miércoles, noviembre 14, 2007

La sala de los secretos


Granada es una ciudad con embrujo. Monumentos aparte no tiene nada de particular. Con un trazado anárquico, resulta incómoda y hasta poco agraciada. Pero se sienta uno en algún banco de la Placeta de la Trinidad, la Plaza de los Lobos, Plaza Nueva o Bib-Rambla o pasea por la Carrera del Genil, el Albaicín, el Paseo de los Tristes, Puerta Real o Ángel Ganivet y entonces absorbe toda la magia de una ciudad ancestral y encantadora. Quiero decir que globalmente no es un monumento como Toledo, ni Bib-Rambla puede competir con la Plaza Mayor de Salamanca pero Granada se impregna en la piel del visitante como no lo hace ninguna otra ciudad de España (impresión personal). Si a esto le añadimos unas cuantas curiosidades como la Cartuja, el Corral del Carbón, la Capilla Real, el Triunfo o la Alcaicería (sin guiris), se explica la gran afluencia de visitantes.
Como guinda, los nazaríes le regalaron la Alhambra, que si Granada no la necesita para ser lo que es, tampoco el palacio árabe necesitaría de Granada para subsistir como ente propio de primera fila.

Cuando Clinton aún no la había visitado, se podían recorrer los palacios árabes con calma y sin grandes aglomeraciones. Eran épocas en las que el taxi dejaba al turista en la misma puerta del Palacio de Carlos V. Las taquillas estaban situadas junto a la Puerta del Vino y los granadinos tenían entrada libre. Debió de ser en 1981 cuando creí que Dalr estaba en condiciones de apreciar las maravillas de la Alhambra y aquel verano lo llevé para que empezara a disfrutar de lo bueno que había en la tierra de sus recién pasados. La primera anécdota nos ocurrió en la taquilla. Quiosquera observó que había precios especiales para niños y minusválidos.
- Una entrada normal, una de niño y otra de minusválido.
- ¿Tiene el carné de minusválido?
- No, tengo un certificado oficial pero no lo llevo encima.
- Hombre, es que si no puede acreditar que lo es...
- ¿Le vale éste?
Me arremangué la pernera del pantalón y le mostré la piernecilla enfundada en su aparato ortopédico, cota de malla incluida. El taquillero hizo un gesto con la cabeza, dijo “Bueno...” y me dio la entrada de lisiado. Caminando por el Patio de las Aljibes Quiosquera preguntó:
- ¿Qué habrías hecho si te hubiera dicho que no era suficiente?
- Habría tirado los bastones exclamando ¡milagro! y habría pagado la entrada como todo el mundo.

La Alhambra no se puede explicar. Hay que verla. Y hay que verla por libre, a ser posible acompañado de alguien que la conozca. No vale correr detrás de un guía que la muestra en una hora como máximo. Desde el Mexuar hasta los Jardines del Partal, pasando por el Patio de los Arrayanes, el Patio de los Leones y el Salón de Embajadores, no tiene desperdicio. Aunque, dejando a un lado la belleza de los artesonados, a mí siempre me ha llamado la atención la Sala de los Secretos, hoy cerrada al público.
- Ahora te voy a enseñar el teléfono moro –le digo a Dalr-.
- Anda, papá. Cuando los moros estaban aquí no había teléfono.

La Sala de los Secretos no se describe en casi ninguna guía pero todos los turistas han oído hablar de ella. Es una estancia octogonal, dodecagonal o eneagonal (nunca me acuerdo) que tiene la particularidad de que dos visitantes, situados en extremos opuestos de la sala, puedan llevar una conversación perfectamente audible aun hablando en voz baja.
Cuando entramos en la sala encontramos que todas las esquinas estaban ocupadas y con cola. Lo que la mayoría de turistas ignora es que la acústica está pensada para que, situado el imán en el centro de la sala, sin necesidad de alzar la voz sea oído con nitidez por las gentes que, sentadas o acuclilladas, ocupaban el recinto.

Me dirigí al centro.
- Wa la galiba il lalah. Ata lahaca a lahtaca –dije aspirando mucho las haches-.
Como movidos por un resorte, los conferenciantes se separaron de la pared mostrando cara de sorpresa. Cuando fueron a darse cuenta de lo que había pasado y se echaron a reír, Dalr y yo, cada uno en una esquina, manteníamos una animada conversación a través de la red inalámbrica.

Camino de los Jardines de Lindaraja, Quiosquera volvió a preguntar:
- ¿Cómo se te ocurren esas tonterías?
- Malafollá granaína –contesté.