San Pantaleón
Bérchules es un pequeño pueblo de
La Alpujarra granadina, célebre por dos cosas: un manantial de agua agria
(ferruginosa creo que se dice en fino), muy utilizada en el siglo XIX y primera
mitad del XX, para fortalecer y abrir el apetito de los zagales, y la
celebración de Noche Vieja (en realidad, Nochebuena, Nochevieja, Año Nuevo y
Reyes, cabalgata incluida) el primer fin de semana de agosto, para
esparcimiento de los malos pensamientos e intenciones de los zagalones.
A finales de los 60 y principios de los 70, los de la playa teníamos 10 u 11 días locos: La Virgen del Carmen en
Castell, 18 de julio nacional (excursión equina por la Rambla de Huarea),
Santiago en El Pozuelo y Santa Ana en Roquetas. Si no quedábamos satisfechos,
podíamos rematar el 27 de julio con San Pantaleón en Bérchules. Y es que, para
entonces, todavía no se había producido el apagón que hizo trasladar Nochevieja
al mes de agosto.
En el año que refiero, siempre y
cuando mi amigo el alemán no haya trastocado mis recuerdos, todavía no se
celebraba Santiago y algunos del grupo no habíamos podido ir a Santa Ana, así
que no quedaba otro remedio que poner rumbo a Bérchules. Además, Paco Pepe
había cargado las mozas en su 850 y tomado el rumbo de La Alpujarra. Yo solía
viajar con el doctor R.R., pero aquel día o su padre necesitaba el coche o el
coche necesitaba que Pedro el Mecánico le diera un repaso; lo cierto es que nos
encontramos sin mujeres y sin coche. Por entonces, no es que yo estuviera muy
ido por Quiosquera, apenas hacía un mes que la conocía y no más de 10 días que
había tenido con ella mi primera charla en profundidad, pero empezaba a
encontrarme a gusto, y ella era parte del cargamento de Paco Pepe: se imponía,
por tanto, buscar una alternativa y acudir a San Pantaleón.
La alternativa fue Paco Luís, que
no tenía previsto salir de fiesta aquella noche y, cuando llegamos a su casa, lo
encontramos despojándose de la ropa del trabajo. Nos costó convencerlo; al
final accedió y ya casi oscurecía cuando tomamos el camino de la sierra. Me
vuelve a fallar la memoria; sé que íbamos el doctor, Constantino, Paco Luís y
yo, pero dudo si también iba el boticario de Sucina. Él lo confirmará.
Habíamos traspasado la Contraviesa
e iniciado los primeros repechos que ascienden a Cádiar, cuando el R-10
empezó a fallar. Hasta que falló del todo y se paró. Por más que Paco Luís lo
intentó, no hubo manera de arrancar. Y estábamos cuesta arriba. Alguien observó
que cincuenta metros más adelante había un llano con tendencia a la baja, me
pusieron al volante y empezaron todos a empujar. Como yo no empujaba, no me
hacía una idea del esfuerzo que le costaba a mis compañeros, así que, puestos a
seguir la fiesta, pisé el freno al inicio de un repecho. Creo que no les gustó
la broma; no dijeron nada, pero a esa hora a mi madre se le pusieron las orejas
coloradas. Y, total, para nada, porque el coche no arrancó.
Pasó un camión de Cervezas
Alhambra (o Cruzcampo, vaya usted a saber) y el doctor y Constantino se fueron
en busca de ayuda. Volvieron al cabo de un buen rato con una lata de gasolina;
el camión los había dejado en la gasolinera de Cádiar y compraron combustible
por si acaso. Vinieron en un 4L de un tío que estaba repostando. Tampoco
arrancó el coche y le pedimos al del 4L que nos llevara a Bérchules. Nos cobró
400 pts, para nosotros una barbaridad.
En la plaza del pueblo estaba
medio Pozuelo: Paquito Casas y sus hermanas, Paco Pepe y las mujeres Romera, Roberto y su mujer… y José el de Luto. José se había comprado un 600 de
quinta o sexta mano, que se pasaba en el taller más tiempo que funcionando.
Aquella noche fallaba el arranque y allí estaba el coche en medio de la plaza
con el motor en marcha. José el de Luto explicaba como había sido el viaje
hasta Bérchules.
- Chiquiyo, m'han zalío un
par de coneoh por el camino y loh doh me z'han ehcapao por un pelo; al llegah a la curva han zeguío rehtoh y z'han ío fuera de la carretera. ¡Qué par de
coneoh máh hermozoh!
Nos extrañó que, a la hora que
era, no estuviese la gente en el baile. Nos lo explicaron.
- Estábamos en el baile y ha
llegado la Guardia Civil. Parece que no habían sacado el permiso y nos han echado
a todos a la calle.
En el bar de la plaza había un
futbolín y nos enganchamos a echar una partida. Mientras, José el de Luto, más
previsor que el resto, trajo un par de ruedas de churros. Nos las comimos en
un santiamén y sin dejar de jugar. Recuerdo que cuando daba un castañazo en
defensa, me resbalaban las manos en la empuñadura por efecto del aceite de los churros.
En vista de que la fiesta no
tenía visos de arreglarse, Roberto propuso que nos acercásemos a Murtas y allí
nos tomaríamos unas cañas. Por el camino intentamos arrancar el coche de Paco
Luís y, en un principio, pareció funcionar, pero camino de Murtas nos paramos
porque se estaba quedando sin luces. Mientras los “expertos” intentaban
averiguar qué pasaba yo saqué mi armónica y fui a darle una serenata a las
niñas. No es que sepa tocar (tengo un oído enfrente del otro), pero mi amigo
Bernardo de Alcaudete me había enseñado un par de canciones e hice un esfuerzo
por reproducirlas. Las notas estoy seguro de que las di, pero por el ritmo no
pongo la mano en el fuego. A 10 metros de distancia oía a José el de Luto.
- ¡Auh, chiquiyo, qué par de
coneoh máh hermozoh!
Decidimos que lo mejor era
volverse e irse a casa. El coche de Paco Luís seguiría al 600 de José y Paco Pepe
iría detrás alumbrando. Paquito Casas dijo adiós con el pañuelo y se perdió en
la noche. No duraría mucho la aventura. Yo iba en el coche de atrás con las
niñas y vimos como se abrían las puertas del R-10, saltaban los pasajeros a la
carretera y frenaban el coche sujetándolo como pudieron. Los frenos se habían calentado y
empezaban a fallar. Tuvimos que dejar allí el coche de Paco Luís y distribuirnos
entre el resto de vehículos.
Así acabó la noche.
- ¡Lástima de aquel par de
conejos tan hermosos!
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