Estado de alarma
Llevamos un mes encerrados,
aunque unos más encerrados que otros. Mi familia me ha diagnosticado como
individuo de alto riesgo y sólo me permite salir al balcón una vez al día de 20
a 20:05. Y sin asomarme demasiado (cosas del vértigo). A muchos de mis amigos
se le empiezan a notar los nervios en los guasap que mandan y no acabo de
entenderlo: al fin y al cabo, ellos son ciudadanos, esto es, animales nacidos y
criados entre las cuatro paredes de su casa (jaulas), con salidas esporádicas
al parquecillo cercano (corral). Los pueblerinos nacimos y nos criamos en
libertad y deberíamos estar más afectados al vernos enjaulados. En mi caso hay explicación
para que esto no sea así: a temprana edad me internaron en un colegio de curas
y cada estado de alarma duraba un trimestre con posibilidades de prórroga otro
trimestre más. Quiosquera no me cree cuando le digo que a mí no me da miedo la
cárcel, en todo caso me da miedo la gente que hay dentro; y es que no creo que
la vida en las cárceles actuales sea más dura que lo era en el internado del
Colegio Diocesano.
Eran otros tiempos. Tiempos en
los que prevalecía el respeto y la disciplina por encima de cualquier otra cosa. Recuerdo una conversación de mi
padre con D. Baltasar, el maestro recién llegado:
-
Si no se porta bien, leña al mono. Y me lo
dice usted para que yo también lo arregle.
Y eso que mi padre jamás me puso
la mano encima si no fuera para acariciarme.
De todos modos, desde los 4 años, en que empecé a ir a la escuela, hasta los 12, cuando fui a parar al internado, sólo me dieron una bofetada, que me gané a
pulso. Y en 5 años interno, una única vez me quedé castigado el fin de semana. O sea, que de
niño ya era bastante disciplinado.
Concretamente, en el internado,
las hostias se empezaban a repartir a las 7 de la mañana durante la misa en la
capilla y se extendían a lo largo de todo el día. Algunos comulgaban varias
veces. Y salvo contadas ocasiones, las recibíamos en estado de gracia, es decir,
después de haber cometido pecado, por lo general, mortal.
Coincidí con dos ejemplares
excepcionales, Chércoles y Fafi, ambos con el padre trabajando en Alemania. De
Chércoles se decía que lo habían expulsado de un reformatorio porque no podían meterlo
en vereda, y su madre lo internó dada la fama de duro de nuestro colegio; papá
le había regalado unos pantalones de cuero (made in Germany), que tenían un
peto con una pieza metálica que lo protegía de posibles agresiones y él se
aprovechaba para agredir a los demás de forma alevosa. D. José, nuestro padre
prefecto, se encargaba de distribuir solidariamente la agresividad y le suministraba
diariamente su ración de hostias.
Fafi era un caso aparte; no era
agresivo, no se metía con nadie, se llevaba bien con todo el mundo y caía
simpático, pero… iba a su bola y hacía siempre lo que le daba la gana. Como no
tenía bastante con la comunión diaria, D. José le compró un cinturón de cuero y
lo obligaba a llevarlo puesto siempre; cuando el encargado de clase o algún
profesor lo mandaba al despacho del padre perfecto, éste le pedía prestado el
cinturón y le daba unos cuantos latigazos. En vista de que esto tampoco
funcionaba, le dio nuevas instrucciones:
-Tú haces lo que te dé la gana
y cada dos horas me buscas, yo te doy un par de bofetadas y te vuelves a tu
clase.
Así sucedía. Mientras D. José
daba clase de religión, aparecía Fafi en la puerta:
- D. José, la hora.
D. José se levantaba, le
acariciaba ambas mejillas y lo mandaba de vuelta.
Bueno, me he salido de texto y de
contexto. Lo único que yo quería decir es que lo del encierro me afecta poco:
cinco años de internado, de aquel internado, crean callos que no los quita ni
el mejor podólogo. Y lo bueno es que estos callos a mí no me duelen, al
contrario, los recuerdo con mucho cariño y añoranza.
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