Bullying
Los
niños han sido siempre los reyes (o reinas) de la casa y, a medida que avanza
la civilización, esta realeza va camino de deificarse. Creo que todo el mundo
(o casi) estará de acuerdo en defender los derechos del niño, su educación, su
integración paulatina y no traumática en la cadena productiva y hacerles la
vida lo más cómoda que seamos capaces.
Los
niños, muchos niños, pueden ser (muy) crueles y abusan de los más débiles. Es
habitual ver en las escuelas cómo machacan al gordito, al que lleva gafas o al
debilucho. Eso, que antes se llamaba acoso escolar (y antes aún, mala leche),
ahora se denomina bullying y los
padres vigilan que no lo sufran sus hijos por si hay que echarles una mano; la
misma circunstancia preocupa poco a los padres de niños fuertotes y acosadores.
Y está bien que así sea (lo de echarles una mano), aunque tal vez haríamos bien
en intentar que nuestros hijos sean autosuficientes para sacudirse este acoso.
Porque cuando sean mayores sufrirán mobbing
y, quizás, en la residencia de ancianos que los acoja estarán sometidos a porcullying.
De
hecho, los niños se defienden (o defendían) del acoso con las armas que la
naturaleza ha puesto a su disposición. Así, los listillos se arriman a los
perdonavidas, los estudiosos se hacen un hueco a base de conocimientos, y otros
se agarran a su simpatía o adquieren fama de folloneros y traviesos para buscar
su lugar en el grupo. Sin embargo, siempre habrá alguno que no tenga o no sepa
usar sus cualidades en beneficio propio y será el burro de los palos o el
objeto idóneo para la burla y befa de sus compañeros.
No
hace mucho me pasaron un vídeo donde se veía al gordito de turno acosado por
dos de sus compañeros; ante los intentos de agresión de los valientes el
gordito se cubría la cara con las manos y retrocedía hasta dar contra una pared
que le impedía continuar su huída. Coincidió que le tocaba el turno de agredir
al más pequeño de los dos acosadores. Como el gordito no encontró salida, se le
cruzaron los cables, agarró de un brazado al fanfarrón y lo estampó contra el
suelo. ¡Oh, casualidad! En aquel momento pasaba por allí una maestra y el video
acababa con la regañina que esta le pegaba al gordito. En todo caso, estoy
seguro que, la próxima vez, los acosadores se lo pensarían dos veces antes de
meterse con uno que era capaz de cabrearse hasta el punto de optar por
defenderse.
No
tiene nada que ver con el acoso, pero el video me recordó un suceso que me acaeció
cuando yo tenía nueve o diez años. Entre los niños de una misma edad siempre
hay alguno que desarrolla más musculatura que los demás; algo de eso le pasaba
a uno de mis amigos, que se paseaba como si el pecho no le cupiese entre los
brazos. No es que abusase de su fuerza sino que, consciente de ella, imponía su
ley al resto del grupo que acatábamos su primacía sin rechistar. Hubo una
ocasión en que discutimos y yo no fui capaz de dominar mi orgullo o chulería
(vaya usted a saber) y llegamos a las manos; tal como nuestros respectivos
físicos indicaban, mi compañero me calentó a base de bien. En adelante no hizo
ningún nuevo intento de imponerme su voluntad a golpes, pero sí solía soltar
una risilla sarcástica en mi presencia y el cachondeíto no me gustó, así que, cuando
se me puso a tiro le solté un sopapo; ni que decir tiene que me volvió a
calentar. Pero ya había dado el paso y no me iba a acobardar: la siguiente vez
que logré acercarme a él le volví a atizar… y volvió a agarrarme del pescuezo y
tirarme al suelo; cuando estaba a punto de romperme la nariz de un puñetazo, se
lo pensó mejor: sonrió y dejó que me levantara. No puedo decir que hayamos sido
grandes amigos pero, todavía hoy, nos alegramos de vernos.
No
digo que los acosos deban resolverse a golpes; digo que tampoco haríamos mal en
enseñar al acosado a que se defienda.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio