De esponjas y estropajos
En 1985 compré un terrenillo en
Vilanova del Vallés; era un cacho de cerro con bastantes pinos y unas cuantas
encinas. Mandé aplanar un trozo de terreno y allí levanté la casa más pequeña
que me permitieron las ordenanzas municipales. En el resto del terreno hice
bancales, procurando que la altura entre uno y otro no fuera excesiva; para
ello hube de liquidar los pinos, solicitando previamente permiso del
ayuntamiento, permiso que me fue concedido siempre y cuando plantase otro árbol
por cada pino cortado. Compré unos cuantos frutales a
raíz desnuda y me puse a cavar hoyos. Tenía una espiocha a mi medida, es decir,
pequeñita y de poco peso; cada vez que daba una cavada saltaban un chorro de
chispas y el pico rebotaba como si hubiese pegado en goma; estaba claro que,
con esa herramienta, la fuerza de mis musculillos y la dureza de la tierra (me
dijeron que era sablón) no iba a ser capaz de hacer los hoyos adecuados, así
que aparté unos cuantos ahorrillos y encargué la faena a un profesional. O eso
creí.
Cuando trabajo, no me gusta que nadie esté detrás de mí observándome; de
la misma manera, cuando alguien trabaja, tampoco me gusta observarlo. El
resultado fue que el profesional, en vez de hoyos cavó maceteros; lo justito
para que la planta se mantuviera en pie, siempre que no soplara el viento. Mi
vecino me lo chivó algún tiempo después y, desde entonces, los maceteros los
hice yo; sólo diré que me fue más fácil esculpirlos con un cincel y un martillo,
que intentar profundizar con mi espiocha. Llegué a tener en el terreno hasta 35
árboles frutales entre naranjos, higueras, cerezos, albaricoques, caquis,
granados y otros. La mayoría siguió el mismo proceso: agarró sin problemas,
creció robusto, produjo un excelente fruto y, a los tres o cuatro años, empezó
a chuchurrirse y acabó secándose. Al final sólo me quedaron unos almendros, un
naranjo y un mandarino (que recuerde). Lo que más me dolió fue la higuera de
calabacilla. Procedía de una higuera de mi tía Flora; mi hermana me la plantó
en una maceta y la guardó hasta que fui en verano a recogerla. Creció de forma
vertiginosa y el primer año le cuajaron dos higos; como Quiosquera me conoce y
sabe que los higos de calabacilla son mi debilidad (no hay nada comparable a su
sabor ni al tacto aterciopelado de su carne), dejó que me comiera los dos.
Tiempo habría para resarcirse. ¡Pues no!, la higuera siguió creciendo de forma
desaforada pero nunca más cuajó un higo. Hasta planté un cabrahigo para ayudar
a su polinización y, justo aquel año, cambié la casa de la montaña por un
apartamento en la playa. ¡Adiós a los higos!
Lo que sí me funcionó fue el
huerto. El bancal que le asigné tenía una tierra tan mala como los demás, pero
le puse el goteo y, gastando más en agua de lo que me hubieran costado en la
plaza, crie tomates, berenjenas, pimientos, judías cebollas, papas… y
calabacines. A pesar de casi ahogarlos en agua, los frutos eran muy buenos de
sabor, pero chiquititos. Menos los calabacines. Muchas veces cuando el domingo
volvía a casa, me dejaba dos o tres calabacines de cinco o seis centímetros, y
al sábado siguiente los encontraba de medio metro o casi una vara de largos, y
como el brazo de Esteve Reves de gordos. Y, aun así, estaban tiernos.
Mi vecino Emilio era de
Extremadura y más del campo que San Isidro. Como yo… sólo que él sí había
trabajado la tierra y sabía de agricultura. Los dos primeros años de vecindad
apenas nos vimos: Emilio había dado con una veta de tierra fértil en un
barranquillo cercano y se pasó estos dos años sacándola del barranco y
esparciéndola por su terreno. Había hecho dos bancales de casi un celemín cada
uno, y le metió medido metro de limo. Y allá dónde había de plantar un árbol,
hizo un hoyo de metro y medio de profundad por otro tanto de diámetro. Daba
gusto ver cómo crecían sus árboles y sus verduras, y la cantidad de frutos que
cogía. Yo creo que repartía hortalizas a todos sus vecinos: era imposible que
la familia, ellos solos, pudiera acabar con toda la cosecha.
A veces lo vigilaba mientras
estaba empleado en sus faenas agrícolas. Sólo por aprender, pero me fue
imposible imitar siquiera el género que él producía. En una ocasión observé
que, junto a un pino, le crecía un matojo, que se reganchaba tronco
arriba. No conocía la planta y le pregunté:
-
Emilio, ¿qué demonios es eso?
-
Son esponjas.
Me quedé pensativo. Yo conocía
las esponjas marinas y las de plástico, usadas en la higiene corporal, y las
esponjillas que venían en las camisas Suybalén, que utilizábamos para quitar la
mugre de los cuellos y puños el sábado por la noche y dejar la prenda dispuesta
para el domingo. Bueno…luego estaban los estropajos, pero eso ya era historia.
Hasta que la mata de Emilio
empezó a echar fruto y vi que tenía una forma y tamaño similar a mis
calabacines.
-
¡Coño, eso no son esponjas, son estropajos!
· Estropajo de aluminio:
también lo llamaban nanas. Mi madre lo usaba para fregar la caldera y las
sartenes grandes, antes y después de la matanza. A veces lo usaba también si
hacía limpieza general “muy a fondo”.
· Estropajo de esparto “comprado”:
eran espartos muy majados. Venían en manojos y parecía como si los espartos
hubieran pasado por una extrusionadora. Ideal para fregar ollas y cubiertos y,
en general, cualquier cosa susceptible de ser restregada (incluso la mesa
matancera); también para la limpieza del cuerpo. Tampoco se usaba mucho en mi
casa; demasiado fino.
· Estropajo de esparto
autóctono o casero: no sé si se hacía exprofeso o se aprovechaba cualquier
trozo de soga gorda o pleita espeluchada. Era la máquina de limpieza
habitual en casa de los agricultores, tanto si se trataba de limpiar utensilios
caseros como si trataba de higiene personal. Habitual en mi casa.
· Estropajo vegetal: no lo criábamos nosotros, pero en el Cortijo Bajo, en las tierras de mi tío Manuel “el
granaíno”, se daba con profusión. Cuando mi abuela o mis tíos más jóvenes iban
al cortijo, traían una remesa para abastecer a la familia. Se cuidaban con mimo
y sólo se usaban para restregarnos el jabón con “suavidad”.
Posiblemente, en mi casa el que más se lavaba
era yo; no porque fuera el más curioso, antes al contrario, pasaba por ser el
más marrano de la familia, lo cual me obligaba, u obligaba a mi madre, a darme
un bardeo a fondo cada día antes de meterme en la cama. Recuerdo que, al
ver el barreño esperándome cuando llegaba a mi casa empercudío, después
de pasar la tarde jugando en el rebalaje, se me ponía los pelos de punta.
-
Vienes hecho un “ceomo”. Venga que te voy a
dar un fregao -me decía mi madre-.
Lo habitual es que me metiera en
el barreño y me escaldara de arriba a abajo. Lo peor era cuando le tocaba a las
piernas; me hacía sentar en una silla baja, me frotaba con jabón de sosa, que
hacía ella misma, y acababa restregándome con un estropajo. Casero, por
supuesto.
-
¡Mamá, me escuecen las piernas! -me
lamentaba.
-
Eso es que las tienes cortadas del frío
-contestaba ella, aunque fuese verano.
¡Cortadas! ¡Desolladas vivas y con el pellejo levantado de restregarme el estropajo con los rabillos de los espartos tiesos!
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