De lechugas y otras yerbas
Sigo a dieta verde; a dieta verde y escasa.
Mi desayuno, que es la comida más normal del día, se compone
de una naranja, dos tostadas con un chorreoncito de aceite y un café con
sacarina; en el almuerzo y cena puedo comer lechuga y vinagre sin límite (otro
chorreoncito de aceite) y proteínas: 100 gr. de carne o pescado en crudo o 40
de legumbres en seco; de postre, fruta al mediodía y yogurt a la noche. Y si me
he portado bien, una onza de chocolate un ratillo antes de acostarme. ¡Ah!,
para merendar puedo elegir entre cuatro nueces u ocho almendras (sin cáscara).
Por el camino he dejado 12 ó 13 kilos. Y sin pasar hambre… que para eso están
las lechugas. Reconozco sufrir una cierta debilidad en las articulaciones, que compenso con el excipiente de un montón de
pastillas que tomo y que curar, no curan, pero evitan que otros elementos me
maten.
Hablando de comer… Me parece que hace tiempo conté una de
mis anecdotillas culinarias. No obstante, como viene al pelo, la repito.
Llevaba una temporada en que una muela del juicio me venía
amargando la existencia: la puñetera no acababa de salir y cuando daba un
tironcillo (eso ocurría cada dos o tres meses) se me hinchaba la encía, y todo
el carrillo se me llenaba de pus. Pasé mucho tiempo a base de Omnamicina un
millón; lo del millón debería ser por el número de agujeros en el culo que cada
vez tenían que hacerme para que me hiciera efecto. Desde que empezaba a
pincharme, hasta que la medicina obraba, pasaban cuatro o cinco días. Y los
analgésicos me duraban un rato. Recuerdo una madrugada que, a pesar de dolor,
me quedé dormido y desperté de repente sobresaltado y sin saber qué me
despertó, hasta que caí en la cuenta de que la muela ya no me dolía; se me
acababa de reventar la encía y, al cesar la presión del pus, había dejado de
dolerme. Tiene narices que el bienestar me despertara.-
En otra ocasión, y a eso iba, no dormí en toda la noche y aquel
día no fui a trabajar; cuando regresó Quiosquera por la tarde, debió verme
alteradillo:
- ¿Qué te parece si
vamos a urgencias a que te vean esa muela? –me dijo-.
La verdad es que eso de “urgencias” a mí me suena a cuando
está uno a punto de espicharla; no era esa la situación. De todos modos no
debería verlo yo muy claro cuando contesté:
- Bueno.
El médico que me atendió me dijo que era necesario
ingresarme. Levantó el teléfono.
- Necesito una cama en
la planta siete… me da igual que no haya, ponéis una en el pasillo.
- Oiga –intervine-,
yo me voy a mi casa y mañana vuelvo a
primera hora.
- ¡Ni hablar! En su
situación no puedo dejarlo ir bajo mi responsabilidad. Con la infección que
tiene le da un vitango esta noche y la tengo yo liada.
Hube de esperar un buen rato antes de que me encontrasen
cama. Me enchufaron un gota a gota, me trajeron un yogur y apagaron la luz. No
sé qué me metieron en la vena, pero aquella misma noche me reventó el flemón. A
pesar de todo apenas podía abrir la boca un par de milímetros: me asignaron
dieta blanda, es decir, chupaíllo. Estábamos en una habitación de seis y se me
iban los ojos detrás de los platos que les servían a los demás, mientras yo
sorbía una sopa o aspiraba un puré.
El jueves por la mañana se produjeron dos sucesos: me
quitaron el gota a gota e ingresaron a otro paciente, al cual pusieron en la
cama de al lado. A mí me costaba hablar pero haciendo un esfuerzo logré
preguntarle qué le pasaba.
- Una tontería. Tengo
una muela picada y como soy hemofílico me han de preparar para que no se
produzca una hemorragia.
Como he dicho, era jueves, y los jueves en España se come
paella. Debe venir esto de cuando aún no habíamos implantado la semana inglesa
y el descanso se hacía el jueves por la tarde en lugar del sábado. Lo cierto es
que, cuando llegó el carrillo de la comida, había cinco paellas y un puré. No creo
que la cocina de la Residencia del Valle Hebrón sea de 5 tenedores, pero
después de casi una semana de caldillos y papas espachurrás, aquel arroz olía a
gloria bendita. Mi vecino hemofílico había ido a cambiar el agua al canario. La
señora del carrillo empezó a repartir platos de paella y, cuando llego a la
cama vacía, dudó. Agarró la bandeja del puré, me miró, le sonreí, dio media
vuelta y se la enchufó al ausente. A mí me puso la paella. Sabía que aquello
podía ser una equivocación, así que agarré el tenedor y ataqué; los granos de
arroz apenas cabían por el escaso hueco que quedaba entre mis dientes y tuve
que aspirar con fuerza. Comprobé que de pulmones andaba fuerte ya que el chorro
de aire hizo que pudiera absorber la mayoría de los granos. A los que no
pasaban los ayudé empujando con los dedos.
Cuando el hemofílico llegó, yo me había zampado la paella
(no recuerdo que quedara ni un grano) y me estaba peleando con un cachillo de
carne de borrego. Al buen hombre debían gustarle los purés como a mí; llamó a
la enfermera.
- Señora, me han
puesto puré y a los demás paella.
Intenté disimular. La señora debió entender qué había
pasado, aunque no dio su brazo a torcer; cogió una hoja metida en un plástico y
leyó:
- Aquí dice dieta
blanda –y pilló la puerta.
Por entonces yo no acostumbraba a echar la siesta, pero
aquella tarde dormí como un bendito. Y con la sonrisilla inocente de quién
nunca ha roto un plato (o se lo ha comido).
¡Ah! Por la noche me dieron dieta blanda.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio