De sequías y otras catástrofes
Soy hijo de agricultor, nieto de agricultor, bisnieto de
agricultor, tatara… Hasta ahí no llego, pues la pista se me acaba en los
abuelos de mis padres, pero todo induce a pensar que mis ancestros fueran
agricultores, al menos hasta llegar a Caín. Por tanto, digo verdad cuando
afirmo que soy más del campo que San Isidro (Labrador). Sin embargo, no sé nada de
agricultura. Es verdad que algunas vecesfui con mis padres a aclarar maíz,
plantar huerto o a espantar a los gorriones para que no se comieran la simiente
que acabábamos de enterrar en los liños. Eso era más divertido:
-¡Aaay, pillo, que te
comiste los peeepinillos! ¡Aguarda, aguarda! –voceábamos mi hermana y yo,
mientras faldoneábamos reguera arriba, reguera abajo.
Como ejercicio no estaba mal. Lo de espantar gorriones era
harina de otro costal: a estas alturas de la vida pienso que aquellos pájaros
todavía se están riendo viéndonos hacer el idiota.
De pequeño fui un miscandero y mi madre estaba preocupada
porque tenía menos chichas que un guiso de Celedonia, que un día el Barreiros
(dicen) le echó una brocha de afeitar vieja en el puchero, y el ciego chico le
protestó porque la carne le había quedado dura; se inventaba (mi madre) de todo
para hacerme comer y lo que mejor le funcionó fue mandarme a llevar las migas a
Garbancito a la vega. No es que comiera mucho, aunque algo más sí; y aprendí
muchas cosas: aprendí a fumar, a torear un borrego que teníamos, a poner
trampas, a tirar piedras… Me iba fijando en las cosas que hacía Garbancito a la
hora de cuidar la cosecha y llegué a ayudarlo a regar; él vigilaba el final del
liño y cuando el agua había empapado bien la tierra me avisaba para que yo
tapase la entrada. Con todo no fui capaz de determinar cuándo las plantas
tenían sed; sólo sé que regaba muy de vez en cuando y eso que nosotros teníamos
toda el agua que queríamos ya que mi padre había excavado un pozo a medias con
el vecino.
Este año, cuando planté la cosecha, la vigilé durante unos
días y me pareció que las plantas agarraban. El deber de jubilado hizo que me
tuviese que desplazar a Polonia durante una semana y estuve sin regar 15 ó 20
días. Al volver me encontré las plantas casi del mismo tamaño que cuando me
fui, es decir, bonsais, pero habían aguantado; les pegué un buen regado y a la semana siguiente se
habían estirado un poco y estaban todas, sobre todo las judías, llenas de
flores. Hasta le dije a Quiosquera:
-Fíjate que pedazo de
pendones nos han salido: tan chiquitillas y ya están todas preñadas.
No fueron bien las cosas. Los tomates y pimientos nacieron
muy pequeñitos y los tuvimos que tener varios días en la incubadora, los
melones abortaron, esto es, se les cayó la flor antes de cuajar, y las judías
murieron de sobreparto: se secaron después de la primera cogida. Lo único que
ha aguantado ha sido una berenjena y debe ser porque tendrá el embarazo más
largo.
No acaba ahí la tragedia. Hemos estado dos días en la ciudad
(para ver las dos actuaciones del niño), sólo dos días y, encima, uno de ellos
llovió. A la vuelta hemos encontrado las plantas chuchurrías; las berenjenas estaban como
consumidas, los tomates tenían los tallos arrastrando por el suelo y los
melones afligíos; a las judías las enterré cuando se murieron. No se me ocurría
cómo había podido pasar si yo las riego cada tres o cuatro días y no habían
estado más de dos días sin agua; ahora me he enterado que Quiosquera les echaba
un chorro cada vez que las veía agostadas. Las regué con profusión y cuando
al cabo de un rato fui a verlas, estaban todas más tiesas que un virote. No
acabo de entenderlo: estoy seguro que Garbancito regaba cada semana como mucho,
que en los invernaderos del Mar de Plástico, con el goteo y los inventos
modernos gastan menos agua que yo, y sin embargo aquí, que el sol calienta
menos, las plantas se me queman. Claro que ahora las estoy regando cada vez que
las veo un poco mustias y están todas más tiesas que un palo y las tengo otra
vez preñadas. Ni que les estuviese disolviendo viagra en el agua; las jodías,
en cuanto oyen mis pasos, empiezan a aplaudir de contento.
Me lo dice
Quiosquera:
-¿Por qué no bebes de
ese agua tú también? A ver si así…
-¡No, no, no! ¡Ni hablar!
–le contesto- Yo sólo bebo Lanjarón.
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