¡Ya le llego por...!
El sábado Diego Jr. celebró su cumpleaños con los compañeros de colegio y
nos invitó a que asistiéramos a la sopla de las velitas. Camino de su casa
lo encontramos acompañado de una recua de niños (18, creo) que venían del
Parque de los Mosquitos, donde habían participado en el apaleamiento de una
piñata. Marco Antonio y Ángel Alejandro vinieron escopeteados a subirse en
la motoreta del yayo: uno en cada pierna, no sin antes haber discutido para
hacer prevalecer su prioridad para sentarse sobre la pierna derecha del
abuelo, dado que sentarse sobre la pierna izquierda conlleva la posibilidad
de clavarse el aparato ortopédico en el culo.
-
Suegro, ¿por qué no entran al Mercadona y compran una tarta grande
mientras yo coloco a estos niños en casa?
No encontré justificación para negarme, así que Quiosquera, los dos nietos
pequeños y yo nos fuimos a comprar el pastel.
- ¡Yayo, -dijo
Ángel-
quiero el pastel de la Patrulla Canina!
- ¡No, al tete le gusta el
Capitán América! -rectificó Marco-.
Mientras ellos discutían, la abuela cogió el que le
pareció mejor, del que, por cierto, no me enteré cuál era el grabado.
Cuando
llegamos al ascensor de casa, Marco midió su estatura con Quiosquera.
Recuerdo que cuando yo era pequeño, todos nos medíamos con la tita Aurelia,
que era la más bajita de los hijos de mi abuelo Antonio. La diferencia con
los niños de hoy es que nosotros decíamos algo así como:
-
¡Ya le llego a la tita Aurelia por el hombro! ¡Ya casi estoy tan alto
como la tita!
Ahora son más directos.
-
¡Ya le llego a la yaya por las tetas! -dijo Marco.
Ángel no iba a ser
menos; se puso junto a mí:
-
¡Y yo le llego al yayo por la picha!
- No, hombre. Me llegas por el
ombligo.
- ¡Y por la picha! -insistió un tanto mosqueado-.
Debe ser cosa de la nueva educación
sexual, que llama a las cosas por su nombre:
al pan, pan y al vino, pan (o vino, no sé).
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