lunes, agosto 21, 2017

Juncia


Me asomo al jardín con el ánimo de disfrutar del frescor que desprende el césped… Me deprimo. Ya no hay césped. A lo largo de los años, el verde manto de hierba suave se ha convertido en un manto, no ya tan verde, de yerbajos de no se sabe qué barca. Entre la maraña de vegetales invasores distingo uno muy odiado por los agricultores de mi pueblo: la juncia; esa maldita mala yerba (no se merece la suavidad de la hache) que lleva a mal traer a mis paisanos. Si la arrancan con brusquedad, se parte y quedan intactas las raíces; si la arrancan con cariño, sale entera, pero dejando bajo tierra las malditas “pelotillas” que luego hacen que crezca como la grama. Tengo un grave problema que intentaré resolver de cara al verano que viene.
Por de pronto, la juncia me trae recuerdos del Benerito, que, por cierto, nunca supe cuál fue su nombre de pila. De sus hijos varones tengo conciencia de haber tenido tratos con tres: el Piché, el Paye y el Juncia. Este último se ganó el apodo para hacer honor a la odiada yerba: dicen que, de pequeño, era más malo que el “cénico”.
Curiosamente cuando repaso alguno de los aspectos de mi vida, siempre (o casi) me vienen a la memoria anécdotas graciosas, simpáticas o, simplemente, desenfadadas. Con los hijos del Benerito doy en pensar en los bailes que organizaban en el puesto de Rosendo (y de los que he hablado en alguna ocasión) y en la historia del fotógrafo de Albuñol. Era éste un elemento peculiar que conocí en una boda en Los Corros. Lo que ahora cuento sucedió unos años más tarde. Estaba yo sentado en uno de los poyos que había en la puerta de Miguelico, cuando apareció. Como siembre, iba de bulla.
-¿Sabes dónde vive Salvador Montes? –me espetó apenas estuvo a distancia suficiente-.
-¿Salvador Montes? Salvador Montes vivía allí, al lado de Frasco el Jabato –dije mientras señalaba hacia la salida de El Pozuelo-. Pero hace tiempo que se murió, y su hijo, que también se llama Salvador, se fue a vivir a Almería.
-No, no. Este vive aquí. Vengo a traerle unas fotos que se hizo hace unos días.
-Déjame que las vea a ver si lo conozco.
Me las enseñó.
-¡Coño, este es el Juncia! Pero no se llama Salvador, se llama Adolfo.
- No sé. El nombre me lo ha dado él.

Me quedé un poco mosqueado. Aquella noche, durante la cena, conté la anécdota. Divertido, concluí.
-Y fíjate que preguntaba por Salvador Montes.
Fue mi padre el que tomó la palabra.
-Es que Adolfo se llama Salvador.
Mi padre me contó la historia. Como casi todos los niños de la época, educados ya durante la gestación, el Juncia nació de noche. Apenas amaneció, el Benerito fue a tomarse un carajillo al bar de Caneco (al bar que yo conocí como de Caneco). Entraron un par de cortijeros, que iban a Albuñol al mercado; uno de ellos era conocido de la familia y, cuando ya se iban, el Benerito le dio el encargo.
-Hombre, ya que vais al pueblo, apunta a mi niño en el registro. Le pones Adolfo.
Los cortijeros llegaron al mercado, vendieron la cría de marranillos que llevaban en los capachos y se fueron al Calvario a tomarse un vino Costa y unas tapillas. Cuando el que llevaba el encargo se acordó del niño del Benerito, ya se había soplado unos cuantos chatos y no andaba con las ideas muy claras.
-¿Cómo ha dicho el Benerito que le tengo que poner al niño?
El otro tampoco se acordaba.
-Pues ponle Salvador como tú.

Y así lo hizo, pero no se lo dijo al padre. Y si se lo dijo, éste se lo calló. Lo cierto es que el Juncia fue conocido siempre por Adolfo y no se enteró de que su verdadero nombre era Salvador hasta que no recibió la carta que lo llamaba a filas.

sábado, agosto 05, 2017

La llave de la luz

Recibo un SMS de mi primo Luis: “Stamos Lanjarón con Antonio Sabio. Dice k eres un golfillo”.
Como a Quevedo, hasta por la espalda me conocen. Con Antonio Sabio, el Barberillo, compartí pupitre en la escuela de D. Baltasar. Golfos, lo que se dice golfos, no fuimos; al menos si nos comparamos con alguna de las figuras históricas del pueblo, pero sí es verdad que éramos revoltosillos y no nos callábamos ni debajo de agua.
El recuerdo de mi tocayo me hace evocar sucesos antiguos. Como cierta noche de verano, allá por las 2 o las 3 de la madrugada. Venía yo de echar un rato de “estudio” con el Letri y lo encontré (al Barberillo) sentado en el tranco de su puerta echando un cigarrillo; llegaba de El Ejido de ver a su novia.
- Se acaba de morir Miguel –me dijo-.
Miguel era el marido de Rosarico, la dueña de una de las tiendas que teníamos enfrente, y hermano de Jacoba, la dueña de la otra tienda que teníamos enfrente. Me senté con él (el Barberillo), encendí otro cigarrillo y estuvimos un rato filosofando. Hasta que acabaron de amortajar al difunto, lo bajaron del piso de arriba y quedó expuesto en la sala principal de la casa. Mi madre, junto a otras vecinas, se quedó haciendo compañía a la viuda y yo me fui a acostar.
Las noches de verano en El Pozuelo son templadas pero no corre ni una gota de aire y se hace difícil conciliar el sueño, así que yo me había agenciado un  catre en la cámara y allí pasaba las noches de estío intentando sobreponerme al calor. La cámara era un cuarto bastante más largo que ancho, destinado a secar y almacenar las morcillas y longanizas de la matanza, y, como es de lógica, el interruptor de la luz estaba junto a la puerta de entrada. La cama, por el contrario, estaba en el lado opuesto, cerca del balconcillo, al objeto de aprovechar cualquier brizna de aire que pudiera pasar despistado por allí. O sea que tenía que apagar la luz, e irme a acostar a tientas. La llave era de aquellas antiguas a los que se les daba un cuarto de vuelta para encender o apagar la luz: cuarto de vuelta, encendida; cuarto de vuelta, apagada; cuarto de vuelta, encendida… Y giraba en ambas direcciones. Como digo, apagué la luz y me metí en la cama. El colchón ardía y yo iba cambiando de postura a cada momento por buscar cualquier atisbo de frescura. En una de aquellas vueltas me pareció percibir claridad; abrí los ojos y, en efecto, la bombilla estaba encendida. Pensé que la había cerrado mal. Deshice el camino, apagué nuevamente la luz y me metí en la piltra. Esta vez no tuve que esperar tanto: apenas hube rebotado en el colchón y ya estaba otra vez encendida. Soy bastante cagoncete (algunos lo llaman prudencia) en cuestiones entre vivos, pero nunca se me ha ocurrido que los muertos puedan quedarse por aquí enredando; aun así, miré por la ventana no fuera a ser que hubiera movimiento en casa de Rosarico. Todo parecía en orden. Me levanté, le di otro cuarto de vuelta a la llave de la luz y me volví hacia el catre. No bien había llegado a la mitad de la habitación, cuando la bombilla se encendió otra vez.
- ¡A ver, Miguel, que no estoy para juegos! –supongo que lo dije para espantar el miedo, porque ahora sí que se me habían puesto los pelos de punta.
Soy consciente de que hasta los milagros han de tener una explicación científica, así que monté guardia junto al interruptor y apagué la luz. Tuvieron que pasar unos cuantos minutos antes de que la casa entera temblara al paso de un camión por la carretera que pasaba junto a la puerta. Se hizo la luz. Repetí la acción un par de veces con el mismo resultado. La N-340 era más ondulada que una culebra de agua; con decir que uno de los piropos más socorridos era aquel de “Niña tienes más curvas que la carretera Málaga…”. La cuestión es que, si no tenemos en cuenta los Llanos de Carchuna, la única recta entre Motril y Adra es el trozo de carretera que va (iba) del Callejón hasta la Curva de El Pozuelo y allí los camiones aprovechaban para acelerar, de tal modo que la vibración te movía la cama y era capaz de encender la luz de la cámara.

Tardé un rato en conseguir que el interruptor adoptase una posición adecuada para resistir el retiemblo. Durante el resto de la noche, Miguel y yo descansamos en paz.