jueves, agosto 08, 2013

El mundo es un pañuelo


Para quien no haya tenido la experiencia de navegar por mar abierto, he de decir que un crucero es un tostón. Es válido para parejitas en luna de miel o ancianos que celebran las bodas de oro; un viaje relajado con tiempo suficiente para establecer relaciones personales y hacer alguna que otra panorámica en puertos más o menos turísticos. La gente joven con espíritu viajero y quienes realmente quieran conocer una ciudad es mejor que utilicen otro medio de transporte y dediquen mayor tiempo a las visitas.
Siendo así, alguien se preguntará por qué entonces me pego un crucero de vez en cuando. Es fácil: porque a estas alturas ya tengo las bielas oxidadas y los pulmones no me dan aire suficiente para echar diez o doce horas pateando una ciudad; si no ¿de qué?
La única ventaja de viajar en barco es que el primer día cuelgas la ropa en el armario y ya no hay que preocuparse de la maleta hasta la víspera del retorno.


Cada crucero tiene sus peculiaridades, si bien todos han coincidido en la normativa de comidas: desayuno y almuerzo discrecional y cena por turnos. Me explico. En las dos primeras comidas, el pasajero puede optar entre atiborrarse de comida plastificada en el correspondiente Self Service, o comer como una persona en el restaurante del barco; en este caso es recomendable atenerse a los principios de la buena mesa y conformarse con dos platos más la ensalada; así se evita el empacho y la revolución estomacal. La cena es cosa más seria y se establecen dos turnos de comedor: el primero, a las seis y media o siete, para los guiris; el segundo, a las nueve, para los españoles y algunos italianos; cada camarote tiene asignada una mesa fija. En nuestro crucero por el Báltico coincidimos con un matrimonio de Reus y otro de Madrid; charla intrascendente para tantear el terreno. Al final de la cena, los madrileños nos dijeron que hacían el viaje con unos amigos y que, a partir del día siguiente, los trasladarían a otra mesa para estar juntos; que no nos lo tomáramos a mal. Una vez se habían retirado, me fijé en un señor que ocupaba una mesa cercana y me pareció conocerlo:
- A ese tío lo conozco –le dije a Quiosquera-. No tengo puñetera idea de qué, pero yo he hablado con él.
- A mí no me suena de nada
El individuo en cuestión se levantó y echó mano al paquete de tabaco camino de una zona libre para el humo; tuve un flash.
- Fíjate en el paquete; a ver si es de Habanos.
En efecto, al pasar por nuestro lado pudimos ver que era ésa la marca de los cigarrillos.
- ¿Ves?
- Me sigue siendo desconocido.
Quedé dándole vueltas a la cabeza intentando recordar, sin éxito, en qué situación pudiera haber hablado con él. Tuve que olvidarme del tema.
Un par de noches más tarde, al salir del comedor vimos a la pareja madrileña y nos acercamos a saludarlos; iban acompañados de una señora que aún no habíamos tenido la ocasión de conocer. Llevábamos un rato hablando cuando se dirigió a mí.
- A usted yo lo conozco.
- No recuerdo.
- Sí. Fue en un crucero también. Al final hubo una especie de festival en el que participaron los pasajeros y usted nos recitó La Canción del Turista, una poesía que hizo a semejanza de La Canción del Pirata de Espronceda. También nos relató en verso un resumen del viaje.
- Entonces fue en el Volga, en 2006. ¿No será su marido un señor muy moreno que fuma Habanos?
- El mismo. En aquel crucero nos acompañaba nuestro hijo, que iba en silla de ruedas.
- Sí, un chico de 14 ò 15 años que tenía problemas de crecimiento de los huesos de las piernas y que lo iban operando para alargárselos.
- El mismo.
¡La de veces que Quiosquera y yo nos habíamos referido al chaval, a su capacidad de sufrimiento y la alegría y optimismo que transmitía! Llevaba no sé cuántas operaciones; le agarraban los huesos con unos clavos y se los iban estirando poco a poco. Y a cada tiempo una nueva operación para sujetarle los clavos en otro sitio.
- ¿Cómo le va al chico, que ya no será tan chico?
- ¡Qué va! Ya está hecho un hombre. Después de aquel viaje se le produjo una infección y lo tuvieron que operar varias veces para limpiarle los huesos. Todavía le quedan dos operaciones y le quedará una ligera cojera.
- Bueno, se lo veía con mucha fuerza de voluntad y con las consecuencias muy asumidas: lo superará.
- ¡Y tanto! Es ahora, que todavía se le nota mucho, y es el más optimista. “Venga mamá, me dice, que la única que ve que cojeo eres tú”.

Me alegré mucho. Uno tiene una especial sensibilidad para casos de estos y sabe el valor y la voluntad que hay que echarle para salir adelante. Y para que quienes te rodean dejen de preocuparse por ti y confíen en tus posibilidades.
Siete años después pude vislumbrar el final de una historia que había tenido muy presente en este tiempo.
Menos mal que el mundo es un pañuelo.

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