El corralillo
La
casa de un agricultor indica claramente a qué se dedica su dueño, cuáles son
sus medios de producción, cuál su modus comiendi
(o masticandi) y, si me apuran, sus
excedentes y sus previsiones de futuro. Dos son los recintos que definen el
status económico del agricultor: la cámara y los corrales.
La
cámara, de la que nos ocuparemos otro día, es el almacén de las morcillas, de
las longanizas, la sala de salazón de los tocinos, de la zaranda del pescado,
de los higos secos… Vamos, que huele que alimenta. También suele contener el
maíz en grano, los excedentes de naranjas, sandías o melones… y cualquier otra cosa
de uso alimentario susceptible de resistirse a la podredumbre. Algunas cámaras
pueden albergar hasta un catre para el verano, sabido, como se sabe, que es la
habitación más fresquita de la casa.
Pero,
dejando al margen el asunto de la jalancia, lo que a mí me gusta de una casa de
campo son las estancias de los animales: una buena cuadra para la caballería,
un buen corral para el ganado aviario (sin olvidar los conejos), una buena
zahúrda para los marranos y un redil para cabras y borregos; espacios propios
de las casas aisladas y que han ido desapareciendo con la civilización. En este
aspecto, la casa más completa que he conocido fue la mi tío Enrique Manzano.
Aclaro que los hermanos de mis padres son mis “titos” y que los titos de mis
padres con mis “tíos”. Por tanto, mi tío Enrique era hermano de mi abuela
materna. Y como éramos vecinos, yo repartía mi tiempo entre su casa y la casa de
mis abuelos (paternos). Mi tío se dedicaba a labores del campo en general: era
agricultor de hortalizas y destripaterrones de secano; lo mismo freía un botón
que zurcía un huevo, es decir, llevaba entre manos la huerta, el cultivo del
trigo, la cebada y los garbanzos, cuidaba la viña y era experto en higos de
calabacilla y brevas blancas y negras; además cuidaba de, al menos, una pareja
de mulos. Mi tía Dolores se encargaba de todo lo demás: un corral con
tropecientas gallinas, patos, pavos (a mí me suenan un par de ocas) y conejos,
una piara de marranos cebones, una marrana de cría con sus siete u ocho
mamoncetes, unas cuantas cabras y algún borrego; y encima le sobraba tiempo
para hacer la comida, remendar camisas, barrer la casa y enseñar a las niñas a
hacer encaje de bolillos.
Para
tanto ganado se necesitaban departamentos adecuados y mis tíos disponían de
ellos. Vista la casa de frente, a la izquierda se abría el portón de la cuadra,
que, además, albergaba el ganado caprino y ovino; entre la cuadra y la puerta
de entrada a la casa, en alto, estaba el pajar. Pasado un almacenillo de
entrada y antes de llegar a las estancias interiores, a la izquierda, el lagar
para pisar las uvas; daba directamente a una cuba, en la bodega, que estaba a
la altura de la cuadra (más o menos). En la parte de atrás y dando a la vega,
el corral y la zahúrda; el ganado volátil solía andar libremente por toda la
zona trasera. La parte habitable era mucho más modesta, excepción hecha de la
cámara, que pillada casi todo el piso alto. Una delicia.
La
casa de mis abuelos era más humilde. La cuadra era también zahúrda, bien
entendido que a mi abuelo jamás le conocí caballería; y el corral se componía
de un par de docenas de gallinas. Es curioso que en la cocina de mi casa había
una puertecilla que daba directamente al corral de mi abuela; facilidad para
aprovisionarse de huevos, supongo. Porque en mi casa no había corral… ni cuadra
ni zahúrda ni nada. Y mi madre debía de aburrirse por falta de trabajo ya que
continuamente insistía a mi padre en la necesidad de habilitarse un corral. De
hecho, con tela metálica y unas estacas construyó un gallinero, aprovechando un
murete que separaba la zona de viviendas y la zona agrícola. Lo que pasa es que
una mala zorra se enteró y nos hizo dos visitas sucesivas: dos gallinas que se
llevó para comerse y otras cuantas que mató por puro placer. Total, que ni
padre no pudo resistirse y encargó la construcción de un corralillo muy cerca
del lugar en que se encontraba el gallinero. Creo que le salió más pequeño de
lo que pensaba pero cabían los dos marranos cebones, una docena de gallinas y
el Verdugo (el burro que compró mi padre) aparcado en batería. Incluso, a fuer
de convertir el corral en un piso patera, hubo una época en que mi madre echó
una marrana de cría.
Para
construir el corralillo mi padre contrató a Ricardo Berenguer y, de esto no
estoy seguro, a su hermano Andrés (Andresillo el Bizco para los amigos). Yo
debería andar por el final de los tres años o por el principio de los cuatro y
solía acercarme a ellos cuando se tomaban un respiro para echar un cigarro. Mi
padre, como todos los padres, presumía de niño espabilao y mostró a los
albañiles que yo ya sabía leer; en mala hora. Ricardo tomó la palabra e hizo
una exposición de lo que me esperaba cuando fuese a la escuela.
- Don Arfonzo –decía- eh mu güen maehtro pero mu duro. Zi no te
zabíah la lerzión, te ponía de roíllah hunto a la pizarra, con los brazoh en
cruh y un libro en ca mano y como te ze caiera el libro te daba un pah de
cuhcurrunazoh.
- Ar Hozeíco de
Zenzión –intervenía
Andrés- lo puzo una veh de roíllah con un
garbanzo debaho ca roílla.
- Hombre, eh quel
Hozeíco era máh malo qu’er zénico. M’acuerdo qu’íbamoh toh pelaoh a rape pa que
no noh pudiera trincah de loh peloh, pero era iguah: noh hazía la carrerilla la
liendre. Tal qu’azín.
Y
me ponía una mano en la cabeza apoyando el dedo gordo en una de las patillas.
Lo apretaba a la vez que lo arrastraba patilla arriba y ¡coño, como escocía la
liendre cuando pasaba!
- A mirmano Andréh
lo trincó un día de l’oreha y lo zuhpendió p’arriba. Fíhate, tavía tiene el
lóbulo dehpegao.
Yo
tenía ilusión por empezar a ir a la escuela ya que eso significaba que te
estabas haciendo mayor, pero se me quitó de golpe. Cuando escuché los relatos
de Ricardo, me entró un hormigueíllo en el estómago que me duró bastantes días
y se me pasaron las ganas de aprender.
Casi
que se me había olvidado la preocupación cuando, al final del verano de 1954,
unos meses después de construir el corralillo, se murió Don Alfonso Zamora. El
día del entierro la Placeta estaba a reventar de gentes venidas de todos los
contornos, mi madre me tenía en brazos junto al poste de la luz que hay o había
frente a la casa de los Zamora y yo estaba contento. No recuerdo ni el ataúd,
ni la familia, ni la gente que allí había. Sólo recuerdo mis pensamientos:
- Éste ya no me tira a mí de las orejas.
1 comentarios:
Genial!
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