Castañas asadas
Desde que nos jubilamos, acompaño a menudo a Quiosquera al supermercado; en realidad no hago nada, pero le voy dando conversación hasta que se pone nerviosa y me manda a hacer puñetas. Esta mañana he visto a lo lejos unas patatas muy gordas y coloradas; sorprendido, me he acercado lo suficiente para deshacer el error y comprobar que eran boniatos. Boniatos de verdad, “califonios”, nada que ver con las raíces arrugadas que se venden en algunas paradas. Si hay algo que me señala que voy para viejo, es que casi todo me retrotrae a recuerdos de la niñez.
Mi primo Manolico vivía en el Cortijo Bajo, a medio camino
entre El Pozuelo y Albuñol. El Cortijo Bajo es como El Pozuelo, pero cuesta
arriba; con la diferencia que por allí no pasa la carretera nacional y sus
gentes parecen más apavadas que nosotros los playeros. Mi tío Manuel, para
darle lustre a mi primo, lo mandó a la escuela de El Pozuelo, pensando sin duda
que D. Baltasar le iba a infundir más ciencia que el maestro del cortijo, y el
Manolico se instaló en la casa de mi abuela. No sabré nunca si eso fue una
suerte o una desgracia para mí. La cuestión es que, a pesar de que era un par
de años mayor que yo, nos hicimos compinches y andábamos siempre juntos. Seguramente
yo era más atrevido (o menos sensato) y él más ingenioso, pero pronto nos
hicimos acreedores de recibir las culpas de todos los males y disloques que
acaecían en la familia, aunque, como alguna vez he contado (la peseta del sello), fuésemos inocentes.
Una tarde llegamos y encontramos a mi abuela, que también
era la suya, pegada al rincón y, mientras vigilaba la buena marcha del puchero,
iba asando castañas en las brasas. Me fijé que la buena mujer cogía una
castaña, le daba un corte con la faca y la echaba debajo de las “estrebes”. Le
pregunté a mi primo:
- ¿Por qué corta la
abuela las castañas?
- Porque, si no,
explotan.
Me reí.
- ¡Anda ya!
Ni corto ni perezoso, mi primo Manolico agarró una castaña
bien hermosa y, en un descuido de mi abuela, la echó al fuego. Por si sí o por si
no, nos refugiamos junto a la puerta de la cocina, mientras intentábamos
aguantarnos la risa sin conseguirlo: se nos escapaban sonoros pedos nasales.
- ¿Qué nueva “haciura”
estáis fraguando? –preguntó mi abuela.
No le contestamos directamente, pero no tardó mucho la
castaña en hacerlo por nosotros. Un castañazo (en explosión) suena como los
tiros en aquellas películas del oeste en que las explosiones no son secas, sino
que parecen como de fogueo. Quizá por eso no acabamos de matar a la abuela y
sólo se quedó todo en un susto de muerte, porque, tras la explosión, no
quedaron ni ascuas debajo de las “estrebes”. A mi abuela le aparecieron tres o
cuatro agujeros en el delantal, y la ceniza le cubría hasta el moño.
Aprendí de golpe varias lecciones:
- que con las cosas de comer no se juega
- que el calor dilata los cuerpos
- que el coeficiente de
dilatación no es el mismo para todos los materiales
- que un experimento vale más que mil teorías
Bueno, y que mi abuela era una santa: ni nos mató, ni nos
desolló vivos, ni nada.
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