Don Emilio
Han vuelto los niños a clase y advierto con envidia que todos están contentos porque van a encontrarse de nuevo con sus amigos. Están hartos de soportar a sus padres todo el verano, hasta las narices de ver las historietas sin gracia de Bob Esponja y sus amigos, aburridos de jugar cada día con los mismos juguetes y oír la misma cantinela de sus mamás:
- ¡Niño, recoge las cosas, no las dejes en medio del paso!
No es ese el recuerdo que yo tengo. Cuando iba a la escuela nacional, al empezar el verano mi madre me compraba un bañador anca Paquito el de la bodega y no me lo quitaba hasta que se me caía a pedazos, andaba descalzo o con unas alpargatas de suela de goma o cáñamo y me ponía pantalones los domingos para ir a misa. Pasaba el resto del tiempo revolcándome en el rebalaje, matando indios en lo alto del Carril o embistiendo a las olas en la playa. La cosa cambió cuando empecé el bachiller y me fui interno al colegio; como empezaban a salirme pelos en las patas estaba feo ir en bañador (ya había llegado el meyba) o calzón corto, y sólo me bañaba un rato a las horas de más sol. Y al llegar agosto volvían las pesadillas de cada año: el verano se había acabado y estaba de nuevo en el internado. A pesar del calor, sudores fríos me entraban.
Ya conté el fallecimiento de D. Alfonso, el maestro nacional de toda la vida, y lo contento que me puse porque ése a mí ya no me tiraría de las orejas. Lo que yo no sabía es lo poquito que me faltaba para empezar a ir a la escuela. Mi tía Aurelia me invitaba a menudo a irme a dormir a su casa y en tales circunstancias solía dormir con mi primo Antonio, ya casi en edad de abandonar “los estudios”. Las conversaciones con mi primo a la hora de meternos en la cama eran de alto nivel intelectual:
- Antoñico –me decía-, no te vayas a mear esta noche…
- Vale, pero tú no te tires peos.
- ¡Si son para calentar la cama!
- No es vedad; lo que pasa es que echan peste.
Se tiraba dos o tres cuescos, me hacía cosquillas y reíamos como tontos… o como niños. Hasta que la tita Aurelia o el tito Cristóbal nos reñía desde su habitación; entonces nos callábamos y nos poníamos a dormir.
Una de aquellas mañanas, el primo Antonio me llevó con él a la escuela; la verdad es que fui porque iba con mi primo. No tenía muy claro si todos los maestros eran iguales o no en eso de repartir candela. D. Emilio era el maestro que había sustituido a D. Alfonso Zamora y era tan buena persona como mal maestro; probablemente era mal maestro por ser buena persona: por no castigar a los niños los dejaba hacer lo que les daba la gana, y los de El Pozuelo no eran niños, eran (éramos) cafres. Encontré una escuela con los pupitres colocados en litera, es decir, unos encima de otros. En el ático de la pila de la esquina el Rosendico tocaba el tambor, mientras que José el de luto hacía el gato en los sótanos del mismo montón.
Aquello me gustó y, aunque no tenía la edad, me apunté y empecé a ir a la escuela. Apenas tengo recuerdos de ese curso escolar, quiero decir que no me acuerdo de lo que eran las clases; no sé si nos ponían a leer o nos enseñaban a escribir. Recuerdo que D. Emilio nos colocaba a los más chicos frente a la pizarra para enseñarnos los números; debíamos llevar aprendiendo números lo que a mí me pareció una eternidad, de modo que cuando estudiábamos las decenas pensé que ya deberíamos estar acabando. No había oído nunca hablar de la infinitud de los números naturales.
De lo que sí me acuerdo es de las trifulcas de clase. Un día sí y otro también, un par de niños (me acuerdo del Caneco, el Zarra, el Calorina y algún otro) salían de la clase y uno se iba a la puerta y el otro a la ventana, y, a la vez, cerraban puerta y ventana y dejaban el aula a oscuras. Entonces, los que quedaban dentro empezaban a gritar:
- ¡Y no se afeita el bigote! ¡Será porque no tiene melena!
D. Emilio no tenía ni bigote ni melena y no llegué a enterarme la razón de aquellos gritos. Lo curioso es que había un chivato que decía quienes habían cerrado la puerta y quienes habían gritado; el maestro no tomaba represalias.
En una ocasión estábamos esperando a que el maestro llegara para empezar la clase de las tardes. El Caneco (creo) se dio cuenta de que la ventana estaba abierta y, haciendo filigranas, se coló entre las rejas que la protegían y accedió al aula; regresó con un puñado de tizas en la mano. Un montón de chiquillos más copiaron la operación y vaciaron de tizas el armario. No habían salido todos cuando el profe apareció en la esquina de la Placeta:
- ¡¡¡Don Emilio!!! –gritó alguno.
Los críos atravesaron la reja en sentido contrario y echaron a correr como alma que lleva el diablo; me quedé solo sentado en el tranco de la Bodega.
- ¿Tú no corres? –me preguntó antes de darse cuenta de que habían saqueado la escuela.
- No –le contesté-, yo no he robado tizas.
Tampoco entonces tomó represalias.
Por eso me sentó muy mal cómo me trató en una ocasión.
Llegó un hombre que yo no conocía y estuvieron bastante rato hablando en la puerta. Los niños estaban todos sentados en sus pupitres completamente en silencio. Quizá por ser el más chiquitillo, yo no era propenso a meter mucho follín, pero aquel día agarré un brazo del sillón del maestro y empecé a golpear la mesa del pupitre. Al instante entró D. Emilio y muy enfadado me quitó la estaca de las manos, mientras me tiraba de la oreja y debía:
- ¡El pequeñín mocosín éste!
Quedé sorprendido y sin entender por qué me llamaba la atención si yo sólo había hecho lo mismo que hacían los demás en otras ocasiones.
Más tarde me enteré que el señor con quien hablaba D. Emilio era el alcalde de Albuñol.
Más tarde me enteré que el señor con quien hablaba D. Emilio era el alcalde de Albuñol.
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