Calorina
La
noticia me llegó vía guasap el día de San Esteban:
- Se ha muerto el Calorina,
ese hombre que tenía las barbas largas.
Lo han enterrado hoy a las
once.
Juan
era hijo de la Adelina y de Jaime “el Calorina”, y nieto de Manuel el Pelao e
Isabelica la Cunera. Había heredado el apodo de su padre, ya que sus hermanos,
con los mismos derechos hereditarios, fueron siempre los Calorincillas. Tropecé
con él en la escuela de D. Baltasar y durante bastante tiempo nuestros caminos
apenas se cruzaron. A pesar de ser dos o tres años mayor que yo, Juan estaba en
el banco de los parvulitos aprendiendo a leer, mientras yo me codeaba con los
más adelantados de su edad. Fue por entonces cuando entendí que no portarse
bien conllevaba sus riesgos:
D.
Baltasar disponía de dos jarabes medicinales (ambos de palo): la Pepa, que era
un listón de 2,5x3 y 100 o 110 cm de largo, y la Hija de la Pepa, que era una
palmeta de unos 35 cm y que se adaptaba a la palma de la mano como el anillo al
dedo. Cierto día, no recuerdo bien qué estaría haciendo el maestro, el Calorina
y su amigo inseparable, el Ratón, empezaron a saltar sobre el asiento corrido
del pupitre de los párvulos; la madera, carcomida y astillada por el sufrimiento
de tantos años bajo tantos culos, cedió y se partió en varios trozos. D.
Baltasar agarró la Pepa y se fue en busca de los infractores; al primero que
emperchó fue a Juan y empezó a medirle las costillas con la vara.
- ¡Ay, ay!
–decía el reo.
- ¡Guarda para cuando no
haya! –contestaba el torturador.
Al
cuarto o quinto vardascazo, la Pepa sufrió una fractura de estrés y se quebró
en dos cachos. El maestro, que hasta le había dado un par de patadas en el
culo, suspendió el castigo y cogió lo que quedaba de la vara:
-Vete a ver a Rafael el
Carpintero y que te haga una vara como ésta. Le dices también que venga a
reparar el pupitre y que le mande la cuenta a tu padre.
Ya
digo que entonces yo apenas me relacionaba con Juan; mi amigo era su hermano
Jaimico, más de mi edad. Pero un verano de aquellos Jaimico se murió; entre los
niños decíamos que se había comido un pepino envenenado pero eso es algo que
ahora no puedo asegurar: pudo ser un pepino o cualquier diarrea de aquellas que
cada verano diezmaban la población infantil. Coincidió que los niños de mi
edad, incluso algunos mayores, me impulsaron al liderazgo de un grupito que
pasaba sus ratos de expansión explorando los cerros cercanos, saboreando las
primeras brevas de la temporada o jugando a indios en las cabezadas de la vega.
Cualquiera de estas actividades precisaba de desplazamientos largos, a veces
urgentes, lo que no se ajustaba demasiado al potencial físico del jefe. ¡Niente
problema! Juan el Calorina me cogía a cucas, metía su brazo derecho bajo
la corva de mi pierna del mismo lado y con esa misma mano me agarraba la pata
fólica y echábamos a correr. A lomos del Calorina pateé mil veces los dominios
donde los niños de mi edad me respetaban y los mayores me consentían.
Después
me fui interno al colegio y nuestros caminos se separaron. Juan se hizo muy
amigo del Ratón y juntos emprendieron otras aventuras; incluso ya polluíllos se
fueron de maletillas por esos campos de Dios, si bien la correría duró poco.
Desde
entonces sólo lo he visto una vez; fue en la pescadería que hay junto a Tres
Picos. No lo reconocí y, cuando pregunté y me dijeron quién era, me quedé con
el regomeyo de que pudiera pensar que lo había despreciado.
Juan
el Calorina posiblemente no ha llevado una vida ejemplar pero fue el amigo que
me porteó siendo niños, que me defendió de los mayores y del que guardo un
grato recuerdo. Es por esto por lo que siento profundamente su muerte.
Ojalá
que el más allá sea benevolente con él. ¡Un abrazo, amigo!
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