lunes, agosto 26, 2013

Via Voice

Corría el mes de abril de 1974 cuando me incorporé al Departamento de Informática de una comercial  de cerámica que andaba asociada con un grupo de arquitectos que utilizaban nuestro ordenador, o al revés, para cálculo de estructuras. Ya por entonces, mis jefes me aconsejaban que no perdiera de vista otras salidas de mis estudios ya que, en unos años, el usuario de informática se acercaría al ordenador y le diría qué deseaba hacer sin necesidad de un técnico en ordenadores que tradujera sus deseos a lenguaje máquina.

No fue hasta 1987 que me puse delante de una máquina que era capaz de escribir lo que yo le decía de viva voz. Para conseguir el efecto deseado, teníamos que leerle varias veces al aparato un texto que ya conocía; en inglés, por supuesto. Cuando la “taquimecanógrafa” mecánica se había habituado al tono de voz y era capaz de entender el texto escrito, ya estábamos en condiciones de poder dictarle. Los resultados eran escandalosamente divertidos; hubiera sido necesario hablarle a la máquina con un chinorro en la boca para simular el acento inglés y, quizá, ni así…

Al margen de las películas, donde era habitual ver a las máquinas dar órdenes verbales con timbre metálico, no volví a jugar con traducciones voz-texto hasta que llegaron los teléfonos móviles con sintetizador de voz. Los amigos que utilizaban el último grito de la técnica hacían demostraciones:
- Mira, Quiosquero. Para que no vuelvas a decir aquello de “me cago en la madre que parió al que inventó la tecnología”.
Sacaban el móvil del bolsillo y se lo acercaban a la boca.
- ¡Qui-os-que-ro! –decían en voz alta y silabeando a cámara lenta-.
Y mi móvil, modelo neolítico, empezaba a sonar en el bolsillo. ¡Maravilloso!

Después se puso de moda que, si alguien te dejaba un mensaje en el buzón de voz, se activase la posibilidad de transformarlo en un SMS que recibiría, en modo texto, el destinatario. Y ahí fue cuando se empezó a liar. Cuando la gente empezó a abusar de esta nueva utilidad sin un estudio previo del manual.
Estaba con Quiosquera cuando su móvil emitió el sonido de SMS.
- Alguien te ha enviado un mensaje.
- Es mi prima –dijo mientras manipulaba el aparato-.
- ¿Qué dice?
- ¡Qué raro! “Nos vamos a Cuba ya”.
- Estará de cachondeo.
- Capaz es que la hayan avisado de la agencia de viajes con una oferta de esas que no se pueden rechazar…
- ¡Llámala, llámala y nos enteramos!
Y la llamó.
- ¡Qué Cuba ni niño muerto! El mensaje que te he dejado era: “¡Nos vamos a Cubellas!
¡Arrea!

jueves, agosto 22, 2013

Podriáticos


Cada viernes tenemos mercadillo. Es una costumbre que ha venido a sustituir las ferias quincenales de los pueblos; sólo que ahora no se venden marranillos ni chotos ni borregos: ahora se vende de todo; desde unas bragas made in China hasta un jamón ibérico de bellota de Guijuelo (o sea, vegetariano), pasando por Subsaharian Tiffany, curtidos magrebíes y frutas del país. Ahí es donde pican las amas de casa; están convencidas que la fruta que viene directa desde el huerto al consumidor es más buena, más bonita y más barata: aciertan en una B, se aproximan en otra y, salvo en años de abundancia, yerran estrepitosamente en la última. La fruta del mercadillo (la del mercadillo que yo tengo a tiro) es más barata que la del supermercado, tiene un aspecto similar, pero no es más buena en absoluto. Y menos este año que el campo ha ido sobrado de agua.
Soy un entusiasta de los melocotones amarillos, de carne consistente y sabor a durazno, es decir, sabor al melocotón que comía de pequeño. Alguna vez los encuentro en ciertos supermercados, casi nunca en el mercadillo. Este año están llegando desabridos como ellos solos.

El término municipal de Albuñol es rico en toda clase de productos hortofrutícolas; podemos encontrar frutos tropicales como el caqui o la chirimoya (chichirimoyos los llamamos nosotros), albarcoques tempranos, pequeñitos y dulces, granadas, níspolas, melocotones, naranjas y un largo etcétera. La especialidades son varias: almendras, brevas, higos (mejores los de la Rambla de Huarea), uva de mesa, viñas y, la joya de la corona, hortalizas ultratempranas. Con el paso del tiempo, los frutales han ido cediendo terreno a los tomates, pimientos, berenjenas y pepinos; últimamente al cherry, que es algo así como el chanquete del tomate. Se mantienen las viñas y su derivado, el vino Costa, que por siglos se seguirá degustando en las tabernas próximas a las facultades de la Universidad de Granada.
Respecto a la fruta, Albuñol tiene un problema: el exceso de agua. Esta agua que va de maravilla para el cultivo en invernaderos, es una puñalada trapera en la producción de frutales. La viña aguanta en las laderas cara al mar, absorbiendo los rayos de sol y la brisa mediterránea. El almendro casi se extinguió durante las inundaciones de 1973 y las higueras permanecen como mudo testimonio de lo que puede llegar a ser un higo, fruto que alcanza su máxima expresión en el aterciopelado tacto de la variedad calabacilla.
Ahora, como ayer, la fruta se ha de madurar a mano. Los árboles crecen en las hondonadas y el agua, que baja filtrada desde la Sierra de la Contraviesa, engorda demasiado pronto el fruto, de modo que se pudre antes de madurar. Recuerdo que mi abuela guardaba los caquis y chirimoyas enterrados en paja en una cesta de mimbre; de allí los iba sacando, de uno en uno, a medida que maduraban. He intentado utilizar el mismo método con caquis comprados en el mercadillo y no funciona: los caquis se ponen amarillos, se engurruñen y al final se secan; no he conseguido que maduren.
De los años de mi niñez recuerdo especialmente los duraznos. Mi abuelo había comprado una cortijada en la Media Legua, cerca del Cortijo Bajo, y de vez en cuando subían mi tío Paco o mi tío Manolo y volvían con una cesta llena. El experto era mi tío Paco:
- ¡Antoñico, vamos a comer podriáticos!
Se sentaba con la cesta de melocotones entre las piernas y se ponía a pelar. La mayoría estaban agusanados y de los teóricamente sanos había que tirar la mitad porque venían aporreceados. Pero los cachos comestibles eran manjar de dioses.
Todavía sigo comprando melocotones con la esperanza de que su sabor y textura me recuerde los podriáticos que me pelaba mi tío Paco.

jueves, agosto 08, 2013

El mundo es un pañuelo


Para quien no haya tenido la experiencia de navegar por mar abierto, he de decir que un crucero es un tostón. Es válido para parejitas en luna de miel o ancianos que celebran las bodas de oro; un viaje relajado con tiempo suficiente para establecer relaciones personales y hacer alguna que otra panorámica en puertos más o menos turísticos. La gente joven con espíritu viajero y quienes realmente quieran conocer una ciudad es mejor que utilicen otro medio de transporte y dediquen mayor tiempo a las visitas.
Siendo así, alguien se preguntará por qué entonces me pego un crucero de vez en cuando. Es fácil: porque a estas alturas ya tengo las bielas oxidadas y los pulmones no me dan aire suficiente para echar diez o doce horas pateando una ciudad; si no ¿de qué?
La única ventaja de viajar en barco es que el primer día cuelgas la ropa en el armario y ya no hay que preocuparse de la maleta hasta la víspera del retorno.


Cada crucero tiene sus peculiaridades, si bien todos han coincidido en la normativa de comidas: desayuno y almuerzo discrecional y cena por turnos. Me explico. En las dos primeras comidas, el pasajero puede optar entre atiborrarse de comida plastificada en el correspondiente Self Service, o comer como una persona en el restaurante del barco; en este caso es recomendable atenerse a los principios de la buena mesa y conformarse con dos platos más la ensalada; así se evita el empacho y la revolución estomacal. La cena es cosa más seria y se establecen dos turnos de comedor: el primero, a las seis y media o siete, para los guiris; el segundo, a las nueve, para los españoles y algunos italianos; cada camarote tiene asignada una mesa fija. En nuestro crucero por el Báltico coincidimos con un matrimonio de Reus y otro de Madrid; charla intrascendente para tantear el terreno. Al final de la cena, los madrileños nos dijeron que hacían el viaje con unos amigos y que, a partir del día siguiente, los trasladarían a otra mesa para estar juntos; que no nos lo tomáramos a mal. Una vez se habían retirado, me fijé en un señor que ocupaba una mesa cercana y me pareció conocerlo:
- A ese tío lo conozco –le dije a Quiosquera-. No tengo puñetera idea de qué, pero yo he hablado con él.
- A mí no me suena de nada
El individuo en cuestión se levantó y echó mano al paquete de tabaco camino de una zona libre para el humo; tuve un flash.
- Fíjate en el paquete; a ver si es de Habanos.
En efecto, al pasar por nuestro lado pudimos ver que era ésa la marca de los cigarrillos.
- ¿Ves?
- Me sigue siendo desconocido.
Quedé dándole vueltas a la cabeza intentando recordar, sin éxito, en qué situación pudiera haber hablado con él. Tuve que olvidarme del tema.
Un par de noches más tarde, al salir del comedor vimos a la pareja madrileña y nos acercamos a saludarlos; iban acompañados de una señora que aún no habíamos tenido la ocasión de conocer. Llevábamos un rato hablando cuando se dirigió a mí.
- A usted yo lo conozco.
- No recuerdo.
- Sí. Fue en un crucero también. Al final hubo una especie de festival en el que participaron los pasajeros y usted nos recitó La Canción del Turista, una poesía que hizo a semejanza de La Canción del Pirata de Espronceda. También nos relató en verso un resumen del viaje.
- Entonces fue en el Volga, en 2006. ¿No será su marido un señor muy moreno que fuma Habanos?
- El mismo. En aquel crucero nos acompañaba nuestro hijo, que iba en silla de ruedas.
- Sí, un chico de 14 ò 15 años que tenía problemas de crecimiento de los huesos de las piernas y que lo iban operando para alargárselos.
- El mismo.
¡La de veces que Quiosquera y yo nos habíamos referido al chaval, a su capacidad de sufrimiento y la alegría y optimismo que transmitía! Llevaba no sé cuántas operaciones; le agarraban los huesos con unos clavos y se los iban estirando poco a poco. Y a cada tiempo una nueva operación para sujetarle los clavos en otro sitio.
- ¿Cómo le va al chico, que ya no será tan chico?
- ¡Qué va! Ya está hecho un hombre. Después de aquel viaje se le produjo una infección y lo tuvieron que operar varias veces para limpiarle los huesos. Todavía le quedan dos operaciones y le quedará una ligera cojera.
- Bueno, se lo veía con mucha fuerza de voluntad y con las consecuencias muy asumidas: lo superará.
- ¡Y tanto! Es ahora, que todavía se le nota mucho, y es el más optimista. “Venga mamá, me dice, que la única que ve que cojeo eres tú”.

Me alegré mucho. Uno tiene una especial sensibilidad para casos de estos y sabe el valor y la voluntad que hay que echarle para salir adelante. Y para que quienes te rodean dejen de preocuparse por ti y confíen en tus posibilidades.
Siete años después pude vislumbrar el final de una historia que había tenido muy presente en este tiempo.
Menos mal que el mundo es un pañuelo.