Juncia
Me asomo al jardín con el ánimo de disfrutar del frescor que desprende el césped… Me deprimo. Ya no hay césped. A lo largo de los años, el verde manto de hierba suave se ha convertido en un manto, no ya tan verde, de yerbajos de no se sabe qué barca. Entre la maraña de vegetales invasores distingo uno muy odiado por los agricultores de mi pueblo: la juncia; esa maldita mala yerba (no se merece la suavidad de la hache) que lleva a mal traer a mis paisanos. Si la arrancan con brusquedad, se parte y quedan intactas las raíces; si la arrancan con cariño, sale entera, pero dejando bajo tierra las malditas “pelotillas” que luego hacen que crezca como la grama. Tengo un grave problema que intentaré resolver de cara al verano que viene.
Por de pronto, la juncia me trae recuerdos del Benerito, que, por cierto, nunca supe cuál fue su nombre de pila. De sus hijos varones tengo conciencia de haber tenido tratos con tres: el Piché, el Paye y el Juncia. Este último se ganó el apodo para hacer honor a la odiada yerba: dicen que, de pequeño, era más malo que el “cénico”.
Curiosamente cuando repaso alguno de los aspectos de mi vida, siempre (o casi) me vienen a la memoria anécdotas graciosas, simpáticas o, simplemente, desenfadadas. Con los hijos del Benerito doy en pensar en los bailes que organizaban en el puesto de Rosendo (y de los que he hablado en alguna ocasión) y en la historia del fotógrafo de Albuñol. Era éste un elemento peculiar que conocí en una boda en Los Corros. Lo que ahora cuento sucedió unos años más tarde. Estaba yo sentado en uno de los poyos que había en la puerta de Miguelico, cuando apareció. Como siembre, iba de bulla.
-¿Sabes dónde vive Salvador Montes? –me espetó apenas estuvo a distancia suficiente-.
-¿Salvador Montes? Salvador Montes vivía allí, al lado de Frasco el Jabato –dije mientras señalaba hacia la salida de El Pozuelo-. Pero hace tiempo que se murió, y su hijo, que también se llama Salvador, se fue a vivir a Almería.
-No, no. Este vive aquí. Vengo a traerle unas fotos que se hizo hace unos días.
-Déjame que las vea a ver si lo conozco.
Me las enseñó.
-¡Coño, este es el Juncia! Pero no se llama Salvador, se llama Adolfo.
- No sé. El nombre me lo ha dado él.
Me quedé un poco mosqueado. Aquella noche, durante la cena, conté la anécdota. Divertido, concluí.
-Y fíjate que preguntaba por Salvador Montes.
Fue mi padre el que tomó la palabra.
-Es que Adolfo se llama Salvador.
Mi padre me contó la historia. Como casi todos los niños de la época, educados ya durante la gestación, el Juncia nació de noche. Apenas amaneció, el Benerito fue a tomarse un carajillo al bar de Caneco (al bar que yo conocí como de Caneco). Entraron un par de cortijeros, que iban a Albuñol al mercado; uno de ellos era conocido de la familia y, cuando ya se iban, el Benerito le dio el encargo.
-Hombre, ya que vais al pueblo, apunta a mi niño en el registro. Le pones Adolfo.
Los cortijeros llegaron al mercado, vendieron la cría de marranillos que llevaban en los capachos y se fueron al Calvario a tomarse un vino Costa y unas tapillas. Cuando el que llevaba el encargo se acordó del niño del Benerito, ya se había soplado unos cuantos chatos y no andaba con las ideas muy claras.
-¿Cómo ha dicho el Benerito que le tengo que poner al niño?
El otro tampoco se acordaba.
-Pues ponle Salvador como tú.
Y así lo hizo, pero no se lo dijo al padre. Y si se lo dijo, éste se lo calló. Lo cierto es que el Juncia fue conocido siempre por Adolfo y no se enteró de que su verdadero nombre era Salvador hasta que no recibió la carta que lo llamaba a filas.
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