martes, abril 14, 2020

Estado de alarma


Llevamos un mes encerrados, aunque unos más encerrados que otros. Mi familia me ha diagnosticado como individuo de alto riesgo y sólo me permite salir al balcón una vez al día de 20 a 20:05. Y sin asomarme demasiado (cosas del vértigo). A muchos de mis amigos se le empiezan a notar los nervios en los guasap que mandan y no acabo de entenderlo: al fin y al cabo, ellos son ciudadanos, esto es, animales nacidos y criados entre las cuatro paredes de su casa (jaulas), con salidas esporádicas al parquecillo cercano (corral). Los pueblerinos nacimos y nos criamos en libertad y deberíamos estar más afectados al vernos enjaulados. En mi caso hay explicación para que esto no sea así: a temprana edad me internaron en un colegio de curas y cada estado de alarma duraba un trimestre con posibilidades de prórroga otro trimestre más. Quiosquera no me cree cuando le digo que a mí no me da miedo la cárcel, en todo caso me da miedo la gente que hay dentro; y es que no creo que la vida en las cárceles actuales sea más dura que lo era en el internado del Colegio Diocesano.
Eran otros tiempos. Tiempos en los que prevalecía el respeto y la disciplina por encima de cualquier otra cosa. Recuerdo una conversación de mi padre con D. Baltasar, el maestro recién llegado:
-        Si no se porta bien, leña al mono. Y me lo dice usted para que yo también lo arregle.
Y eso que mi padre jamás me puso la mano encima si no fuera para acariciarme.
De todos modos, desde los 4 años, en que empecé a ir a la escuela, hasta los 12, cuando fui a parar al internado, sólo me dieron una bofetada, que me gané a pulso. Y en 5 años interno, una única vez me quedé castigado el fin de semana. O sea, que de niño ya era bastante disciplinado.
Concretamente, en el internado, las hostias se empezaban a repartir a las 7 de la mañana durante la misa en la capilla y se extendían a lo largo de todo el día. Algunos comulgaban varias veces. Y salvo contadas ocasiones, las recibíamos en estado de gracia, es decir, después de haber cometido pecado, por lo general, mortal.
Coincidí con dos ejemplares excepcionales, Chércoles y Fafi, ambos con el padre trabajando en Alemania. De Chércoles se decía que lo habían expulsado de un reformatorio porque no podían meterlo en vereda, y su madre lo internó dada la fama de duro de nuestro colegio; papá le había regalado unos pantalones de cuero (made in Germany), que tenían un peto con una pieza metálica que lo protegía de posibles agresiones y él se aprovechaba para agredir a los demás de forma alevosa. D. José, nuestro padre prefecto, se encargaba de distribuir solidariamente la agresividad y le suministraba diariamente su ración de hostias.
Fafi era un caso aparte; no era agresivo, no se metía con nadie, se llevaba bien con todo el mundo y caía simpático, pero… iba a su bola y hacía siempre lo que le daba la gana. Como no tenía bastante con la comunión diaria, D. José le compró un cinturón de cuero y lo obligaba a llevarlo puesto siempre; cuando el encargado de clase o algún profesor lo mandaba al despacho del padre perfecto, éste le pedía prestado el cinturón y le daba unos cuantos latigazos. En vista de que esto tampoco funcionaba, le dio nuevas instrucciones:
-Tú haces lo que te dé la gana y cada dos horas me buscas, yo te doy un par de bofetadas y te vuelves a tu clase.
Así sucedía. Mientras D. José daba clase de religión, aparecía Fafi en la puerta:
- D. José, la hora.
D. José se levantaba, le acariciaba ambas mejillas y lo mandaba de vuelta.

Bueno, me he salido de texto y de contexto. Lo único que yo quería decir es que lo del encierro me afecta poco: cinco años de internado, de aquel internado, crean callos que no los quita ni el mejor podólogo. Y lo bueno es que estos callos a mí no me duelen, al contrario, los recuerdo con mucho cariño y añoranza.

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