Filosofando a la griega.
Diego Said nació en la otra orilla del Atlántico; apenas
lleva ocho meses en España y ya ha asumido que vive en “otro mundo”. Cuando yo
tenía su edad, mi programa de juegos y juguetes era muy poco variado. Tenía un
tren que me había fabricado yo mismo a base de unas cuantas latas de sardinas
(vacías) a las que había practicado un agujero delante y otro detrás (usando
como herramientas un clavo y una piedra) y unido con una guita, y un coche de
madera, fabricado con una tabla a la que mi padre había hecho dos hendiduras,
donde yo encajaba dos carretes (vacíos) de hilo a modo de ruedas. Con cuatro
piedras había edificado una zahúrda para criar y cebar marranos; los animales
eran pencas de chumbera y, una vez engordados, me montaba una matanza por todo
lo alto. Eso sí: la navaja (de punta redonda) era de verdad; me la había comprado
mi madre en una cuchillería de Granada, enfrente de la catedral, muy cerquita
de Plaza Bib-Rambla.
Lo de jugar a héroes vino después, cuando aprendimos a leer.
Fuimos caballeros espadachines cuyos nombres sacábamos de los tebeos: Capitán
Trueno, el Jabato, Milton el Corsario, el Guerrero del Antifaz, el Corsario sin
rostro, Sigur el Vikingo… Las espadas eran de caña que mangábamos en los setos
(las cañaveras no valían porque les faltaba consistencia): en la parte más
gorda de la caña hacíamos dos agujeros en línea y por allí metíamos otra caña
más delgada que hacía las veces de cruz. El combate era entre caballeros y
siempre empezábamos los torneos de la misma forma:
Los caballeros
enfrentados señalaban al cielo con sus aceros
- ¡Cielo!-gritaban
al unísono-.
Los bajaban apuntando
al suelo
- ¡Tierra!
Cruzaban las espadas
- ¡Cruz!
- ¡¡¡Y GUERRA!!!
Y empezaba la lucha sin cuartel.
Entendimos las regañeras de nuestros padres cuando en el
pueblo vecino una espada rota ensartó el ojo de uno de los contendientes.
Hoy los niños están más avanzados; todavía no saben leer y
ya juegan a superhéroes, sus espadas son láser y su lucha se desarrolla en las
galaxias. Diego Said no dice que éste (España) no es su país. Dice que éste no
es su planeta; su planeta es Tegus y está muy lejos. A su edad sabe señalar en
el mapa Barcelona, El Pozuelo y Honduras (más o menos). Un poco más pequeño, yo
pensaba que la tierra era una franja que se extendía a lo largo de la N-340:
por arriba estaban los cerros, por debajo nos bañábamos en la mar, a levante
estaba Huarea, y a poniente se situaba La Rábita. De Huarea p’allá estaban Adra
y Almería, y pasando de La Rábita se llegaba a Granada.
En una ocasión mi padre tuvo que ir a Madrid. Aquello
constituyó un acontecimiento: apenas podíamos imaginarnos cómo era el metro, un
transporte que iba sobre raíles y bajo tierra, de donde era muy difícil salir
en el lado adecuado de la calle. Mi tío Paco, que era el experto en
chascarrillos, decía que en Madrid había un edificio que lo llamaban la Casa
del coño, porque cuando los catetos la veían, invariablemente exclamaban:
-¡¡¡Coñó!!!
La cuestión es que mi padre pilló el correo de Berja (Alsina
Granada-Berja) y salió camino de Granada. Unos cuantos días después, que a mí
me pareció una eternidad, apareció en el correo de Almería (Alsina
Almería-Málaga). No dije nada, pero durante mucho tiempo no conseguí explicarme
que mi padre se fuera por Granada (poniente) y volviera por Almería (levante).
¿Por dónde había pasado? Y si lo había hecho por la N-340 (único camino
posible) ¿por qué no se había bajado en El Pozuelo.
Me consuela pensar que algunos filósofos griegos razonaron de
forma parecida.
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