lunes, noviembre 14, 2011

La dieta del pepino

A pesar de ser domingo, el cirujano madrugó; a las nueve y media lo tenía al lado de la cama.
- Todo indica que se trata de una apendicitis aunque parece que también hay infección. Vamos a operarte con laparoscopia: tres agujeritos que nos permiten extirpar el apéndice y echar un vistazo al interior del abdomen por si hay que limpiar.
El barbero subió enseguida.
- Sólo te afeito esta parte. Es suficiente para una laparoscopia.
A las diez ya estaba en el quirófano. Solo en la camilla, me dediqué a observar los preparativos. Aparte de la pantalla de televisión por la que retransmitirían en directo el partido, los de bata verde estaban todos contra la pared poniendo a punto los instrumentos; parecían matarifes afilando los cuchillos antes de empezar la jornada… y el cerdo era yo. Se me acercó el anestesista.
- Vamos a poner una extensión aquí para que apoyes el brazo más cómodamente.
Adosó un madero al lado izquierdo de la camilla y me ató el brazo del mismo lado. Visto desde arriba debía parecer un Cristo al que están bajando de la cruz. Debió darse cuenta el anestesista.
- Vamos a poner otro a la derecha.
Por si las moscas… Ahora ya sí parecía un crucificado.
Por la vía del brazo izquierdo me enchufó un jeringazo. El líquido estaba frío.
- Te he puesto un tranquilizante para que relajes la musculatura del vientre. Ahora te dará sueño.
- ¡Y un jamón! –pensé-.
Con el dolorcillo que me recorría la barriga no estaba en condiciones de dormirme…
- Hemos acabado –era el cirujano-. Al final hemos tenido que abrir porque con el pus y la inflamación no se veía nada; hemos extirpado el apéndice y limpiado la infección. Estaba un poco peor de lo que parecía.

El domingo no me dieron ni agua.
El lunes dos enfermeras me sacaron a empujones de la cama y me arrastré como pude, andando hacia atrás como los cangrejos, hasta el cuarto de baño para que me diesen un fregado de cintura para arriba; de ingles hacia abajo le tocó a Quiosquera. Me arrancaron a tirones (pelos incluidos) el apósito y me dejaron la barriga al aire. Desde arriba pude observar la cremallera que me habían abierto desde el ombligo hasta el Olimpo (23 grapas contó Quiosquera), amén de los tres agujeros que hubieran sido apropiados para la laparoscopia; uno de ellos estaba aprovechado como drenaje. Parecía que, en vez de haberme intervenido de apendicitis, hubiera pasado por una cesárea. Sólo que ahora las cesáreas se hacen con corte transversal para que no se vea cuando uno se pone el biquini. A mí me han jodido: si quiero lucir biquini y que no se me vea el tajo, la braguita me ha de tapar hasta el ombligo. Además hay otra dificultad: las cicatrices de una cesárea son rectas: la mía también, pero a media raja el doctor debió estornudar porque el corte se desplaza a mi derecha. Vamos que me va a quedar una cicatriz que recordará a una pajita sumergida en un vaso de agua.
Después de la cura debí quedarme transpuesto: me dieron un par de sorbos de agua. A mediodía tomé un zumo de melocotón y por la noche… Por la noche cené: una sopa de fideos sin fideos, pero estaba caliente. Me sentó divinamente; eructé y todo, como si me hubieran dado de mamar.
Llevaba dos días disfrutando de un maravilloso dolor de barriga tanto a nivel de grapas como de tripas repeladas. Amenizaban la fiesta unas decimitas de calentura. El doctor amplió la información.
- Es normal. La infección estaba muy extendida y hemos tenido que limpiar mucho. Mañana o pasado tendremos el resultado del cultivo y podremos aplicar el antibiótico que mejor le vaya al bichito.

Mañana siguió su curso doloroso. La temperatura superó los 38ºC. La sopa de fideos seguía sin tener fideos pero le habían añadido perdigones; y hubo segundo plato: un pescado hervido que en otras circunstancias hubiera tirado a la basura pero que después de tres días sin comer me supo a gloria.

El miércoles supuso el punto de inflexión en la convalecencia. Las enfermeras ya no se limitaron a hacerme lavar a cachos; me mandaron directamente a la ducha. La marcha atrás la dominaba bien (no he contado que andaba hacia atrás porque me resultaba imposible levantar o arrastrar el pie pero, hacia atrás, era capaz de deslizarlo mediante un movimiento pendular). El problema era el escalón de 5 cm que debía de salvar para acceder al plato de la ducha; apretando los dientes (y cagándome en la madre que parió a alguien) pude conseguirlo. Cuando las enfermeras vinieron a curarme observé que retorcían un poco el hocico al ver la herida. Me dijeron que ya había llegado el informe del laboratorio y que el médico lo vería por la tarde.
¡Lo vio! ¡Y cómo lo vería…! Mandó que le trajeran la desgrapadora, una hoja de bisturí, tijeras y pinzas varias. Me quitó tres grapas a media altura y otras tres en la parte inferior de la herida. Con el bisturí, las tijeras o las pinzas de dio sendas puñaladas en los espacios libres y la barriga entró en erupción; risa me da ver las imágenes de la isla de El Hierro cuando el volcán empieza a escupir lava. El doctor se había pertrechado de guantes y otros agentes antioxidantes pero no había caído en que quizás necesitara que la enfermera le echase una mano.
- Sujete aquí, sujete aquí…
A la pobre chica le escurría la lava volcánica por el codo abajo; menos mal que yo sólo tenía una infección de padre y muy señor mío, que si llego a tener algo contagioso…
Cuando la erupción espontánea se calmó, el sismólogo provocó nuevas erupciones a base de apretones en la barriga y de introducir suero a través de un tubo que me había colado por uno de los agujeros. Los dolores de los días anteriores quedaron como meras cosquillas y volvió a chorrearme el sudor por todo el cuerpo.
- Aguanta, Quiosquero, aguanta…
Quizá quería decirme que apretase los dientes pero a mí me sonó como cuando, al final de una película de policías y ladrones, el malo hiere mortalmente al compañero del protagonista y éste lo consuela en sus últimos momentos.
- ¡Aguanta, Forrester, aguanta! Ya llega la ambulancia.
Y Forrester la palma mientras sacan la camilla.

- Bueno –explicó el doctor-, es que la infección que tenía era muy fuerte. El apéndice estaba perforado y la peritonitis se había extendido bastante. Cuando nos den el resultado del cultivo pondremos un antibiótico específico y todo irá mejor.
- Doctor –dijo la enfermera-, ya tenemos el resultado.
A partir de ahí la situación empezó a mejorar; en cuanto a la infección, porque el dolor continuó con la misma intensidad.
Le dije a Quiosquera que se enterase del nombre del bicho que me había atacado. No hizo falta: se encontró con el médico que venía a decirlo.
- E.coli; muy resistente al antibiótico que estábamos poniendo.
Me ha quedado una duda. Ahora no sé si todo ha sido culpa de una ensalada de pepino procedente de El Ejido o es que en vez de barriga tengo un invernadero.

Han pasado tres semanas y todavía no se me ha cerrado la herida aunque el dolor va de baja y las emisiones de lava apenas sobrepasan el cráter. El día que me quitó el resto de grapas, el doctor amplió la información:
- Venías muy mal: apendicitis aguda, peritonitis, y el apéndice no sólo estaba perforado sino necrosado, es decir, se estaba gangrenando. Has tardado demasiado en venir a la clínica.
- Desde que empezó a dolerme en serio, hasta la operación, pasaron 24 horas.
- Más, más…
- 36 horas desde que noté el primer dolor.
- ¿Lo ves?

Total, perdí 6 kilos en 12 días. Lo he denominado la dieta del pepino: si quieres perder peso recurre a los pepinos de Almería y métete una cepa de e.coli, agita y espera que te haga efecto. En cualquier quirófano te harán la liposucción.

miércoles, noviembre 09, 2011

Dolor miserere

He pasado unos días con un pie aquí, y el otro también, mirando un poco hacia allí por si había que dar el salto. Todo empezó el viernes 21 por la noche después de la Hora de José Mota; me la tragué entera, incluso la vara del “Tío la vara”. Demasiado para el cuerpo; sobredosis. Cuando me fui a acostar noté que me dolía la barriga. Me tumbé del lado derecho y dolía más; me di la vuelta hacia el lado izquierdo y dolía igual. En decúbito supino era más resistible el dolor. Me tomé un calmante e intenté dormir: lo conseguí a medias.
El sábado por la mañana empezó la fiesta en serio; el dolor se acentuó y, sin saber que hacer, acabé sentado en el retrete. Tres culebrinas lacerantes me cruzaron la barriga desde la ingle izquierda hasta el diafragma derecho; notaba cómo el sudor me corría por la espalda y cómo se me empapaban el jersey y los pantalones. Aunque al cabo de un rato disminuyó el dolor, no era cosa de tomárselo a guasa. Estábamos instalados en Camp Davis y decidimos que lo mejor era volver a la capital y estar preparados para acercarse a urgencias. Había un problema: qué hacer con mi madre. Dalr tenía entradas para la función de las 8 en el Liceo y sólo podía quedarse con ella hasta las 7,30. Debería de sobrarnos tiempo.

Cuando llegamos a la clínica nos atendieron enseguida; expliqué en recepción lo del dolor de barriga y que, en intensidad, era similar al de un cólico nefrítico. La niña tomó nota y nos mandó a la salita de espera:
- Han de tener paciencia porque Traumatología está muy cargada esta tarde.
- Trauma… ¿qué? A mí me duele la barriga.
- ¡Ah! ¿No es la pierna? Como lleva bastones…
Barrigología no estaba saturada y me llamaron pronto. Una enfermera se encargó de hacerme las inquisiciones oportunas y me dejó solo en una pequeña habitación. Me pareció que había pasado una eternidad cuando llegó el médico; me trasteó el vientre y me hizo mil preguntas sobre el funcionamiento de las tripas.
- Todo parece indicar que tiene usted divertículos.
- No lo creo.
- ¿Sabe lo que es un divertículo?
- Ni idea.
- ¿Entonces?
- Esto no es nada divertido.
Me explicó lo que son los divertículos; algo así como pumpurrones que salen en las tripas y que pueden llegar a estrangularse o infectarse. Íbamos a esperar a ver qué decía el análisis de sangre para decidir si se me daba antibiótico por vena o por boca, o sea, si quedaba ingresado o me iba a casa.
Como, de momento, no me iban a hacer más perrerías, permitieron que entrase Quiosquera hasta de nos diesen el resultado. Menos mal que antes de ir a la clínica se me había ocurrido comer algo; eran las 8 de la tarde y continuábamos olvidados en el cubículo. Llamamos a Dalr por teléfono pero ya se había ido y mi madre estaba sola. Preguntamos: acababan de salir las pruebas y confirmaban el diagnóstico del médico, pero había algo más. Me harían un TAC para explorar más a fondo el abdomen; tenía que esperar hasta las 12 de la noche, así que mandé a Quiosquera a casa y ya aparecería yo o le daría un toque por teléfono.
Vinieron por mí a las 11. Quedé aparcado en una salita mientras me tomaban los datos. En la sala contigua había como una lavadora industrial, muy industrial, que llegaba casi hasta el techo; el bombo semejaba un nicho excavado en la pared.
- ¿Es ahí donde me van a meter? –pregunté-.
- Sí.
- Creo que hay una confusión.
- A usted hay que hacerle un TAC, ¿no?
- Sí, pero yo le tengo dicho a mi familia que, cuando llegue el momento, me incineren y eso parece la maqueta de un chalé en Montjüich.
- ¡No sea bestia, hombre! Con el TAC le hacemos varios cortes axiales en el abdomen para obtener una imagen…
- ¿Muy profundos los cortes?
- ¡Son cortes virtuales!
- Bueno, menos mal. No sé lo que es eso pero me quedo más tranquilo.
- Anda, firme esto.
- ¿Qué es? ¿La aceptación de la sentencia?
- Parece que está obsesionado… Con esto da usted permiso para que le inyectemos un contraste. ¿Es usted alérgico a algún medicamento?
- Que yo sepa, no.
- ¿Y a alguna otra cosa? Marisco…
- Al marisco, sí. Bueno, no; no soy alérgico al marisco pero me sale sarpullido cuando veo la cuenta.
- ¡Anda, anda! Túmbate en la camilla.
Me metió en la lavadora por la puertecilla del bombo. Tenía razón: aquello era poco profundo para las dimensiones de un nicho; por una parte me asomaba el pescuezo y, por la otra, las piernas.
- Ahora te voy a inyectar el contraste por la vía que llevas puesta. No tiene que pasar nada. Notarás calor en la garganta y los genitales.
- ¡Coño, bien! –pensé-. A ver qué se siente después de tanto tiempo…
De momento, la entrada del contraste me hizo daño en la vena y noté que el frío me subía hasta por encima del codo. Luego, nada. Al par de minutos noté un calorcillo en la garganta y me preparé para ver cómo afectaba al otro lado. Bueno, fue algo así como cuando entra un rayo de sol a través del vidrio de una ventana, o sea, que puede uno echar todo el combustible que quiera pero si no hay mecha no prende.

Pasadas las 12 se presentó el médico.
- Bueno, en el TAC ha aparecido una cosa rara que no esperábamos. No es mala, ¿eh? Las pruebas clínicas apuntan a divertículos, y yo sigo pensando que los hay, pero el TAC revela que hay apendicitis aunque no se ve bien porque se encuentra tapado por el sigma y la infección. Por la mañana lo verá el cirujano de guardia y decidirá si lo opera o no. Ahora le haremos las pruebas del preoperatorio y lo subiremos a planta; esta noche ya le estaremos poniendo antibiótico. No puede ni comer ni beber.
- Un poquito de agua; estoy frito.
- No, nada. Ni agua, que después podría provocarle vómitos.
Lamé a Quiosquera.
- Tranquila, no saben muy bien qué tengo pero mañana me quitan el apéndice.
- ¿Te sigue doliendo?
- Sí, pero ahora me pondrán un calmante.

Me hicieron una radiografía y un electro y me subieron a la habitación. Dos enfermeras se encargaron de enchufarme a unos cables y se pasaron la noche visitándome cada par de horas para cambiar las bolsitas vacías.

Continuará...