sábado, septiembre 19, 2020

Sólo cinco minutos

El Pozuelo. Calle Alfonso Zamora

Me operé de hemorroides en 1980. Cuando desperté al día siguiente, después de una noche drogado con Nolotil, una de las primeras noticias que oí fue la del accidente en el que perdió la vida Félix Rodríguez de la Fuente. Había pasado 8 ó 9 años sufriendo de los bajos traseros y la operación me devolvió el gusto por las pequeñas cosas de la vida. La felicidad (por esa parte) ha durado 38 años; hasta que un trastorno intestinal me produjo un superestreñimiento supercrónico que ha provocado que las muertas resucitaran. Volvemos a las andadas.

Cuento esto porque a mi edad cada suceso actual hace que rememore anécdotas pasadas. En esta ocasión he ido a parar a 1969, concretamente al mes de julio. Estábamos ensayando una obra de teatro de Fernando Vizcaíno Casas, El Fiscal, cuando tuve el primer ataque serio, a traición y por la espalda. Recuerdo recitar mi papel tumbado en el escenario, que era la postura que menor sufrimiento me ocasionaba. Por la noche, me iba a dormir a la cámara.

DIGRESIÓN. Mi casa era de planta baja, pero en el primer piso mi padre hizo construir dos habitaciones: una, alargada y de buen tamaño, donde estaban colgadas las morcillas, longanizas y otros productos propios de la matanza (la Cámara propiamente dicha), y otra, más pequeña, que servía de antesala a la cámara y que tenía una puerta que daba al terrado de launa que cubría el resto de la casa (aquí secábamos el maíz y estaba prohibido andar por él para evitar que la tierra cayese sobre las camas de abajo), y una ventana por la que se colaba el poco fresco que pudiera hacer una madrugada de verano mediterráneo. Con las ventanas de la cámara abiertas se producía una ligera corriente de aire que permitía hacer soportables las noches.

En la habitación pequeña estiraba una manta y allí me acostaba, entre puertas, en pelota picada esperando que el airecillo me refrescara la parte dolorida. La noche de julio a la que me refiero fue especialmente dolorosa y me costó dormirme; quizá por eso oí idas y venidas por el terrado. En otras circunstancias hubiera abierto la puerta para ver qué pasaba y advertir a los transitaban por encima de la launa que lo mejor era que se fuesen a pasear por la playa. No me moví. Cuando parecía que las carreras habían acabado, oí a mi padre subir las escaleras; me di media vuelta procurando ocultar las vergüenzas y me puse cara a la pared: justo la pared donde estaba el interruptor de la luz. Mi padre no imaginó que yo estaba allí atravesado y, cuando fue a encender la luz, me arreó un puntapié en mitad de la raspa tal que oí chirriar los discos que separan las vértebras. Encendió la luz y abrió la puerta que daba al terrado; alguien se acercó y susurró algo. Cuando me divisó cara a la pared y con el culo al aire, dejó ir una risilla socarrona. Yo me hice el dormido, pero aquella risa me era muy conocida.

A la mañana siguiente intenté enterarme de qué había sucedido la noche anterior. Mi informante era el Paquito de Amalia, o el Paquito del Pozo, que era otro de los nombres por el que se le conocía. Paquito era de aquellos que no está nunca, pero se entera de todo. Al parecer, una francesa (en aquellas épocas, en mi pueblo, todo aquel que no hablaba español era francés), que había alquilado una habitación en el bar de Caneco, fue a refrescarse a la playa y se enrolló con el Calorina; seguramente se citaron. Calorina (Juan) acudió a la cita. No me quedó claro si entró por la puerta de Caneco y subió a la habitación, o escaló el Callejón de Celedonia, atravesó mi terrado de launa, la terracilla de Frasquito el Barbero y se coló en la habitación de la francesa por la ventana. Lo que sí es seguro es que el camino descrito lo siguieron otros. El Callejón de Celedonia, que por su parte norte recibía el nombre de Callejón de la Pistola, tenía (y tiene) una anchura de poco más de una vara, permitía que un tío bien musculado o suficientemente ágil subiera apoyando un pie en cada una de las paredes que lo limitaban; era más difícil bajar, ya que un pequeño resbalón mandaba al escalador directamente al suelo. La cuestión es que o había más de una francesa o, al olor de las sardinas (bacalao), otros mozos esperaban turno en el terrao, por si la francesa no tenía bastante con el Calorina. De ahí que en el terrado de mi casa hubiese más circulación que en la Gran Vía.

No he sabido si Pepe el Caneco oyó ruido en la habitación de su huésped o si se golió lo que se cocía; fuese por un motivo u otro, Pepe interrumpió la faena y echó al Calorina a la calle; esta vez por las escaleras y con la ropa en la mano. El o los que transitaban por el terrao no tuvieron opción de bajar por el conducto oficial. Uno de ellos vio venir a mi padre y le siseó para que le abriese la puerta de la cámara, que es lo que yo viví en directo.

El título, que ha quedado como dicho popular, sucedió en la mañana, cuando la francesa le pidió la cuenta a Pepe el Caneco:
- Son 50 pesetas
- ¡Oh, ayer me dijo 35!
- Son 35 pesetas la habitación y 15 más por dormir con un español -
sentenció Pepe-.
- ¡¡¡Seulement cinq minutes!!!

Tampoco llegué a saber si los “sólo cinco minutos” fueron por culpa de la interrupción del posadero, de un disparo precipitado de Calorina o que la francesa hacía el amor por primera vez en el sur y el tiempo se le pasó volando.

 Como me lo contaron, lo cuento.