viernes, julio 26, 2013

Dinamarqueses

Quiosquera me castiga. Sabe que no me gusta viajar y hace unas semanas me obligó a entrar en una agencia de viajes. “Por ver qué hay”, dijo. Salimos con los billetes para un crucero por el Báltico. La excusa fue que había una “oferta sprint”, es decir, me quedan unos cuantos camarotes por vender y el barco zarpa en tres días, razón por la cual el viaje sale “tirado” de precio.

Llegamos al aeropuerto de Kobenhavn con tiempo más que suficiente para aprovechar el “transfer” como una mini panorámica por la ciudad. El guía dinamarqués se atrevió a hacer una incursión político-económica y nos contó que la crisis empezaba a notarse en el país; hasta entonces no había habido problema porque su gobierno había aumentado la inversión estatal, aun a costa de endeudarse, y eso mantenía el nivel de empleo y consumo interno.
- Entonces, ¿cómo es que los países nórdicos exigen a España que haga lo contrario y disminuya el gasto? –preguntó alguien bien puesto en macroeconomía-.
- Porque cuando empezó la crisis, ustedes ya estaban endeudados hasta las cejas.
¡Coño, me dije, hasta los dinamarqueses saben más de economía española que los propios españoles!

Los tíos, además, saben un güevo de física. Como puede verse en cualquier mapa de Europa, Stockholm se encuentra a la derecha de Dinamarca y parece que el camino más corto se hace navegando primero hacia el sur y, luego, hacia el este. Pues no. Nuestro barco navegó hacia el norte, luego hacia el oeste, más tarde hacia el sur y, finalmente, enfiló hacia el este. Me acordé de los comentarios de la gente preparada cuando explicaban cómo se mandaban cohetes al espacio exterior: el cohete daba un par de vueltas a la tierra y, aprovechando la fuerza centrífuga, salía disparado como un cohete hacia la Luna, Marte o allá donde tuviese su destino. Exactamente es lo que hizo el barco dinamarqués: darle una vuelta a la isla para pillar arranquía y salir disparado hacia Estoeselcolmo. Cuál no sería la ventaja adquirida en la operación cuando, antes de llegar a la capital de Suecia, alcanzamos a otro crucero que había salido al mismo tiempo que nosotros y que no había dado la vuelta a la isla…

Ruta de lanzamiento

He utilizado varias veces la palabra dinamarqués. No ha sido un despiste; es fruto de la cultura que se obtiene cuando uno trata de demostrar que no somos los españoles los únicos idiotas que pasean por el mundo.
Los primeros ayuntamientos democráticos no es que fuesen más eficaces que sus antecesores, si bien sus concejales removiendo cajones descubrieron documentos interesantes. En Huéscar (Granada) se enteraron, por ejemplo, de que habían declarado la guerra a Dinamarca en 1809 y, a la altura de 1981, aún no se había firmado la paz. Para poner fin al desaguisado, se montó un fiestorro al que acudió el embajador enemigo y, a golpe de banda de música y cohetes, se puso fin a una de las guerras más incruentas de la historia de España.
Aquella Navidad, en una comida con unos amigos y conocidos, harto ya de aguantar a un fulano que se empeñaba en demostrar lo imbéciles que eran los andaluces, que acompañaban la comida con vino de Jerez y celebraban sus fiestas a ritmo de guitarra y pandereta, sobrepasé mi grado de paciencia cuando se entró en el tema de la guerra.
- Y ya lo último es la fiesta tan ridícula que ha montado ese pueblo de Jaén que había declarado la guerra a Dinamarca. Es que a los españoles no los pueden ver en Europa por paletos.
- Hombre –dije-, no dejas de llevar razón; lo que es extraño es que los daneses, tan europeos y cultos, hayan participado en la pantomima.
- No, no. Eran de Dinamarca.
- Bueno, pues los dinamarqueses.
Carraspeó y la conversación tomo otros derroteros. Desde entonces utilizo el adjetivo regular.

martes, julio 02, 2013

Saber y ganar

Estoy por asegurar que hacía pocos años que había dejado (yo) de jugar al trompo, cuando conocí a Jordi Hurtado. Lo conocí, por supuesto, en una pantalla de televisión en blanco y negro, no sé bien si porque aún no habían inventado la televisión en color o porque tal maravilla todavía no había llegado a mi casa. Por entonces presentaba “Si lo sé… no vengo” y, claro está, lo vine un par de veces y dejé de venir lo que, para mí, era un solemne tostón. Presentador incluido.
Han pasado los años y he vuelto a tropezar con él. Jordi Hurtado es como el vino en barrica: mejora con los años. Aunque también podría ser aquello de “más sabe el diablo por viejo que por diablo”. La cuestión es que, salvo cuando se pone simpático, que a mí no me hace mijita gracia, Jordi lleva bastante bien el programa “Saber y ganar”. Cierto es que se trata de un concurso ágil; preguntas de cultura general y sin adornos de ningún tipo: pregunta, contestación y a otra cosa. Me he aficionado; quiero decir que lo veo un par de veces en semana y el resto de días lo duermo; sábados y domingos sería demasiado para el cuerpo y queda sustituido por siesta o película.
Lo que me gusta del programa es que conozco la respuesta a muchas de las preguntas que se hacen; lo que me maravilla es la cantidad de conocimientos que tienen los concursantes (bastantes de ellos muy jóvenes) de muy diferentes temas; lo que me preocupa es que suelen equivocarse en cosas que yo sé o sabía en su momento. Aunque parezca mentira, un concursante puede saber de ópera, de música de los sesenta, conocer al inventor de la dulzaina y el nombre del navegante que descubrió el Peñón de la Tortuga, y después desconocer que fueron Espartero y Maroto los que se dieron el Abrazo de Vergara (por poner un ejemplo). Dicho de otra manera: los concursantes poseen una vasta cultura, fruto de su formación personal, pero no tienen puñetera idea de lo que, años ha, se estudiaba en el bachiller.
La deducción lógica es que el bachiller ha perdido su categoría y, en consecuencia, los niños españoles salen de la escuela absolutamente pegados (es lo que se decía en mis tiempos cuando un alumno no sabía nada: este tío está pegao). Lo prueba el hecho que, desde Villar Palasí, casi todos los ministros de educación y descanso (antes) o ciencia (después) han presentado un nuevo plan de enseñanza que con el próximo ministro ha demostrado ser ineficaz y nada eficiente. Me he preguntado muchas veces por qué los ministros, que siempre nos comparan con Europa, no copian los planes de estudio de Alemania, Francia o Inglaterra igual que han copiado el carné por puntos o el porcentaje de IVA. A lo mejor (peor) es que el presidente espera que pongan el huevo.
Pero hete aquí que en “Saber y ganar” aparece un tal David Leo, joven poeta malagueño que no hará demasiados años que acabó el bachillerato, y me deja anonadado. No me cabe en la cabeza cómo en tan pocos años ha sido capaz de aprender tanto y, encima, el tío se sabe las cosas que se estudian en el bachiller. Cuando dijo que la meninge que hay entre la piamadre y la duramadre se llama aracnoides se me cayó la teoría de los ministros y sus planes de educación: resulta que dichos planes abarcan todos o casi todos los temas que estudiábamos antes, lo que pasa es que los alumnos no se los aprenden. O sea, que no es el fondo (contenido) de la enseñanza lo que falla; lo que falla es la forma, la manera de enseñar, el incentivo de saber.
Al final va a resultar que Wert lleva parte de razón al imponer reválidas y controles de aprovechamiento. Cierto es que eso puede implicar que unos alumnos adquieran ventaja sobre otros y se quiebre el principio de igualdad de oportunidades a la hora de encontrar un trabajo adecuado; soluciónese dando similar título a todos los estudiantes pero quiten de en medio a los que van a la escuela sólo a divertirse y dejen sin estorbos a los alumnos que, además, quieren aprender.