lunes, mayo 21, 2018

340 m/s



El día que D. Baltasar Jiménez me dijo que mi padre me comprase la Enciclopedia Álvarez Primer Grado llegué muy contento a casa; dejaba de ser un parvulito y pasaba al grupo de los mayores. De los que daban lecciones de memoria. Ignoraba que se me había acabado la infancia feliz y entraba en el mundo de las responsabilidades: de hecho, algo después, mi vida se redujo a estudio, exámenes, más estudio, temor a que el cura me hiciera una cara nueva, más estudio, y… vacaciones.
Pero el primer día lo disfruté. Mi primera lección de memoria fue de Ciencias Naturales: el agua. Definía la enciclopedia:
El agua es un mineral incoloro, inodoro e insípido.
Si yo hubiese sido un intelectual (de los que piensan lo que dicen) lo habría tenido crudo, dado que, a aquella edad, yo ignoraba casi todas las palabras que entraban en la definición.
Mineral: mi idea de mineral se reducía a las vagonetas que pasaban por encima del correo Granada-Berja entre Haza del Lino y Órgiva, que acercaban el “mineral” de hierro de las minas del Conjuro (creo) al puerto de Motril. Y aquello eran pedruscos que manchaban las manos de óxido, en ningún caso líquido que servía para lo contrario.
Incoloro: Podía entender incoloro como falto de color, aunque para mí el agua del mar era azul, la de la alberca era verde y la de la rambla bajaba marrón.
Inodoro: Nosotros no odorábamos las cosas, las golíamos.
Insípido: ¡Por Dios! Lo que comíamos estaba bueno (dulce) o malo (salado, agrio o amargo), pero todo echaba gusto a algo. Es verdad que, a veces, decíamos que una cosa no echaba gusto a nada, pero, por lo general, era para decir que había perdido el buen sabor que le correspondía. Ese “no echa gusto a nada” es lo que significa insípido. Fue después cuando nos cachondeábamos diciendo que el agua era un mineral insípido, insápido e insópido.
La definición de agua que venía en la enciclopedia se completaba con las palabras… , esto es, que no tiene color, no tiene olor y no tiene sabor. Menos mal.
Claro que el maestro podría explicar la lección y descifrar el significado de palabras tan raras, pero no sé cómo D. Baltasar se las hubiera arreglado para explicar la lección a los del Parvulito y a los que estábamos en las enciclopedias de Primer, Segundo y Tercer Grado. Los niños éramos autónomos y sabíamos qué hacer en cada momento: a primera hora de la mañana tocaba escribir una muestra, hacer una copia o, quizás, una redacción; después venían las cuentas o los problemas y, por último, la lectura. El porqué de las cosas tendríamos que aprenderlo con el tiempo. La teoría iba de memoria:
Pi es una letra griega que se escribe así, cuyo valor constante es 3’1416 (antes de que vinieran los ordenadores, en España la coma decimal no tenía nada que ver con la coma ortográfica ni con el punto anglosajón). Ni que decir tiene que, después de “se escribe así”, la enciclopedia incluía el símbolo griego de pi “p”.
Las lecciones de memoria se daban por la tarde, o mejor, se estudiaban por la tarde y preguntaban a última hora. Los niños estudiábamos al ritmo que describe Antonio Machado en su poesía Recuerdo infantil:
Una tarde parda y fría 
de invierno. Los colegiales 
estudian. Monotonía 
de lluvia tras los cristales. 
Es la clase. En un cartel 
se representa a Caín 
fugitivo, y muerto Abel, 
junto a una mancha carmín. 
Con timbre sonoro y hueco 
truena el maestro, un anciano 
mal vestido, enjuto y seco, 
que lleva un libro en la mano. 
Y todo un coro infantil 
va cantando la lección: 
«mil veces ciento, cien mil; 
mil veces mil, un millón». 
Una tarde parda y fría 
de invierno. Los colegiales 
estudian. Monotonía 
de la lluvia en los cristales.

 Hay episodios que han hecho historia; todo el mundo recuerda a Juan Cortés recitando la lección de su Parvulito:
- To loh qu’emoh nacío en Ehpaña zemos ehpañoleh.
- Somos, Juanico, somos –le rectificaba el maestro-.
- Zí, don Bartazah. To loh qu’emoh nacío en Ehpaña zemos ehpañoleh.

Así íbamos aprendiendo, muchas veces sin tener una idea clara de para qué servía lo que aquel día habíamos estudiado. Hubo una lección que me costó mucho tiempo asimilar en cuanto a su función práctica.
El sonido se propaga a una velocidad de 340 metros por segundo.
La velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo.
Sobre velocidades yo entendía ir al trote, al galope o a cuatro pies cerrao. Todavía no se habían inventado los términos “cagando leches” o “follao vivo”, o bien pudiera ser que a mí nadie me los había enseñado. A lo más que llegaba era a “salir espetao”. En todo caso, 340 m/s no me pareció una velocidad excesiva, comparada con la de 300.000 km/s. Como casi siempre fue el tito Manolo quien nos dio una explicación práctica:
El relámpago es el chispazo que salta entre las nubes cuando chocan y el trueno es el ruido que produce el topetazo; el relámpago y el trueno se producen al mismo tiempo, sin embargo, primero se percibe el chispazo y, al ratillo, se oye el trueno. Por la diferencia de velocidad.
Estaba claro. Mi hermana y yo, a veces, contábamos desde que se veía el relámpago hasta que se oía el trueno y así averiguábamos si la tormenta se acercaba o se alejaba.
De todos modos aquello era teoría espacial y aún no se había puesto en órbita el primer satélite artificial. Tardé tiempo en percibir con claridad la lentitud del sonido; fue un día que volvía de hacer una visita a mi abuela. Venía por la calle Enmedio, entre la casa del Aparato y la de Manrique el Feo, cuando vi a Andrés el Bizco que estaba majando esparto en la puerta de su casa; algo no funcionaba bien: veía como Andrés levantaba el mazo, lo dejaba caer cobre el manojo de esparto y me llegaba el sonido del golpe:
Brazo arriba
Mazazo
Brazo arriba… ¡pom!
Mazazo
Brazo arriba… ¡pom!
El porrazo sonaba cuando Andresillo mantenía el brazo en el aire. Entonces lo vi claro: estaba a una distancia de 150 o 200 metros y el sonido tardaba medio segundo en llegar. También entendí eso de que la experiencia es la madre de la ciencia.