Polvo acústico
En una cena de Nochevieja donde predominaban los varones, se me ocurrió
decir que el mayor placer del género humano era la comida: me llamaron
maricón. Años después, en el aeropuerto de La Habana se me enrolló un
empresario alicantino; la conversación fue larga, porque larga fue la espera
del vuelo que debía llevarnos a Madrid. Luego de repasar la economía y la
política española, llegó a la conclusión, y así me lo dijo, de que el mundo
lo mueven dos verbos: comer y follar. Le di la razón basándome en los
primeros capítulos del Génesis, según el cual Dios dijo a Adán y Eva cuando
los echó del Paraíso: “Creced (comed) y multiplicaos (follad)”.
Cierto es que la vida está llena de pequeños (o grandes) placeres,
pero son estos dos los que ocupan la mayor parte de nuestra vida y, dado que
en el mundo occidental la comida apenas representa un problema, es el
mandato “multiplicaos” el que nos ocupa la mente; hasta cierta edad, claro,
porque llega un momento en que uno no come mucho, y follar, folla poco o
nada. Es entonces cuando aprendemos a valorar otros placeres.
Al
inicio de mi etapa laboral pasé bastante tiempo trabajando a la izquierda de
una impresora de martillos y el ruido acabó perforándome el tímpano. Estuve
varios años en tratamiento, incluso me hicieron un injerto (que no agarró) y
al final lo dejé por imposible. Me quedaron secuelas: pérdida progresiva de
la audición, ruido como quien se pega una caracola a la oreja y, lo peor,
las infecciones que pillaba cuando me entraba agua en las orejas. Esta
última secuela la pude controlar con algodoncillos, tapones de cera y un
tapón especial que me hicieron a medida; y, por supuesto, huyendo de toda
humedad cercana a la cabeza.
Bastantes años después, estando en Aguadulce, me levanté una mañana con el
oído izquierdo taponado y, teniendo en cuenta que el tímpano averiado era el
derecho, quedé sordo como una tapia, Un médico joven de la Clínica
Mediterráneo me sacó el tapón y me revisó ambos oídos.
-¿Es este el oído perforado? -preguntó-. Mire aquí señora -dijo a Quiosquera-.
Quiosquera
miró y no vio nada raro.
-¿Ve usted algún agujero? -insistió el
médico-. No puede ver agujero porque se ha cerrado la perforación.
La verdad es que aún hoy no me lo acabo de creer, a no ser
que, después de 15 años sin mojarme las orejas, se me hubiera formado una
capa de mugre que hiciera las veces de tímpano. Aquello implicaba que ya
podía ponerme un aparatillo para sordos y merqué un audífono. No es que oiga
a la perfección, pero en algo hemos mejorado. Tiene un pequeño defecto y es
que el oído se va irritando y acaba picándome como un demonio. Y como no hay
mal que por bien no venga, ese picor es la fuente del mayor placer que puedo
permitirme a estas alturas. Cuando acerco un bastoncillo al epicentro
picante, se dispara una sensación de placer que llega a su máxima intensidad
al tocar el punto G. Es un orgasmo de tres segundos que se puede repetir en
un par de ocasiones más, aunque la intensidad no sea la misma. Es a esto a
lo que llamo polvo acústico. Para que el lector se haga una idea,
imagínese un brazo o pierna escayolado que pica, y que a la aguja de hacer
calceta le falta como un milímetro para llegar al punto central de la zona
afectada... empuje hasta el fondo la aguja, más, más, más… ¿ya?. Pues eleve
esa sensación a la enésima potencia y sabrá lo que es un polvo acústico.
Nota.-
Hay verbos que no acostumbro a utilizar, pero en este caso no he podido
encontrar el eufemismo adecuado. Me pasa como a Isabelica la Pelá que mandó
a su Maribelilla al médico con la Adelina porque ella no sabía decir “cagueta en palabras finas”.
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