. En los pueblos suele haber bastante sintonía entre los vecinos y las fuerzas del orden y éstas avisaban si la superioridad les daba la orden de llevar a cabo alguna inspección; cuando llegaba el aviso, toda la familia arrimaba el hombro y se apresuraba a esconder los sacos de trigo o harina entre los maizales. Hasta que pasó lo que tenía que pasar: por denuncia o chivatazo, la superioridad impidió un aviso a tiempo  y una tarde la pareja de la Guardia Civil se presentó en el molino y lo precintó junto al almacén. Por descontado, aquella noche mi padre durmió en el Castillo de La Rábita.

Lo que queda del molino

Con el tiempo (no mucho) el almacén abrió sus puertas y se utilizó para la venta de abonos minerales, fertilizantes e insecticidas, algunos tan mortíferos como el arsénico o el cianuro potásico. En ese almacén fue donde mi hermana y yo crecimos saltando entre los sacos de abono y esquivando hasta con la mirada los botes de veneno, de los cuales estábamos advertidos que no debíamos tocar, oler y mucho menos acercarnos a la boca.
El molino, sin embargo, no volvió a abrir al público; sirvió para guardar el coche de mi tío José y, más tarde, el Biscúter de mi tío Manolo. Y para acumular mierda…
La alhóndiga continuó, pasó a mi padre por herencia y aún pervive; en 1974 se fusionó con otras pequeñas empresas del ramo y juntas formaron Agruportícola, S.A. que compite como puede con las más poderosas, ubicadas en El Ejido y Roquetas de Mar.

Mi abuelo no emprendió más negocios, pero las primeras luces del alba lo solían sorprender camino de la Media Legua en dirección a la cortijada donde mi tía María tenía sus tierras; en una bolsa de tela llevaba un cuscurro de pan, un trozo de longaniza y unos dientes de ajo; en una calabaza, agua para el día. Otro instrumento lo acompañaba siempre: la cinta métrica. Cuando algún propietario decidía que había llegado el momento de su jubilación, repartía sus pertenencias entre sus hijos; mi abuelo era invitado a hacer de juez entre los hermanos, valorando las tierras, las casas y todo lo que formase parte de la herencia, procurando igualar el valor de las partes que se formaran. También  eso acabó sustituyéndolo mi padre.
Por entonces surgió el boom del cultivo de hortalizas en El Ejido y Roquetas y mi abuelo se trasladó a esta última localidad para gestionar unos cuantos trozos de tierras que habían comprado sus hijos… Hasta consiguió arrastrar a mi abuela. Influenciado quizás por sus años en Argentina, siempre se refería a Roquetas de Mar la llamaba Caracas.
La edad lo obligó a retirarse en 1973; tenía 84 años.

Bibliografía:
Francisco Antonio Linares Maldonado. El primo Antonio de la tita Adelaida.
Flora Linares Linares. La tita Flora.
Juan Manuel Linares Linares. El tito Manolo.

martes, febrero 03, 2015

Los jóvenes de hoy

Cuando superamos el medio siglo, los sesudos cincuenta añeros (y más) empezamos a hacer comparaciones entre nuestra juventud y la de hoy, comparación en la que siempre (casi) salen malparados los jóvenes actuales. Les echamos en cara que han tenido una niñez muy fácil en la que no han tenido carencias de nada; que se lo hemos dado todo mascado y ahora les falta empuje para salir adelante; que son maleducados, conformistas, exigentes, poco responsables… y que son los parados mejor preparados de la historia.
(No me había fijado hasta ahora en lo de parado y preparado: si los pre-paramos, ¿qué coño se puede esperar de ellos?).
Siempre que surgen conversaciones sobre el tema, acabo pronunciando mi frase lapidaria: No olvidemos que a la juventud actual la hemos educado nosotros. No gusta, pero es así. Entonces todos nos ponemos la medalla de pedagogo perfecto y declaramos convencidos que nuestros hijos son diferentes: buenos chavales, emprendedores, con ideas… La culpa de que todavía vivan en casa y a nuestra costa es de la puta crisis, de los insaciables capitalistas y del gobierno cavernario. Seguramente… Sin embargo, nos encontramos con jóvenes que no son promesas. Son educados, tienen conocimientos y ganas de abrirse paso en la vida y, de hecho, están ocupando buenos cargos y ganando un sueldo más que decente. Vamos, exactamente igual que nos sucedía a nosotros a su edad; en circunstancias similares o adversas, no lo sé, funcionan los que tienen de una cierta preparación en adelante, se han preocupado de mover los mercados laborales y han tenido la suerte de estar justo allí cuando se presentó la oportunidad.
En mis años de estudiante, lo normal durante el bachillerato elemental era que en junio aprobasen todas las asignaturas no más del 10 ó 15% de los alumnos; en bachillerato superior mejoraban las cifras hasta un 40-50% y, a partir de preuniversitario, las cifras volvían a caer. Recuerdo que en “selectivo”, primer curso de cualquier carrera, de 112 alumnos que éramos, en junio sólo aprobaron 11. Ahora parece que los criterios de calificación son menos estrictos y el porcentaje de fracaso escolar o universitario es mucho menor, si bien los jóvenes actuales, y que me disculpen quienes hacen las estadísticas, no saben más que los de antes. Ni tampoco menos…
Nos pasamos media vida discutiendo sobre qué y cómo se debe educar a los niños y a los adolescentes y no nos ponemos de acuerdo. El ministro de Educación de turno, tampoco. Se hacen planes y planes y seguimos obteniendo unos resultados que están a la cola de Europa; de hecho, hablando con los amigos de nuestros hijos hemos comprobado muchas veces la falta de conocimientos de muchos de ellos que pasan por ser espabilados. Uno llega a la conclusión de que los programas educativos están mal confeccionados y no se enseña todo lo que se debiera; los ministros deben llegar a la misma conclusión cuando cambian planes, asignaturas y contenidos. El resultado sigue siendo deficiente.

Como he contado en alguna ocasión, veo asiduamente el programa “Saber y ganar” (sólo los días laborables) y me maravillo de la cantidad de conocimientos que puede llegar a memorizar un cerebro humano; me acongojo cuando estas eminencias fallan preguntas de EGB, ESO y lo otro y le doy la razón al ministro cuando habla de la necesidad de cambiar el plan de estudios. Pero, hete aquí, que un par de chavales (David Leo y Rafa Castaño) de veintipocos años se saben lo que figura en estos planes. Es probable que sean menos brillantes que otros en cuanto a conocimientos adquiridos al margen de los estudios; no han tenido tiempo de más.
Pero David Leo y Rafa Castaño, o Rafa Castaño y David Leo, me demuestran, y demuestran al ministro, que la falta de conocimientos de la “juventud actual” no es producto de una deficiencia de contenidos; es producto del poco interés y la incapacidad de muchos estudiantes y, faltaría más, de los métodos de enseñanza con los que el ministro no se atreve o no sabe cómo solucionar.

En definitiva, los jóvenes de hoy son como los de ayer y los ministros de hoy, como los de ayer, tampoco aciertan ni en el diagnóstico ni en la solución de las carencias de nuestra enseñanza.