Eclipse Plus
Conocí
a Quiosquera en 1969 y nos hicimos novios en 1970; por entonces, yo tenía 20
años. Recuerdo una ocasión en que estábamos sentados bajo los eucaliptos que
jalonaban la carretera que lleva a La Rábita, elucubrando sobre el futuro y las
dificultades de movilidad que éste me podría traer:
-
Es que pudiera ser que a los cuarenta
tenga que ir en silla de ruedas –le dije-.
No
era para preocuparse puesto que ese futuro quedaba muy lejos (pensábamos
entonces). Pero pasaron los cuarenta, y los cincuenta, y los sesenta… y seguía
dándole a la pata por esos mundos de Dios. He de reconocer que cada vez con más
ayudas: una tobillera por aquí, una rodillera por allá, un bastón para
distancias largas, dos bastones para cualquier distancia, una faja para el
lumbago… Hasta ahora. Después de acabar asfixiado pateando los barrios viejos
de Varsovia, Poznan, Wroclaw y Cracovia, decidí que había llegado el momento de
agenciarme ayuda mecánica si no quería reducir drásticamente mis salidas
culturales. Había que conseguir un vehículo capaz de transportarme con una
cierta comodidad y que fuera susceptible de ser transportado a su vez con
relativa facilidad. De entre los modelos posibles había uno totalmente
plegable, que quedaba como un carrillo de la compra camino del supermercado,
que atrajo de inmediato mi atención; me lo desaconsejaron en la ortopedia:
cogía holgura a las primeras de cambio y era arriesgado circular con él por
determinados caminos. Vamos, que no era el todoterreno que necesitaba. Acabamos
adquiriendo el Eclipse Plus, un modelo más estable, con mayor autonomía y mucho
más barato. Estoy haciéndole el rodaje.
Me
llama poderosamente la atención el cuadro de mandos: indicador de batería,
botón para las luces, botón para el pito, llave de contacto y las dos
palanquitas de marcha adelante, marcha atrás que asemejan las palancas de
limpiaparabrisas e intermitentes de los coches normales… y actuales.
Mi
primer contacto directo con un coche, esto es, un coche al que yo pudiera
subirme y trastearlo sin que nadie me diese un tirón de orejas, fue el del tito
Manolo.
Era
una media tarde luminosa. Mi hermana y yo jugábamos en la puerta de la casa,
junto al agriaz, cuando apareció por la curva un deportivo descapotable, a mi
juicio, al cuatro pies cerrado, que pasó delante nuestro como una exhalación. Por
encima del parabrisas asomaba la cabeza del tito Manolo, un poco doblada sobre
el hombro derecho. Mi tío padeció siempre de problemas en la raspa y, en
aquella ocasión, la tortícolis le hacía llevar la cabeza al lado.
Debió
dar la vuelta un poco más arriba porque al instante aparcaba junto a la puerta
del molino.
-
¿Tito, es tuyo el coche? –preguntamos
mi hermana y yo-.
-
Sí, me lo voy a comprar.
Nos
subimos de un salto. Era tanta la ilusión que nos hizo, que ni siquiera nos
dimos cuenta de que el coche no tenía puertas. Ni puertas ni casi de nada. El
cuadro de mandos era parecido al de mi Eclipse; según nos fue enseñando después
el tito Manolo, tenía un interruptor para el “contacto”, otro para las luces,
un botón para la puesta en marcha, el pito y la palanca de cambio. Creo que
había un cuentakilómetros, pero no estoy seguro. Y ya está; la intermitencia se
hacía con el brazo, la marcha atrás funcionaba bajándose el conductor del coche
y empujando en la dirección contraria a la de marcha del vehículo, y el botón
de arranque funcionaba hasta una semana después de cargar la batería: en
adelante había que buscar un alma caritativa que te diese una “rachilla”.
En
el capó lucían las letras de la marca: BISCUTER Voisin.
¡Lo
que llegué a disfrutar aquel coche!
En
una ocasión veníamos cruzando el puente de La Rábita (seguramente habíamos ido
a ver a la novia), cuando nos cruzamos con otro Biscúter; el conductor empezó a
hacer señas y mi tío interpretó que quería que lo esperásemos.
-
Habrá ido a echar gasolina.
Nos
paramos en la cuneta, un poco más abajo del puente, llegando al empalme de
Albuñol y, en efecto, unos minutos después pasó cagando leches y haciéndonos
gestos con la mano. El tito arrancó y nos lanzamos tras él. Pasamos el
callejón, los cañaverales y los bloques y no lográbamos acercarnos. Al cruzar
El Pozuelo mi tío asomó la puntilla de la lengua entre los dientes y dio dos o
tres empujones sobre el volante. Algo no marchaba bien. Por fin, llegando a la
casa de mi tío Enrique Manzano, lo pasamos; por a la Barranquera lo llevábamos
pegado al culo y en el Cortijo de las Chumbas nos adelantó y nos dijo adiós con
el pañuelo. Dimos la vuelta a la altura del cortijo de Enrique Vargas; como la
carretera no era lo suficiente ancha para dar la vuelta al tirón, el tito
Manolo tuvo que bajarse, coger el coche por la parte trasera y acabar de girar
el coche a mano.
-
¡¡¡Maldecía sea!!! –resopló-.
-
¿Qué pasa tito?
- Que íbamos con el
freno de mano puesto.
Levantó
la vista. El otro Biscúter desaparecía por la curva de la Torre de Huarea. El
tito dudó un instante, arrancó y nos fuimos a casa.
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