Quincuagesimo anno
En
español los ordinales tienen un manejo complicado; no es como en inglés, que le
añaden “th” al cardinal y lo tienen resuelto (más o menos). Para escribirlos sí
que no tenemos problema: ponemos “º” a la derecha del número y ya está. Pero ¿cómo se
leen? Puede pasar que 18º, un suponer, lo leamos como “18 grados centígrados”,
o como “dieciochoavo” que dijo una alta personalidad española y europea. Hasta
para leer el ordinal que sigue al nombre de los reyes o de los papas hacemos
distinciones. Podemos hablar de Alfonso Segundo, Alfonso Sexto o Alfonso Octavo,
hasta llegar al Sabio; aquí somos capaces de elegir entre Diez y Décimo y lo
llamamos Alfonso Diez o Alfonso Décimo, indistíntamente. A partir de ahí nos
aseguramos y nuestros Alfonsos pasan a numerarse Once, Doce o Trece. La culpa
es de José Solís Ruíz que afirmó en Cortes aquello de “más deporte y menos latín”. La leyenda urbana redondea la anécdota
añadiendo que Solís finalizó preguntando para qué servía el latín y otro
procurador (Muñoz Alonso) le contestó “para que a usted,
que es de Cabra, le llamen egabrense en vez de otra cosa”.
Quienes sí estudiamos latín en el bachiller, quizá no sepamos pronunciar los
ordinales (he oído a algún locutor de televisión referirse a la “undécimo
primera Copa de Europa del Real Madrid”), pero al menos entendemos el ordinal
cuando nos lo pronuncian bien. Y esto me lleva a otra cosa.
Corría
el mes de julio de 2016 cuando recibí una llamada de un número desconocido.
Llevo móvil para pedir socorro en caso de urgencia o para que me pueda
localizar la familia o los amigos con los que he intercambiado el número; rara
vez atiendo las llamadas si no conozco al remitente. En esta ocasión, sin
embargo, descolgué.
- ¿Antonio Linares?
No sé si se acordará, me llamo José Juan López y…
- Por supuesto.
Escolapios 1966/67…
A
lo tonto, a lo tonto, han pasado 50 años desde que unos, casi imberbes,
mozalbetes nos dejáramos los codos pegados a una mesa preparando la Prueba de Acceso
a la Universidad (Prueba de Madurez creo que la llamaban). Se trataba de montar un
reencuentro en Granada con todos los que se pudieran desplazar. No había nada
que pensar; me apunté.
Hoy
hace justo un mes que nos encontramos en el Hotel Maciá Monasterio de los
Basilios, ubicado justo en la zona donde los alumnos internos tuvimos las
habitaciones. Costó reconocer a muchos de ellos: medio siglo de arrugas
decoraban nuestra cara. Creo que fue Paco Morales el que se dio cuenta de un detalle:
- ¿Os habéis fijado?
Hemos cambiado con el tiempo pero nos peinamos igual: el que tenía raya a la
izquierda sigue teniendo raya a la izquierda y el que la tenía a la derecha la
mantiene en el mismo lado.
Claro
que algunos ya tienen una raya suficientemente ancha para que no se les note en
qué lado del espectro político está.
Escolapios
es un colegio al que he estado siempre agradecido. Yo había pasado de cursar el
bachiller en el colegio más barato de Almería, con todo lo que ello conlleva,
como, por ejemplo, habitaciones de 30 tíos, a instalarme en un internado donde
disponía de una habitación para mí solo.
- Es verdad –decía
Pepe López-, pero la comida dejaba mucho que desear.
- ¿La comida? ¿Coño,
si hasta ponían mantequilla para desayunar? Y un tazón de leche, y macarrones para
comer, y tortilla de patatas… ¡Hasta plátano, ponían hasta platano!
- Pues ¿qué
desayunabais en Almería? –creo que era Alfonso Castellón-.
- Un café de "cebá" y un chusco. Los domingos era café con
leche condensada, pero fuertecillo de café. La comida solía consistir en unas
lentejas o unas patatas flotando en agua sucia y tres pescados mordiéndose la
cola. De postre, uvas acenizadas en el primer trimestre, naranjas, a las que
había que echarles sal para matar el ácido, en el segundo trimestre, e higos
secos en el tercero.
Me
parece que no me creyeron, pero es la realidad.
Al
margen de que disfruté con el encuentro más que un niño con un pito, hubo dos
cosas que me llamaron la atención:
1.-
A la mayoría de compañeros los vi más bajitos de lo que los recordaba. Alguno
apuntó la idea de que con el tiempo nos
encogemos. No me convence porque yo también debería haberme encogido y se
habría mantenido la diferencia; amén de que alguno que otro, por quien hace 50
años no habría dado un duro, ha devenido en bizarro mocetón.
2.-
A todos, todos, se nos ha engordado la cabeza. Supongo que los conocimientos
adquiridos y las vivencia pasadas en este tiempo han ido apretando hasta
conseguir ampliar la zona de grabación.
Seguiremos la evolución en los próximos años.
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