lunes, enero 29, 2007

Milagros

Dios no hace milagros. Hacienda sí. En el caso de que Dios hiciese un milagro, sería tan cauto que, antes o después, los científicos encontrarían una explicación lógica. Hacienda no. Cuando Hacienda hace un milagro es científicamente indemostrable.

Al principio de la semana pasada, Andarín recibió la declaración paralela de Hacienda para el ejercicio de 2005. Les ha estafado 2100 euros. Y si Hacienda somos todos, resulta que Andarín ha estafado, de un golpe, a más de 40 millones de españoles.

La estafa es muy sencilla. Marcó la casilla de trabajador minusválido y el programa PADRE le calculó una importante deducción que ahora Hacienda le reclama. Al margen de que pudiera incurrir en delito fiscal. Andarín se miró las piernas y no notó el cambio.
- Tranquilo –se dijo-. Hacienda devuelve siempre con retraso.
Pero el hecho era innegable: ¡estaba curado!

Esta mañana, sin embargo, se pasó por la Delegación y comprobó su error. El milagro de Hacienda no era individual sino colectivo y afecta a todos los trabajadores autónomos. Los autónomos, ya sean minusválidos o todoválidos, no tienen derecho a deducción por trabajo personal. Esto me ha recordado la definición de trabajo que hacía D. Antonio Briones, mi profesor de F.E.N. “Trabajo es la prestación física o intelectual que el productor hace a la empresa a cambio de un salario”. Si no hay prestación no hay trabajo. Si no hay salario, tampoco. Los autónomos facturan, por lo general, servicios. Y la servidumbre no ha gozado nunca de muchos derechos.
En el caso de un empleado por cuenta ajena y un autónomo que ingresasen la misma cantidad con las mismas deducciones, el autónomo pagará a Hacienda 2.100 euros más. Y es que los españoles somos iguales pero unos más iguales que otros.
¡Milagro!


lunes, enero 22, 2007

De profesión informático

La primera vez que oí hablar de ordenadores tenía casi 20 años. Hasta entonces mis máquinas de calcular habían evolucionado desde las tablas de multiplicar hasta la regla de cálculo, pasando por un modelo en miniatura de la máquina de Leibtniz y las tablas de logaritmos de Vázquez Queipo. Nunca dominé el cálculo mental. He necesitado siempre de papel, lápiz y paciencia.

Mi padre si era un cerebro. Todavía me parece verlo con el lápiz en la mano delante de una columna enorme de números, la gota de sudor en la punta de la nariz y el cigarrillo, caldo gallina, a medio consumir en la comisura de los labios. Y sumando a una velocidad, para mí, de vértigo. Sólo utilizaba la maquinilla de Leibtniz para multiplicar. A mí me encantaba que, en tales circunstancias, me pidiese ayuda. Colocaba a mi izquierda la libreta con la lista de agricultores y los kilos de género entregados y, a la derecha, la maquinilla.
Precio del kilo de tomates: 2,15. ¡Raaas, raaas, raaas! Lo marcaba con las varillas frontales del aparato. Ya estaba preparado para atacar la lista de agricultores.
Fulanito de tal: 273 kilos. ¡Chas, chas, chas! ¡Cloc! ¡ Chas, chas, chas, chas, chas, chas, chas! ¡Cloc! ¡ Chas, chas! Total: 586,95 pts. Y lo apuntaba en la libreta.

Mi primo Juanito, además de ser maestro nacional, se ganaba la vida como podía. En una ocasión le ofreció a mi padre una calculadora eléctrica y ¡cómo iba a negarse a su sobrino! Le compró una maravilla de aquellas y nos reunió a toda la familia para enseñarlos cómo adelantaban los tiempos. Cogió una de sus sumas kilométricas y se puso a teclear cantidades. Cuando acabó, hizo la suma a mano y contrastó los resultados. Coincidían.
- Funciona –dijo-
Y la aparcó en una mesita auxiliar de su despacho junto a la máquina de escribir. No volvió a utilizarla. Era más rápido sumando a mano.

Lo de mi afición a la informática vino más tarde. De hecho, Quiosquera, que trabajaba en una empresa de servicios informáticos, llevaba tiempo hablándome de las excelencias de la profesión y del futuro que tenía. Pero yo seguía con lo mío. Hasta que descubrí que lo mío no era lo mío. Fue un lunes del mes de octubre de 9 a 10 de la mañana en clase de Álgebra y Topología. El catedrático nos demostró sobre la pizarra que un determinado entorno era abierto y no cerrado. Me lo creí. Se quedó mirando los garabatos del encerado, los borró y nos volvió a demostrar que4 el entorno era cerrado y no abierto. También me lo creí.

Por cortesía aguanté hasta que acabó la clase y me metí en el cine Petit Pelayo para ver la sesión matutina. Anónimo veneciano. Salí como la trama de la película. Con la moral bajo agua. Compré la Hoja del Lunes y me senté a leerla en la Plaza de Cataluña. Al pasar la hoja vi un anuncio. ¿Quiere ser programador de ordenadores?
- SÍ –me dije-.

Unos meses más tarde entraba como Operador-Progamador en una empresa de cerámica.





viernes, enero 19, 2007

La R.A.E. y el sexismo

Leía hace unas semanas la columna de Lucía Echevarría en ADN titulado Feminazis y machistófeles. Era una crítica a la Real Academia Española de la Lengua por un supuesto sexismo en la definición de las palabras y se centraba en la palabra “puta”: mujer pública. Y argumentaba que un hombre público es un personaje importante mientras que no se aplica el mismo rasero cuando se trata de una mujer.
La señora Echevarría se equivoca. Eso era así hasta hace algún tiempo. Hoy el diccionario de la R.A.E. define la palabra puto-a como “persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero”.

No tiene mayor importancia. El fondo del artículo, en mi opinión, lo que trataba de demostrar es que hay sexismo en el lenguaje. Y es verdad pero no por culpa de la R.A.E., que se limita o debe limitarse a recoger el lenguaje de la calle, trasladar las palabras nuevas al diccionario y redefinir las que tengan una nueva acepción, sino de quienes hablamos. Son muchos años hablando de una determinada manera para cambiar de golpe. Pero vamos cambiando. ¡Y lo que nos falta…!

Creo, sin embargo, que estamos sacando las cosas de quicio. Me he referido otras veces con ironía al discurso de los políticos cuando lo hacen interminable a base de repetir continuamente lo de: diputados y diputadas, hombres y mujeres, andaluces y andaluzas, compañeros y compañeras, ciudadanos y ciudadanas… Si por no hacer sexismo hemos de hablar así, estamos apañados.

Observo que la R.A.E. ya ha admitido “jueza” como mujer que desempeña el cargo de juez pero a mí, cada vez que oigo la palabreja, se me ponen los pelos de punta. Y no es que me moleste que una mujer sea ser juez, es que la palabra me suena despectiva. No hay problema con abogada, maestra directora, doctora, licenciada… Y son profesiones que los varones han ocupado casi en exclusiva.
El mismo repelús que me produce jueza lo siento al oír hablar de sargenta, tenienta, coronela o generala. Menos mal que todavía no se oye decir soldada o caba.
No soy filólogo pero tengo entendido que hay palabras sin género. Que se escriben y pronuncian igual, independientemente de que sea masculino o femenino. Sobre todo si se trata de adjetivos. A nadie se le ocurre decir que una mujer es fiela o que un varón es ebanisto o pianisto de profesión.

Estamos meando fuera de tiesto. La discriminación de género (otra que tal baila; yo había estudiado que las cosas tienen género y los animales sexo) no la vamos a arreglar con el lenguaje. Hay que arreglarla con hechos.

Tengo un amigo, se confiesa feminista, que cuando está en la cola del pescado y preguntan:
- ¿La última?
Se vuelve y contesta:
- El último.
Yo, que soy machista (eso dice Quiosquera y, si ella lo dice, es verdad), alguna vez que me han preguntado en la cola del pan:
- ¿La última?
He contestado:
- Servidor.

miércoles, enero 10, 2007

Aventuras y desventuras…: La vuelta.

Al igual que en la ida, los de Barcelona y Madrid volvimos por separado. Por la mañana nos tocó a nosotros. En la facturación no hubo problemas pero cuando llegamos al control de pasaportes el tío del K.G.B. estaba por acongojarnos.
Antes, Galina había estado haciendo pucheros mientras pedía a Quiosquera que no diese parte de ella en nuestras oficinas de España. Nos habló de sus hijos, de las dificultades que pasaba para sacarlos adelante, de la mala situación económica que se vivía en Rusia… Total, que nos ablandó y le prometimos que olvidábamos el tema.

El del K.G.B. empezó conmigo. Repaso al pasaporte y al visado y estudio riguroso de cada surco de mi cara. Le tocó el turno a la bolsa de mano. En Rusia está prohibido sacar del país objetos de arte y antigüedades. La emprendió con mi pastillero italiano, foto de la Plaza de San Pedro incluida. Lo miró por los 4 costados buscando, supongo, signos de antigüedad. Al no hallarlos, lo abrió. Lo típico: un par de aspirinas, un orfidal… y la piedra envuelta en un trocito de papel de wáter. La desenvolvió y luego me miró.
- Riñón –dije mientras señalaba el órgano-, piedra, meódromo… ¡chof!
Debió entenderme porque la envolvió primorosamente y la depositó en su sitio indicando que ya podía pasar.

Le tocó el turno a Quiosquera. Misma operación: pasaporte, visado y rostro. Luego le pidió el papelito de la aduana. El que decía cuánto dinero había entrado en el país; el que no nos habían sellado al llegar. Cuando lo vio nos informó, vía Galina, que aquel papel no valía porque no estaba sellado. Aprovechando la traductora le contamos la historia de los cheques de viaje pero ¡que si quieres arroz, Catalina!, el tío no tragaba. Galina nos dijo que el fulano quería quedarse con el dinero que mejor se lo diéramos a ella porque la policía ya ganaba un buen sueldo.
Empecé a cabrearme. Desde el otro lado del control agité el talonario de cheques de viaje mientras, con los dientes apretados, le soltaba:
- ¡Capullo, esto!
Debió entenderme porque dejó pasar a Quiosquera.
- ¡Lo que me ha costado convencerlo! –fue lo último que oímos decir a Galina.

Al cabo de unos días, Roberto Con O nos llamó desde Zaragoza.
- ¿Qué os pasó en el aeropuerto?
- Nada especial.
- Galina nos dijo que en la aduana os habían requisado el dinero.
Le conté la historia.
- ¡Hija de puta! A nosotros nos dijo que el policía os había desplumado y que era mejor que le diésemos a ella lo que nos sobraba. Por lo menos nuestro dinero valdría para alimentar a sus hijos. Todos le dieron la pasta. Menos yo que sólo le di la calderilla. El resto me lo metí en el calcetín.

La verdad es que fue un viaje en el que fuimos de cabreo en cabreo pero mereció la pena. Por supuesto que la Rusia de 2006 no tiene nada que ver con la de 1994. Pero eso es otra historia.