Emisora Parroquial de La Rábita
Una
de las primeras radios que se escuchó en El Pozuelo la trajo mi padre; era una
PHILIPS de 28 pulgadas por lo menos y tuvimos que comprar una “mesa auxiliar”
para ponerla. Por entonces todavía no había empezado la masificación de la
publicidad y el eslogan “PHILIPS, MEJORES NO HAY” no estaba difundido… o yo no lo
conocía. Lo que sí me llamó la atención fue el tío, vestido a lo Fermín o
Bautista, pintado en la caja, que indicaba: “NO ME MALTRATE, PÓNGAME SIEMPRE DE
PIE”. Eso lo cumplimos: la caja estuvo años encima de una estantería y a mí me
valió para hacer puntería cuando me fabricaba un arco y unas flechas (de caña) con
la punta bien afilada. Recuerdo que uno de los ojos del fulano llegó a lucir
una pupila perfecta.
Había
un problema: en el pueblo no había electricidad de forma permanente. Al caer la
tarde, Eduardo el electricista venía con su bicicleta desde La Rábita a “echar
la luz” y con las primeras luces del alba venía a quitarla. El transformador
estaba en la cabezada de la haza de mi tío Paco, junto a la Punta del Encajero
e, incluso, hubo una época en que se instaló un teléfono en casa de mis abuelos
desde donde Eduardo se comunicaba con los técnicos de la compañía de D. Antonio
Cueto, que era el dueño de la luz. Pero estábamos donde Perico perdió el gorro,
allá donde se acaba Granada y empieza la provincia de Almería, y los vatios
llegaban contados: cuando nos sentábamos a oír el “arradio”, mi madre tenía que
encender el candil para coser o quitarle las piedras a las lentejas (me río
solo; estoy seguro que quienes nacieron de los sesenta en adelante no saben que
se han caído más dientes por darle un bocado a una piedra mientras se comían un potaje de lentejas que por problemas de caries). Para escuchar la radio se necesitaba un
elevador; la radio se enchufaba al elevador y el elevador a la corriente; el
elevador tenía un relojillo con una sola aguja y un chorro de agujeritos por
debajo; le salía un cable con otro enchufillo de un solo pirulo y, dependiendo
del agujero en que lo metieras, la aguja giraba más o menos en sentido de las
agujas del reloj. Mi padre nos indicó que la aguja debía marcar 125 para que la
radio funcionara bien y, sobre todo, que no pasáramos esa cifra so pena de que
la radio se quemara, cosa que yo no acababa de entender dado que no le veía la
torcida por parte alguna.
Por
lo general, lo que escuchábamos era el parte, las disertaciones agrícolas de D.
José y Juanón (¡cómo le metía caña al gobierno!), Matilde, Perico y Periquín y
los programas de discos dedicados, sobre todo, Radio Andorra. La verdad es que, además de Radio Antorra, sólo se oía Radio Nacional de España, Radio Madrid y las emisoras de los moros,
que llegaban con una claridad meridiana; mi madre decía que sus emisoras eran muy potentes. Había muchas cosas que yo no entendía,
pero lo que más vueltas me daba en la cabeza era cómo se las arreglaba Antonio Molina o
Pepe Pinto para cantar la misma noche en Andorra la Vieja y en Madrid. No se me
ocurrió preguntar hasta que empezaron a proliferar las emisoras de radio e
instalaron una en Adra, otra en Albuñol y otra en La Rábita. La de La Rábita
fue obra del D. José, el cura párroco; de ahí que se denominase Emisora
Parroquial. Y ahí fue donde me llevó el tito Manolo a recitar una poesía que él
mismo me había enseñado (otro día hablaremos de ella) y aprendí que los
artistas no tenían que ir a la emisora sino que las canciones estaban grabadas
en discos (por eso se hablaba de discos dedicados) que se podían reproducir
cada vez que se quisiera. Aquello fue causa de otras preguntas existenciales,
pero eso ya es otra historia.
Para
Navidad, D. José convocó un concurso para los niños de la escuela de La Rábita,
El Pozuelo y Huarea; se trataba de hacer una redacción sobre los Reyes Magos.
Mi hermana participó y, después de preparar su trabajo, pensó que yo también
podía intentarlo; por entonces de los Reyes Magos yo sabía poco, de hecho, sólo
sabía que era el día en que te traían el libro, la libreta o el lápiz que te
hacía falta para la escuela, y un par de mantecados o magdalenas igualitas,
igualitas a las que había hecho mamá. A algunos niños (los que vivían más al
centro del pueblo) también les traían un juguete. Mi hermana me contó la
historia de los Reyes y también participé en el concurso; lo cierto es que no
recuerdo bien cómo fue la historia, pero no me extrañaría que hubiera sido ella misma quien redactara mi parte.
Ganó
el concurso. Vamos, ganó el primer premio, que consistía en un misal. Yo tuve
que conformarme con ocupar la segunda posición y recibí un coche de lata
(marca Rico) de aquellos que llevaban al conductor recortado en la ventanilla.
Fue uno de los pocos juguetes-juguetes que tuve en mi vida.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio