Don Andrés
Definitivamente sufro de síndrome bucólico. Acabo de
regresar de la huerta donde he estado
encañando tomates, cortando las hojas marchitas y podando los tallos bordes. Si
hay algo de una tomatera que me guste más que el sabor de su fruto, es el olor
que te deja en las manos después de manipularla; si hay algo que me moleste de
las tomateras, es que las manos se te queden “empercudías”; por eso, lo primero
que hago después de acabar la tarea agrícola es lavármelas. Y cuando me las veo
negras me acuerdo de D. Andrés.
Don Andrés fue un muy buen amigo de mi padre y con el que
tuve una magnífica relación. Acababa de cumplir 14 años cuando me fichó para
que, durante el verano, diera clases a su hija para ir adelantando el próximo
curso. No debió irle mal a mi alumna ya que siempre aprobó en junio. Recuerdo
con nostalgia cuando, después de la clase, D. Andrés me invitaba a echar un
cigarrillo: celtas largos, a la sazón.
Hay dos versiones de por qué Don Andrés tenía “don”; ambas,
creo, se las oí contar mi tío Paco, que era el erxperto en chafarderías vecinales.
En una primera versión, Don Andrés adquirió el “don” en la
boda del hijo de José Linares (el del motor), que se casó en Sorvilán. Dicen
que allí se presentó como maestro nacional con plaza en propiedad en la escuela
de El Pozuelo. Eso explica que se le añadiera la apostilla de “maestro de Sorvilán”.
La segunda versión
tiene mayor enjundia. De vacaciones en Lanjarón en donde tomaba las aguas
medicinales, Don Andrés trabó amistad con un súbdito de la República Francesa,
el cual presumía de altas cualificaciones académicas. Nuestro amigo no quiso
ser menos y se presentó a sí mismo como
maestro de El Pozuelo. Gabriel Galdeano, su suegro, hombre socarrón donde los
hubiera, remató la faena:
-Y a la vez alcalde
pedáneo de dicho pueblo –dicen que dijo-.
Don Andrés ofreció su
casa al gabacho por si alguna vez pasaba por el pueblo. Durante mucho
tiempo del francés nada se supo, ni siquiera en Lanjarón, donde Andrés seguía
tomando las aguas. Años después, un día de primavera, se paró un coche junto al
bar de Caneco; descendió un individuo con un fuerte acento extranjero:
-Busco a Don Andrés Canillas.
-¿Andréh Canillah…? Poh
Mir’uhté… no me zuena que en ehte pueblo nadie tenga tar nombre. Ahí mah alante
vive Migueh Canilyah pero Andréh…
-Sí, sí. Don Andrés
Canillas, maestro y alcalde del pueblo.
-Fíheze… Ar finah de
la calle viv’er maehtro, que ze yama don Bartazah, y en la otra punta viv’er
arcarde, qu’eh Huan er Merguizo.
-Hombre –dijo otro-, como no zea Andrezico er de Huan Lopeh…
-Llévenme, por favor
–insistió el gabacho.
-Ehtá ahí mihmitico,
tirando pa la caza de Calele, la primera a la derecha.
Tomaron la primera a la derecha. Para entonces, Andresico el
de Juan López aún no había ampliado la casa y una enorme morera crecía en su
puerta. En el tronco de la morera estaba atada la burra y Andrés salía de su
casa con las manos (hasta el codo) más negras que el alma de un condenado por
el verdín de los tomates.
La leyenda acaba aquí. Es de suponer que fueran a tomarse una
cerveza anca Caneco y que Andrés contase a su amigo que en época de vacaciones
se dedicaba a la agricultura que, en el fondo, era su pasatiempo secreto. En todo
caso, Don Andrés conservó el “don” hasta el fin de sus días y, aún hoy, sus
paisanos no le hemos apeado el tratamiento.
Con todo el cariño, por supuesto.
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