jueves, julio 28, 2016

Don Andrés

Definitivamente sufro de síndrome bucólico. Acabo de regresar de la huerta  donde he estado encañando tomates, cortando las hojas marchitas y podando los tallos bordes. Si hay algo de una tomatera que me guste más que el sabor de su fruto, es el olor que te deja en las manos después de manipularla; si hay algo que me moleste de las tomateras, es que las manos se te queden “empercudías”; por eso, lo primero que hago después de acabar la tarea agrícola es lavármelas. Y cuando me las veo negras me acuerdo de D. Andrés.
Don Andrés fue un muy buen amigo de mi padre y con el que tuve una magnífica relación. Acababa de cumplir 14 años cuando me fichó para que, durante el verano, diera clases a su hija para ir adelantando el próximo curso. No debió irle mal a mi alumna ya que siempre aprobó en junio. Recuerdo con nostalgia cuando, después de la clase, D. Andrés me invitaba a echar un cigarrillo: celtas largos, a la sazón.
Hay dos versiones de por qué Don Andrés tenía “don”; ambas, creo, se las oí contar mi tío Paco, que era el erxperto en chafarderías vecinales.

En una primera versión, Don Andrés adquirió el “don” en la boda del hijo de José Linares (el del motor), que se casó en Sorvilán. Dicen que allí se presentó como maestro nacional con plaza en propiedad en la escuela de El Pozuelo. Eso explica que se le añadiera la apostilla de “maestro de Sorvilán”.
 La segunda versión tiene mayor enjundia. De vacaciones en Lanjarón en donde tomaba las aguas medicinales, Don Andrés trabó amistad con un súbdito de la República Francesa, el cual presumía de altas cualificaciones académicas. Nuestro amigo no quiso ser menos y se presentó a  sí mismo como maestro de El Pozuelo. Gabriel Galdeano, su suegro, hombre socarrón donde los hubiera, remató la faena:
-Y a la vez alcalde pedáneo de dicho pueblo –dicen que dijo-.
Don Andrés ofreció su  casa al gabacho por si alguna vez pasaba por el pueblo. Durante mucho tiempo del francés nada se supo, ni siquiera en Lanjarón, donde Andrés seguía tomando las aguas. Años después, un día de primavera, se paró un coche junto al bar de Caneco; descendió un individuo con un fuerte acento extranjero:
-Busco a Don Andrés Canillas.
-¿Andréh Canillah…? Poh Mir’uhté… no me zuena que en ehte pueblo nadie tenga tar nombre. Ahí mah alante vive Migueh Canilyah pero Andréh…
-Sí, sí. Don Andrés Canillas, maestro y alcalde del pueblo.
-Fíheze… Ar finah de la calle viv’er maehtro, que ze yama don Bartazah, y en la otra punta viv’er arcarde, qu’eh Huan er Merguizo.
-Hombre –dijo otro-, como no zea Andrezico er de Huan Lopeh…
-Llévenme, por favor –insistió el gabacho.
-Ehtá ahí mihmitico, tirando pa la caza de Calele, la primera a la derecha.
Tomaron la primera a la derecha. Para entonces, Andresico el de Juan López aún no había ampliado la casa y una enorme morera crecía en su puerta. En el tronco de la morera estaba atada la burra y Andrés salía de su casa con las manos (hasta el codo) más negras que el alma de un condenado por el verdín de los tomates.

La leyenda acaba aquí. Es de suponer que fueran a tomarse una cerveza anca Caneco y que Andrés contase a su amigo que en época de vacaciones se dedicaba a la agricultura que, en el fondo, era su pasatiempo secreto. En todo caso, Don Andrés conservó el “don” hasta el fin de sus días y, aún hoy, sus paisanos no le hemos apeado el tratamiento.

Con todo el cariño, por supuesto.

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