De higos a brevas
Vivo en una ciudad donde no mucha gente sabe qué es una breva; algunos
sólo han oído la palabra en expresiones como “No caerá esa breva” o
“Sucede de higos a brevas”. De hecho, durante mucho tiempo, si quería
comer brevas, tenía que pasarme por la Boquería o el Mercado de San
Antonio, y, en todo caso, era por darme un capricho, porque las brevas que
encontraba estaban bastante desabridas. Desde hace unos años, también las
encuentro (igual de desabridas) en Mercadona. Como me traen buenos
recuerdos, no pasa año que no las busque esperando dar con una remesa que
se parezca a las que me comía de pequeño. Alguna vez lo he logrado.
Aquí,
en Cubelles, pueblo natal de Charlie River, hay mercadillo los viernes.
Nos solemos acercar a echar un vistazo por si acaso hay algo interesante,
que lo hay: jamón de Extremadura, morcilla malagueña, calzoncillos
coreanos… y, por supuesto, verduras recién cogidas en la
vega cercana (El Ejido, Nerja, Almuñecar o el Valle del Jerte). El
viernes pasado había brevas en varios puestos; nos dimos una vuelta
sopesando la calidad del fruto: las vimos desde unas lustrosas y de buena
presencia a 5,90€, hasta otras más negras que el alma de un condenado,
rajadas y medio “espachurrás” a 3,50.
- De éstas -le
dije a Quiosquera.
- Son muy feas.
- Es que yo busco la belleza interior.
No es que yo sea experto en brevas, pero de las lustrosas compro cada año
y no tienen dulzor alguno; las espachurradas me recordaron el
aspecto de las que traía mi madre cuando se levantaba temprano y nos traía
un canasto de bravas fresquitas.
En efecto, acertamos: las mejores
que he comido en mucho tiempo. Estoy ansioso por que llegue el viernes y
poder repetir el experimento.
Es cierto que por buenas que
encontremos las brevas, no se puede comparar con la aventura que corríamos
cuando iba con José el de Luto o el Federico de Antonio Tomás y
asaltábamos las breveras de mi tío Enrique Manzano, sin esperar siquiera a
que maduraran. José y Federico eran los que se subían al árbol a comer y a
mí me ibas echando las suficientes para seguirles el ritmo. Recuerdo que
cuando íbamos en busca de las primeras de la temporada, verdes aún, se nos
ponían los labios como el sieso de una vaca (fino ha quedado, vaya).
En
mi casa se contaba a menudo una anécdota sucedida en nuestra brevera de la
charca de Huarea. La brevera, que daba sombra al caminillo que llevaba de
Huarea a la Rambla, era enorme y abastecía de brevas a media comarca. Era
habitual que la gente se sentara a su sombra y se refrescara con un par de
hermosas brevas; la gente de El Pozuelo iba expresamente a tomar su ración
de hidratos de carbono. En una ocasión la Mariquita de Pedro llevó al
bancal a la Mariquita de Frasco Galdeano (Garraspiche) y se pusieron a
comer brevas; es necesario aclarar que en mi pueblo las brevas no se
pelan, menos aún si están maduras, y a la Mariquita Frasco se le atascó un
pellejo. La otra Mariquita, asustada, pidió auxilio:
- ¡Acuid gente Guarea, que se ahoga mi niña con un pellejo de breva!
La gente de Huarea acudió, al menos la mujer de mi primo Culo Seco que
vivía allí mismo, y lograron desatascar la garganta de la niña. La frase
quedó para la historia y la utilizábamos para indicar que algo era de
extrema urgencia.
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