Productos de la tierra
A los 12 años salí de casa de mis padres y, salvo en vacaciones, no volví.
A los 21 años salí de mi patria chica y, salvo en vacaciones, tampoco he
vuelto. Joseíco el Maturruña llama a mi hijo “el catalán” y, aquí, tengo
amigos o conocidos que creen echarme un piropo cuando me dicen que yo no
parezco andaluz o que soy poco andaluz. Sin embargo, a mí me parece que cada
día echo más de menos mi tierra y, cuando en Carrefour o Lidl veo el eslogan
“productes de la nostra terra” o “fet a casa”, me imagino
comprando tomates de la Costa Tropical o pestiños de Vélez Benaudalla.
De
hecho, empiezo el día con una naranja de Rioja, un café con
leche Puleva y una Maritoñi o una
torta de aceite Isabel Rosales; o simplemente una rebanada de pan, lo
más cortijero posible, y un chorreón de aceite
Oro del desierto.
Para mediodía me gusta tomarme de aperitivo un quinto de
cerveza Alhambra tradicional con unas lonchitas
de jamón de Trevélez, y seguir con un gazpacho andaluz de
tomates de El Ejido, pepino de Almería,
pimientos de Agruportícola, agua de Lanjarón,
aceite de Jaén y vinagre de Jerez (esto último desde que
Correa cerró la bodega y dejó de vender el vinagre más parecido al que traía
Rosendo el Rico desde los Ayusos, que yo he conocido). De primero, un
pucherillo de verano o unas lentejas viudas, eso sí, con una
morcillica malagueña o de Serón, dado que ya no es posible acceder a
la morcilla casera ni siquiera a la de Si… si… món; las migas completas, con
harina de Murcia y sardinas del Mediterráneo, quedan para el
invierno. De segundo, bien podrían ser unas berenjenas con
miel de caña de Frigiliana, regadas con vino Costa. El postre
puede ser cualquier cosa que cuelgue de un árbol o arbusto, aunque
últimamente me ha dado por el mango de Almuñécar o Nerja y, cuando
hay, uva de Almería.
La comida nocturna suele ser más ligera: me
dijo el médico que, como por la noche no hay que ir a trabajar, se debe
comer poco y liviano; claro que tampoco trabajo el resto del día y puedo
comerme lo que me dé la gana. Le hago caso de todos modos y me conformo con
una 1925 o un vasito de vino Tetas de la Sacristana de Laujar,
y unas cuantas lonchas de jamón vegetal, esto es, de bellota, que me
dijo la cardióloga que, puesto que tenía problemas de coronarias, el jamón
tenía que ser del más caro. Y de postre flan Dhul. También por
consejo médico, antes de dormir me zampo una onza de chocolate subsahariano;
no sé si lo del chocolate tiene que ver con la salud o si me lo mandó como
sustituto del sexo. Ya se sabe que, a partir de ciertas edades, sólo hay dos opciones: Viagra o chocolate.
Y paro aquí, porque me vienen a la memoria tantas
cosas que echo en falta, que no acabaría nunca el artículo. Tengo que decir
que estoy esperando que pase la pandemia para acercarme unos días por mi
tierra con la intención de probar Poeta en Nueva York, de la bodega posiblemente más
pequeña del mundo: Rambla de Huarea.
Releo lo que acabo de
escribir y me surge una pregunta reflexiva:
Si tantas cosas echo a faltar, ¿qué coño hago yo viviendo en el
extranjero?
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