Y descendió a los infiernos
Las dos veces que más cerca he estado del cielo (con los
pies sobre una superficie con apoyo firme en tierra), fue cuando subí a la
terraza de una de las Torres Gemelas de Nueva York en el año 2000, y cuando
contemplé el desierto de la Península Arábiga desde el piso 125 de Burj el Khalifa
en Dubai.
Aproximarse al cielo es fácil; sobre todo desde que el
hombre inventó el ascensor. En un minuto y pico te ponen a una altura que sólo
alcanzan los aviones tripulados por los terroristas suicidas de Bin Laden. Pero
bajar a los infiernos… Fíjense que para referirnos a ellos utilizamos el
plural. Algo así como si se hubieran creado varios para que la gente tenga menos
dificultad en encontrarlos. Hacia abajo sólo recuerdo haber bajado al pozo de
una noria que había en una de las derramas del Barranco de la Fuente y había
quedado anegada por las inundaciones del 58. Eran 4 metros escasos y apenas podría
hablarse de infierno. Más cerca estuve en 1993 en Turquía cuando descendí hasta
el quinto sótano de la ciudad subterránea de Kaymacli. No sé hasta que
profundidad llegamos, ni falta que hace; lo que no olvido son los pasillos
estrechos, bajitos y en pendiente. De pie se dejaba uno los cuernos pegados en
el techo; agachado me despellejé ambos hombros y me descoyunté las cervicales;
caminando de lado me chirriaba la rabadilla. Acabé bajando a rastra culo. Para
ser sincero no me acuerdo cómo subí. Nos dijeron que en el piso más bajo
alojaban a los chavetas: el silencio y la temperatura constante ayudaban a su
curación. Es mentira; los metían allí porque de ese modo era poco probable que
escaparan.
No sé si fui yo el que acuñó la frase o si la tomé prestada
de otro: La vida del turista es dura.
Es dura por el precio que se ha de pagar; es dura por los madrugones que te
pegas; y es dura porque caminas en un día el cupo de un mes; en mi caso, de un
año por lo menos. Algún día contaré cómo me visto los días laborables y cuál es
mi indumentaria los días de turismeo. Y cómo vuelvo de cintura para abajo. De
cintura para arriba quedo igual de jodido, pero eso es por causa del tiempo.
Me he enrollado. Quería hablar sobre mi reciente visita a
las minas de sal de Wieliczka y se me ha ido el santo al cielo (o al infierno,
vaya usted a saber). Entre las excursiones opcionales del circuito “Maravillas de Polonia” la que atrajo mi
atención fue la de las minas y, como casi siempre que voy por ahí, intenté
documentarme. Tuve que recurrir a blogs especializados para enterarme que la
caminata abarca una longitud de 3,5 km. e incluye sobre los 800 escalones, lo
cual supera ampliamente mi capacidad motora; ni siquiera después de saber que
dispondríamos de un ascensor para la subida me vi en condiciones de asumir el
riesgo. Cuando en otro blog leí que un grupo había bajado un primer tramo en
ascensor y se habían ahorrado 380 escalones, me devolvió la esperanza. Metido
en harina, pregunté a Elisabeta (la guía local) si podría bajar en ascensor. Me
ilustró: a veces se podía bajar previo pago; incluso había visitas programadas
para jandicapés (lo cual no era mi
caso porque a mí sólo me fallan las piernas), pero todo dependía del tío de la
gorrilla roja. Y es que casi medio siglo de comunismo no se borra de un
plumazo: en todas las entradas de todos los monumentos visitables hay varios
individuos, distinguidos por su gorra colorá, que son los que cortan el
bacalao. En interior del monumento depende de las revisoras del tranvía; en las
películas de espías que actúan en la Alemania del Este, el protagonista suele
ser víctima de una revisora, mujer de mediana edad tirando a bajita, muy
estirada y con una mala leche suprema. Algunas tienen su corazoncito.
Ya en la cola de acceso al pozo, el tío de la gorrilla no
estaba por la labor de permitirnos el uso del ascensor. Elisabeta recurrió a
una de estas matronas y dio con la adecuada; me hizo saltar la fila y acceder
al recinto de ascensores; nuestro grupo jaleó a Quiosquera para que me
acompañara, la matrona la miró de soslayo, arrugó la ceja y movió la mano en
señal de “venga, usted también”. Al contrario de los ingleses, los polacos sí
saben hablar por señas y nos dijo que esperásemos allí hasta que lo dijera el
ascensorista y que ella misma vendría a recogernos. El ascensor tiene varios
pisos a los que se accede a dos alturas distintas y por dos puertas diferentes
en cada altura. Junto a nosotros había otras personas que se habían ganado el
derecho a saltarse el primer tramo de escalones, no sé si por la cara o
pagando; la cuestión es que fuimos subiendo al ascensor de cuatro en cuatro. La
cabina era amplia: se abrió a medias una puertecita y entramos Quiosquera y yo;
el ascensorista acabó de abrir la puerta y nos apretujó contra la pared de la
cabina al tiempo que daba paso a otros dos pasajeros que estampó contra el otro
lado, o sea, a cuatro por lateral o, lo que es lo mismo, a ocho por piso. O eso
es lo que pareció. El ascensor arrancó a buena velocidad y nos introdujimos en
una oscuridad casi absoluta; en otros tiempos habría aprovechado para meter
mano a Quiosquera, pero a estas alturas (profundidades, quiero decir) uno ya ha
perdido hasta las buenas costumbres.
El ascensor nos dejó 64 metros más abajo, en una sala amplia
y nos sentamos a esperar a que llegara nuestro grupo encabezado por la matrona,
que no he dicho, iba vestida con uniforme pseudomilitar (como las revisoras del
tranvía). Acabé de comprender que por señas me había dicho que esperásemos
abajo hasta que ella llegara.
Como todo el mundo sabe, la sal fue para la antigüedad
(desde hace 150 años para atrás) lo que el petróleo ha sido para el siglo XX.
Y, parece ser, Polonia era bastante sosa. Por eso, cuando el príncipe Boleslao
se casó con Kunegunda de Hungría, su padre, el rey Bela le regaló como dote una
mina de sal. Claro que, lejos quedaba Cracovia, a la sazón capital de Polonia.
Kunegunda, a quien los polacos llamaron Kinga para simplificar, tiró su anillo
de compromiso a la mina y, cuando llegó a Polonia, mando excavar un hoyo. Allí
encontraron un bloque se sal y, dentro de él, el anillo de Kinga. Por supuesto,
nunca más faltó la sal en Polonia. Para redondear la leyenda, Kunegunda se
mantuvo virgen con la aprobación de su esposo, a quien la historia, como no podía ser de otra manera, conoce
como Boleslao el Casto.
En este primer nivel del Pozo
Danilovicz una de las maravillas que nos encontramos es la Cámara Copérnico
con la estatua en sal del científico que, como siempre, sostiene la esfera
terrestre en sus manos. No hay que olvidar que estamos en Polonia y que aquí,
aparte de los reyes heredados y los electos (y Santa Kinga, claro), siempre
tropezaremos con tres personajes: Copérnico, Wojtyla y Lech Walesa. Un poco más
“alante” espera la Cámara Janovice, donde está representada la leyenda de
Konegunda, concretamente el momento en el que el capataz muestra a la reina el
anillo que ha encontrado en el bloque de sal.
Nota del autor: del
orden y nombres con que relatamos las cosas no haga el lector puñetero caso. Ya
conocen ustedes que estoy influenciado por mi primo el alemán de las neuronas y
ando parco en memoria. Quiero decir que la Cámara Janovice puede estar en el
fondo-fondo de la mina y que la leyenda de Konegunda se represente en el
Camarín del Capataz (por ejemplo).
Tras pasar por una gruta en la que pasan una proyección que
intenta representar la explosión de un escape de grisú y que yo, que no hablo polaco,
no entendí, fuimos a parar a la Cámara de Casimiro III el Grande, que, a juzgar
por la escultura (de sal) que allí se alza, debió de ser enorme, si no de
cuerpo sí, al menos, de cabeza.
Con el cabezón de Casimiro se acabó la buena vida; quiero
decir que empezaron las escaleras. El nivel II de la mina comprende dos niveles
(valga la rebuznancia). El Nivel II.1
se encuentra a 90 metros pandera abajo; escaleras con peldaños de sal (aquí
todo es de sal, eso dicen) y baranda de madera, con una inclinación de unos 89º
o poco menos. Para que el sufrido visitante pueda trampear el vértigo y el
agotamiento, la senda está jalonada de instrumentos, enseres y otros
arterfactos que los antiguos mineros utilizaban para el transporte del mineral
y para achicar el agua que rezumaban las paredes de la mina; incluso hay algún
que otro mini lago.
Alcanzado el nivel,
se visitan otra serie de capillas; la más interesante es la Capilla de la Santa
Cruz. Elisabeta nos ilustró:
-Aquí, las figuras de
la Virgen y el Santo Cristo son de madera policromada. La araña es de sal.
Y así parecía, en efecto: una lámpara de cristal translúcido
iluminaba la cámara y, una frente a otra, dos tallas en madera representaban a
una Virgen con Niño cabezón y bola del mundo en la mano y al Niño, ya crecido y
con barba, clavado en la cruz. Si me hubiesen dicho que las figuras eran de sal
también me lo habría creído, pero no fue el caso. Quienes no lo tuvieron claro
eran dos amigas, payesas de remensa, que, según me contó después Quiosquera,
llevaban una interesante conversación.
-A ver que me aclare –preguntaba
una-, ¿la Virgen y el Cristo también eran
de sal?
-Nooo… -le decía
la otra-, ha dicho que la Virgen y el
Cristo son de madera. Lo que es de sal es la araña, pero yo he estado mirando la Virgen con detalle y no se la he encontrado.
El Nivel II.2 es la joya de la mina. Un poco después de la
Capilla de la Santa Cruz, y tras pagar 10 zloty (unos 4€) por el derecho a
fotografía, se accede al mirador que permite contemplar en su totalidad la gran
sala que alberga la Capilla de Santa Kinga, que más que capilla es toda una
catedral. Unas escaleras, esta vez algo menos pendientes, nos llevan al nivel
de la iglesia, a 110 m. bajo el suelo. Es difícil describir el recinto: un
enorme bujero en el corazón de la montaña con toda la Biblia esculpida (en
bajorrelieve) en sus paredes, más el altar del frente, las arañas (¿cáncanas?)
del techo y una gran estatua de Juan Pablo II, junto a la escalera de acceso.
Elisabeta nos hizo fijar la atención sobre un bajorrelieve que imitaba la
Última Cena de Leonardo da Vinci.
-Qué profundidad creen
ustedes que tienen los relieves.
En estos casos soy bastante espontáneo pero, cómo también
soy tímido, hago los comentarios en voz baja.
-Doce centímetros
–dije al oído de Quiosquera-.
-Los escultores –siguió
diciendo la guía- utilizaron aquí una
técnica, pionera por entonces, que resalta el relieve. Verán que parece que el
cuadro tiene una profundidad de 20 o 25 cm. Y, en realidad, sólo son diez.
No es que yo tenga una vista con telémetro incorporado, es
que me había equivocado en la apreciación. Doce centímetros es lo que parecía que
sobresalía la cabeza de Jesús de la pared. A lo que Elisabeta se refería era a
la impresión general de profundidad del cuadro y éste tenía una marcada
perspectiva que podría sugerir, quizá, esos 25 cm.
A partir de aquí la historia carece de interés. El acceso al
tercer nivel se hace por una escalera de caracol; puntualizo que el caracol no
es en línea curva continua sino en línea recta quebrada, de modo que el
desgraciado que ha llegado vivo hasta aquí no vea el final de la bajada y siga
dándole a los pies pensando que a la vuelta de la siguiente esquina se
encuentre con la meta. Al fin y el cabo ésta sólo está 25 m. más abajo. La
última planta está formada por un pequeño museo en la que dicen ser la sala con
el techo a mayor altura, y otros recintos que sirven de bares restaurantes y
tiendas de souvenirs para los turistas. A decir verdad no lo aprecié: a la
entrada del museíllo había un banco y allí deposité mi estructura maltrecha a
causa de la altura, de la profundidad más bien, a la que habíamos descendido.
Se lo dije a Quiosquera.
-Tengo las manos
hechas polvo de tanto andar. Fíjate aquí: las palmas desolladas; eso será de que
la rozadura de los zapatos me hace borregas.
La subida fue leve, pero yo estaba equivocado: pensé que en
cada jaulilla cabían 4 viajeros. ¡Y una leche! ¡Nueve, nos metieron nueve!
Ahora entiendo por qué a las sardinas les cortan la cabeza antes de meterlas en
una lata: si se dieran cuenta de las apreturas que les esperaban, se
resistirían.
Salí con una duda. ¿Realmente era sal todo lo que habíamos
visto? A mí me pareció como si fuese roca gris oscura veteada por cristales
gris claro. Una compañera de fatigas me saco de dudas.
-Es sal, seguro. Me he
mojado el dedo en saliva y lo he chupado después de pasarlo por la piedra y
está salado.
¡Vale! Me imagino que si les echo un puñado de esa sal a
unas papas fritas se me quedarán negras. A lo mejor es que se trata de sal en
su tinta.
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