jueves, abril 20, 2017

Salí de Jamaica

Jamaica tiene dos puertos practicables para cruceros: Montego Bay y Ocho Ríos. Lo que a nosotros nos interesaba conocer está en Ocho Ríos y sus alrededores, por tanto, desembarcamos en Montego. El viaje hasta Ocho Ríos ocupa 2 horas para cada sentido del trayecto; en autocar local, por supuesto. Para amenizar el trayecto nos colocaron una guía cubana:
- Yo soy cubana, pero llevo 15 años en Jamaica. En ese tiempo he estudiado y aprendido la historia y costumbres del país; y no sólo del país: conozco la historia del Caribe.
 No empezaba mal la cosa porque, a veces, los guías ni tienen puñetera idea de lo que están contando.
-¿A que no saben ustedes –prosiguió- que Colón no era español?
-Era italiano –se oyó la voz del sabihondillo de turno.
-Vaya, pues fíjese que en su tumba dice que es español.
No dijo en cuál de ellas, lo que agradecí puesto que podía habernos dado una conferencia magistral sobre el periplo de los restos del Almirante.
-¿Saben por qué se habla inglés en esta isla? –continuó su exposición cultural-. Pues porque los ingleses la conquistaron y la dominaron durante un corto espacio de tiempo. ¿Y saben por qué se conduce por la izquierda? Pues porque los primeros coches que llegaron a la isla eran japoneses.
¡Claro! Y yo tengo dos brazos porque las camisas vienen de fábrica con dos mangas.

O la chica llevaba el rollo aprendido o algo vio que la hizo cambiar de táctica.
-Bien, veo que en el autocar no van niños y se puede hablar con libertad. Usted, señora –se dirigió a una de las primeras filas y que yo había observado que llevaba una camiseta con un lema que decía algo así como “no dejes para mañana lo que te puedas beber hoy”-, ¿es casada?
-¿Yoooó? No hija. Yo estoy en el mejor estado en que puede encontrarse una mujer: ¡viuda!
-¿Y ese señor?
 -Este señor no es familia mía, es mi querido.
Me pareció que el cielo se estremecía y que, allá arriba, una lucecilla temblaba más deprisa de lo que indicaban sus hercios.
-Es que las mujeres españolas, cuando vienen aquí y conocen a un jamaiquino, no quieren irse. Una vez me vino llorando un señor y me pidió que fuese a rescatar a su esposa que se había quedado en la playa. La busqué y vi que estaba liada con un autóctono; le expliqué que su marido la buscada desolado y me mostró el “aparato” del jamaiquino. “Cómo quiere usted que me vaya con esto”, me dijo. La verdad es que los jamaiquinos tienen todos una buena “lancha”. Y ya saben ustedes que la cosa de los hombres tiene la misma longitud que la planta de su pie.

Me quedé un poco estupefacto. A mí la naturaleza me ha engañado: calzo un 42, pero el colgajillo no se le acerca ni de lejos.

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