viernes, marzo 24, 2017

El aparatillo de la oreja


Mi abuelo José estaba más sordo que una tapia; aunque se le hablase a grito pelado, el pobre no se enteraba. A la única que entendía era a mi abuela Trinidad, que le hablaba en voz alta y clara y vocalizando mucho las palabras. Con el tiempo, mi tío Domingo le colgó un aparatillo de la oreja, pero ni por esas: mi abuelo seguía sin poder mantener una conversación fluida. El aparato no tenía nada que ver con los modernos audífonos, que te los cuelgas detrás de la oreja y ni se notan. El de mi abuelo era como una radio de transistores pequeñita con un cable trenzado, que acababa en un auricular tan poco ergonómico que mantenerlo en el oído era faena de maestros. Una de las imágenes de mi abuelo que tengo grabada con más claridad es cuando golpeaba repetidamente la radio, ponía cara de enfado y gritaba:
- ¡Trinidad, dime lo que dice Gabriel Galdeano que este trasto se ha vuelto a escacharrar!
Esa imagen la parodiaba a menudo cuando en mi época de estudiante salíamos de cachondeo por Granada; cogía una radio muy pequeña, que me metía en el bolsillo de la camisa, y el auricular correspondiente, que me enganchaba en la oreja y nos íbamos a la calle. En la cafetería, en el cine, en el autobús…, en medio de la conversación con los amigos, estiraba el pescuezo mientras daba golpecitos sobre la mini radio intentando que el aparatillo amplificara el sonido que aparentemente no me llegaba con claridad. La gente se me quedaba mirando con una cara que parecía decir: ¡Pobrecillo, tan joven y ya tan perjudicado!
Como se dice en mi pueblo, el Señor me castigó y me mandó un reventón de tímpano que me tuvo casi un año con un algodoncillo en la oreja. Incluso llegué a operarme. Miringoplastia se llamaba la intervención, que consistió en arrancarme un pellejito del lóbulo de la oreja y pegármelo en el lugar del tímpano. ¡Que si quieres arroz! El injerto no tuvo éxito y si antes tenía un bujero que me ocupaba medio tímpano, en adelante el bujero me ocupó el tímpano al completo.
El oír poco y no saber desde dónde me llegaba la voz era lo de menos. Lo de más era que si me entraba agua en el oído me podía pasar un par de semanas supurando y con un dolor tan terrible como el de muelas. Mi amigo, el Dr. Ortiz, me recetó una fórmula magistral a base de “ácido bórico disuelto en alcohol de 80º hasta saturación” (es lo que decía la receta). Tal mejunje hacía su función y me iba resecando el oído hasta acabar con la supuración; claro que llegaba el momento en que el conducto auditivo se despejaba lo suficiente para que el alcohol traspasara el tímpano y llegara al órgano de Corti. ¡Cómo sonaba la música entonces! A lo largo de mi vida he padecido migrañas, dolor de muelas, dolor de riñón, escalabrauras y otras lindezas traumáticas y aseguro que nada es comparable a un dolor de oídos producido por unas gotas de ácido bórico disuelto a saturación en alcohol de 80º. Se acabó bucear en las aguas del mar, nadar para mantenerse en forma, lavarse la cabeza en la peluquería… se acabó hasta lavarse las orejas bien lavadas.
Con el tiempo fui perdiendo oído, o mejor variando mi manera de oír. Dejé de percibir las palabras y cambiar su sonido por el ruido que hace una caracola cuando te la acercas a la oreja. El Dr. Ortiz me dijo que no me podía poner un sonotone porque la supuración lo podriría. Total que, como ya conocía la receta del ácido bórico, dejé de ir al otorrinolaringólogo (¡coño, me ha salido al tirón!).
Hace un par de años, estando en Aguadulce,  noté que tampoco oía con el oído bueno y me fui a ver un médico en el edificio Torres Bermejas. Me sacó dos tampocillos de cada una de las orejas, me metió un aparatillo televisivo en el oído malo y llamó a Quiosquera:
- Fíjese, señora. ¿Ve algo?
- Una cosa negra al final.
- Exactamente, eso es el tímpano. No hay perforación; por extrañas circunstancias el tímpano se ha regenerado. No hay problema en que se ponga un audífono y mejore la audición.
No me lo creí; el Dr. Ortiz me había dicho que el tímpano es el único pellejo que no crece por generación espontánea, así que me fui a ver a mi amigo (amigo de dalr para ser exacto) Iván Domènech, el cual me confirmó el diagnóstico del galeno almeriense. La cuestión es que ahora llevo un aparatillo como mi abuelo José. Oír no es que oiga mejor  (se me amontonan las palabras), pero oigo más fuerte. Y como el cacharro es moderno no necesito darle golpes al trasto que mi abuelo llevaba en el bolsillo de la camisa. De todos modos el médico no ha sido capaz de explicarme cómo se ha producido la regeneración; me queda la duda si no habrá tenido que ver el haberme pasado 35 años sin lavarme las orejas a fondo.
- Ahora no tienes excusa para no lavarte las orejas –me dice Quiosquera-. Así que una buena mano de jabón y restriégate bien.
Y una mierda. ¡A ver si con lo que me ha costado fabricar un tímpano, ahora lo voy a disolver echándole agua!


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