lunes, diciembre 05, 2016

Quincuagesimo anno


En español los ordinales tienen un manejo complicado; no es como en inglés, que le añaden “th” al cardinal y lo tienen resuelto (más o menos). Para escribirlos sí que no tenemos problema: ponemos “º” a la derecha del número y ya está. Pero ¿cómo se leen? Puede pasar que 18º, un suponer, lo leamos como “18 grados centígrados”, o como “dieciochoavo” que dijo una alta personalidad española y europea. Hasta para leer el ordinal que sigue al nombre de los reyes o de los papas hacemos distinciones. Podemos hablar de Alfonso Segundo, Alfonso Sexto o Alfonso Octavo, hasta llegar al Sabio; aquí somos capaces de elegir entre Diez y Décimo y lo llamamos Alfonso Diez o Alfonso Décimo, indistíntamente. A partir de ahí nos aseguramos y nuestros Alfonsos pasan a numerarse Once, Doce o Trece. La culpa es de José Solís Ruíz que afirmó en Cortes aquello de “más deporte y menos latín”. La leyenda urbana redondea la anécdota añadiendo que Solís finalizó preguntando para qué servía el latín y otro procurador (Muñoz Alonso) le contestó “para que a usted, que es de Cabra, le llamen egabrense en vez de otra cosa”. Quienes sí estudiamos latín en el bachiller, quizá no sepamos pronunciar los ordinales (he oído a algún locutor de televisión referirse a la “undécimo primera Copa de Europa del Real Madrid”), pero al menos entendemos el ordinal cuando nos lo pronuncian bien. Y esto me lleva a otra cosa.

Corría el mes de julio de 2016 cuando recibí una llamada de un número desconocido. Llevo móvil para pedir socorro en caso de urgencia o para que me pueda localizar la familia o los amigos con los que he intercambiado el número; rara vez atiendo las llamadas si no conozco al remitente. En esta ocasión, sin embargo, descolgué.
- ¿Antonio Linares? No sé si se acordará, me llamo José Juan López y…
- Por supuesto. Escolapios 1966/67…
A lo tonto, a lo tonto, han pasado 50 años desde que unos, casi imberbes, mozalbetes nos dejáramos los codos pegados a una mesa preparando la Prueba de Acceso a la Universidad (Prueba de Madurez creo que la llamaban). Se trataba de montar un reencuentro en Granada con todos los que se pudieran desplazar. No había nada que pensar; me apunté.

Hoy hace justo un mes que nos encontramos en el Hotel Maciá Monasterio de los Basilios, ubicado justo en la zona donde los alumnos internos tuvimos las habitaciones. Costó reconocer a muchos de ellos: medio siglo de arrugas decoraban nuestra cara. Creo que fue Paco Morales el que se dio cuenta de un detalle:
- ¿Os habéis fijado? Hemos cambiado con el tiempo pero nos peinamos igual: el que tenía raya a la izquierda sigue teniendo raya a la izquierda y el que la tenía a la derecha la mantiene en el mismo lado.
Claro que algunos ya tienen una raya suficientemente ancha para que no se les note en qué lado del espectro político está.
Escolapios es un colegio al que he estado siempre agradecido. Yo había pasado de cursar el bachiller en el colegio más barato de Almería, con todo lo que ello conlleva, como, por ejemplo, habitaciones de 30 tíos, a instalarme en un internado donde disponía de una habitación para mí solo.
- Es verdad –decía Pepe López-, pero la comida dejaba mucho que desear.
- ¿La comida? ¿Coño, si hasta ponían mantequilla para desayunar? Y un tazón de leche, y macarrones para comer, y tortilla de patatas… ¡Hasta plátano, ponían hasta platano!
- Pues ¿qué desayunabais en Almería? –creo que era Alfonso Castellón-.
- Un café de "cebá" y un chusco. Los domingos era café con leche condensada, pero fuertecillo de café. La comida solía consistir en unas lentejas o unas patatas flotando en agua sucia y tres pescados mordiéndose la cola. De postre, uvas acenizadas en el primer trimestre, naranjas, a las que había que echarles sal para matar el ácido, en el segundo trimestre, e higos secos en el tercero.
Me parece que no me creyeron, pero es la realidad.

Al margen de que disfruté con el encuentro más que un niño con un pito, hubo dos cosas que me llamaron la atención:
1.- A la mayoría de compañeros los vi más bajitos de lo que los recordaba. Alguno apuntó la idea de que con el tiempo nos encogemos. No me convence porque yo también debería haberme encogido y se habría mantenido la diferencia; amén de que alguno que otro, por quien hace 50 años no habría dado un duro, ha devenido en bizarro mocetón.
2.- A todos, todos, se nos ha engordado la cabeza. Supongo que los conocimientos adquiridos y las vivencia pasadas en este tiempo han ido apretando hasta conseguir ampliar la zona de grabación.

Seguiremos la evolución en los próximos años.

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