sábado, febrero 11, 2012

Nitrato de Chile

La casa en que vivíamos era del tamaño de la de los enanitos de Blancanieves. La habitación de la entrada era, a la vez, recibidor, sala de estar, cuarto de plancha y costura, y despacho; la mayor parte estaba ocupada por la mesa de mi padre, la máquina de coser de mi madre y la mesita para la radio; el resto eran anchuras. Un pasillo la comunicaba con la cocina; en realidad con la cocina-comedor, que albergaba una bazareta, el rincón y una mini mesa donde escasamente cabíamos mis padres, mi hermana y yo (el rincón es el hogar,es decir, la plataforma para encender el fuego bajo las estrebes (trébedes), y la chimenea). Las cantareras ocuparon un espacio en la cocina, aunque recuerdo haberlas visto en el pasillo; puede que fuera cuando vivieron allí mis abuelos. Lo que sí estaba en el pasillo era el baúl. Frente al baúl se abría la habitación más importante de la casa: el cuarto de la matanza; era como una bodega, oscuro y con poca ventilación; en cañas dispuestas horizontalmente, colgaban las tripas de morcilla y longaniza, y de la pared de enfrente pendía el jamón; bajo el jamón y la pared de la derecha se sucedían el bidón del aceite, el saco de la harina de maíz y la harina de trigo, el tarro de las aceitunas y las orzas de tajadas de lomo, costilla y longaniza; la pared de la izquierda estaba ocupada por la artesa y las herramientas de hacer pan. La vivienda quedaba completada con la “chambre a coucher”, que buenamente compartíamos. En total, podrían ser unos 30 m2, pero, teniendo en cuenta que, cuando uno es pequeño, tiende a ver las cosas más grandes, lo mismo apenas si rebasaba los 20. Lo curioso es que, si bien la parte habitable no disponía de otras dependencias, la casa se completaba con un almacén del tamaño de un campo de minibasket; allí quedaban ubicados los abonos, fertilizantes, sustancias minerales, venenos insecticidas y otros arreos que los agricultores necesitaban para mantener productivas sus tierras.
Teníamos de casi todo, pero nos faltaban dos elementos indispensables para la vida rústica: la cuadra para los animales y el horno para cocer el pan.

Durante años, compartimos el horno de mi abuela. Tenía un tamaño capaz de albergar panes para dar de comer a un regimiento, así que no había problema para cocer pan para dos familias; es más, para aprovechar el espacio se asaban patatas, cebollas, ajos, pimientos y lo que se terciara. Mi abuela hacía 7 panes grandes (tenía que alimentar a dos fieras en edad de trabajar y a una moza en edad de merecer) y mi madre se conformaba con 5 medianos; 5 medianos y 2 bollos. Los panes cubrían las necesidades de una semana, y los bollos eran un capricho con que mi madre nos obsequiaba a mi hermana y a mí; recién sacados del horno, calentitos, los despuntábamos por un lado, los emborrachábamos con aceite de oliva y espolvoreábamos azúcar. Espolvorear azúcar es un decir; entonces el azúcar refinado no llegaba al pueblo, eran granos gordos y terrones húmedos, pero es lo que había. No es necesario decir que, acabado el bollo, mi hermana y yo teníamos que ir directos al barreño para desgrasarnos de manos hacia abajo y eliminar todo resto de azúcar que nos hubiese quedado en los morros. Cuestión de evitar moscas.
Puede deducirse que yo era un adicto al azúcar. Más aun si revelo que, si mi madre quería dormir, tenía que mojarme el chupete en azúcar para evitar que le diese una serenata con mis lloros. El hecho de que lo del chupete sucediera cuando todavía andaba a gatas (o ni siquiera me sostuviese sentado) no es un atenuante: estoy seguro que si me hubiesen madurado el culo a tiempo, no habría necesitado droga alguna.

En el almacén había muchos productos agrícolas, algunos de ellos en sacos; tengo idea de sacos de 50 kg. de azufre sublimado, de 80 kg. de nitrato de Chile (nitrato sódico) y de 100 kg. de amoniaco (sulfato amónico) y migas (nitro sulfato de amoníaco). Eran nuestras montañas particulares, las que escalábamos en nuestros juegos y las que estaban marcadas con la señal de peligro. Recuerdo de forma especial los sacos de azufre, hechos de lienzo, y que los agricultores utilizábamos después en forma de calzoncillos o bragas; aunque no los recuerdo por este motivo sino porque, después de jugar sobre ellos, no podíamos cerrar los ojos debido al escozor que nos producía el polvillo de azufre.
Los sacos de abonos inorgánicos eran de menos interés ya que olían mal y estaban húmedos. Esta humedad hacía que los nitratos y sulfatos se apelotonaran y era corriente que los labradores deshicieran las pelotas en el mismo almacén. No consigo acordarme si fue mi tío Paco o mi tío Manolo el coprotagonista de la escena, dado que la travesura se adapta a la idiosincrasia de cualquiera de los dos, pero lo cierto es que, un día que desmenuzaban su saco de nitrato de Chile, me paré para contemplar la maniobra. Mi tío me miró, cogió un terrón de nitrato y me lo alargó.
-Toma, Antoñico, toma un terroncillo de azúcar.
Cogí el terrón y me lo llevé a la boca.
-¡Tito, esto no es azúcar, es sal!

Fue mi primera lección del curso de Introducción a la Química Inorgánica.

jueves, febrero 02, 2012

La balanza

Mi casa fue siempre como la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, no porque mi padre tuviese nada que ver con la construcción del metro patrón o del kilo patrón, sino porque abundaban los instrumentos de pesar o medir. Desde el metro de costura de mi madre o la vara que usaba para marcar patrones, hasta la cinta métrica que empleaba mi padre para medir largos y anchos y calcular celemines; o desde la báscula para grandes bultos, hasta la romana capaz de pesar en kilogramos y libras.
Pasando por la balanza.
Nuestra balanza era de platillos: en uno se ponía el objeto a pesar (por lo general, simiente de pepino) y en el otro iban las pesas: de kilo, medio kilo, un cuarto… y unas pesetas antiguas que mi padre decía que eran “para calibrar”. Claro que yo no sabía lo que era calibrar; ahora creo que las pesetas valían para ajustar el fiel. Tampoco es seguro.
La cuestión es que la balanza era uno de mis juguetes favoritos cuando nadie me veía. Sobre todo me gustaba manipular las pequeñas pesas: la de gramo, 2 gramos, 5 gramos… y las pesetas, seguramente de Alfonso XIII, renegridas por el uso.

Cierto día, cuando llegó mi padre, me pilló llorando.
-¿Qué le pasa a mi niño?
-Que l’aparatilla –la hija menor de Antonio el Aparato- m’ha pegao y s’ha ío corriendo.
-Venga, no llores. La próxima vez le tiras con lo pilles donde no cojee.

Aquí hay discrepancias. Mi tita Aurelia contaba que fue mi abuelo el que me dio el consejo, mi tita Flora dice que fue mi padre, y yo, que no recuerdo esta parte de la historia, tengo que deducirlo a partir de la frase “tírale donde no cojee”. No era una expresión propia de mi abuelo, tampoco era habitual en mi padre, pero la he oído muchas veces en labios de mi tito Manolo. Así que me quedo con mi versión.

Pasaron varios días hasta que volví a coincidir con mi padre en la puerta del almacén. Esta vez me encontró jugando con mi entretenimiento favorito: la balanza de platillos. Es probable que estuviera averiguando el peso de una piedra o de uno de los vagones de mi tren (una lata de sardinas vacía, con un agujero en cada extremo para poder atarla a la lata siguiente con una guita. Es seguro que estaba sentado en el suelo, en mitad de la puerta.
-¿Cómo está mi machote?
Su machote estaba bien, pero mi padre cometió un tremendo error: a la vez que preguntaba por mi estado, me dio un ligero cachete en la cara. Ni corto ni perezoso, agarré uno de los platillos y se lo estampé en la cabeza.
-¡Hombre! ¿Le pegas a tu padre?
-El tito me ha dicho que al que me pegue le tire a la cabeza con lo primero que pille.
Queda mejor la versión de mi tita Flora: “Tu me has dicho…”

No recuerdo que, en adelante, me diese mi padre otro cachete. Ni en serio ni en broma.