La barbería
Desde que Dios confundió sus lenguas mientras construían la Torre de Babel,
los humanos han hecho lo posible para mantener la comunicación entre ellos,
y a estas alturas de la historia, mal lo tienes si no disfrutas de educación
bilingüe o no dominas dos o tres idiomas. Para eso se inventaron las
escuelas de idiomas.
No siempre ha sido así. Los griegos inventaron el
ágora para fomentar el intercambio de opiniones, los romanos recurrieron al
foro y los europeos, mediada ya la Edad Media, inauguraron el parlamento.
Estas instituciones, y otras que aparecieron en otros lugares, fueron siendo
dominadas por los profesionales de la política, y el pueblo llano volvió a
perder la sede del comadreo y la discusión. A mediados del siglo XIII, la
Iglesia echó mano a las prácticas paganas de ir al oráculo a contarle sus
penas a los dioses, e inventó la confesión. Durante mucho tiempo fue un buen
invento, pero, sobre todo los varones, no acababan de fiarse del cura y
buscaron otras alternativas. En una época en que la gente ni se pelaba ni se
afeitaba, los barberos tuvieron que buscarse la vida sacando muelas y
sajando granos, que por algo eran expertos en navajas. A falta de anestesia,
el profesional barbero desviaba la atención del paciente contando historias
reales o inventadas (de ahí, “hablas más que un sacamuelas”) y era necesario
que estuviese al día de las últimas noticias acaecidas en la villa; a falta
de periódicos, los parroquianos acudieron a él para mantenerse informados,
convirtiéndose la barbería en el centro de información e intercambio de
opiniones de los pueblos.
De pequeño yo solía pasar bastantes
ratos en la barbería de mi pueblo. Había varias razones; por una parte, era
compañero de pupitre del Barberillo chico y, si bien pasábamos el día
chinchándonos, éramos buenos amigos; y por otra, en la barbería solía haber
tebeos atrasados y mi amigo me proporcionaba lectura. Me encantaba el sonido
de las tijeras en manos de Frasquito el Barbero: “Chas, chas (corte de las
greñas) …, chas, chas… chas, chas, chas (Frasquito tijereteaba al aire y
liberaba las tijeras de los pelillos adheridos)”. No he vuelto a oír ese
sonsonete desde que dejé de pelarme en El Pozuelo. Pero a lo que iba. En la
época en que sitúo la historia, Joseíllo el del Rico tenía novia en La
Rábita (en Mochilas, creo) y sus futuros suegros no lo querían porque tenían
preparada a la niña para un pariente francés. Uno de aquellos fines de
semana, tras un breve (o no) recalentón, Joseíllo se llevó la novia. Los
papás de la niña montaron en cólera y avisaron al francés, que en un par de
días hizo acto de presencia en La Rábita. La niña, por supuesto, continuó
viviendo con su novio. Tras varios días en que apenas salían de la cama (o
eso se decía), la joven dijo que tenía que ir a casa de sus padres a recoger
algo de ropa (ya era hora de vestirse) y algunos objetos de su propiedad.
Minutos después la vieron pasar con el francés camino de Gabachilandia.
Durante días, esa fue la conversación estrella de la barbería.
-
Pobre chico, apenas unos días casado y lo deja la mujer. ¡Qué golpe! -decía uno-.
– Bueno -decía otro-,
pero él le ha hechos los roces y eso no hay quien se lo quite. El que
andará jodido toda su vida es el francés que es el que lleva los
cuernos.
Yo andaba enfrascado en mi tebeo, con las orejas tiesas pendiente de la
conversación. Habló el experto:
-
¡Qué va! Mi primo, que está en Francia dice que allí no es como aquí;
ellos no le dan importancia a eso. Dice que a lo mejor llega un tío a casa
de su vecino y le dice: “¿Me prestas tu mujer este fin de semana?”, y se la
lleva de excursión o a lo que haga falta. No son como nosotros que los
cuernos son una vergüenza.
¡Coño con los franceses!, pensé. Lo que no me cuadraba es que no
pintase nada la opinión de las mujeres. Claro que, pasado el tiempo, ves una
película o lees una historia francesa con cuernos de por medio y siempre te
presentan a Moguís, el cornudo con una sola ceja y cara de asesino,
con la escopeta en la mano buscando al responsable de sus retorcidas astas.
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