martes, abril 28, 2020

Lo que da de sí una meada


Durante mucho tiempo tuve la suerte de pasar la noche durmiendo de un tirón, suerte que se acabó cuando la próstata decidió aumentar de tamaño y apretarme la vejiga. Desde entonces me levanto dos o tres veces cada noche para hacer pipí, esto es, para echar una meada. De vez en cuando, me levanto tan dormido que no me acuerdo ni de encender la luz, lo que me lleva a tropezar o a que el bastón me resbale y acabe dando con la rodilla en tierra; eso conlleva tirarme de 20 a 30 días con el culo en un sillón y la pata tiesa apoyada en la mesita de centro. No siempre, claro.
La madrugada del 26 me desperté a las 4; la tarde anterior habíamos estado celebrando por guasap el santo de mi nieto y se ve que el cava virtual que había tomado me estaba haciendo efecto, pues era la segunda vez que me levantaba a mear. No debió sentarme bien la meada y me desvelé. En tales circunstancias echo mano de la tablet o el móvil y me pongo a leer; le tocó al móvil y observé que había un mensaje pendiente de leer; ¡coño, era de Paquito el de Rosa! Entré a leerlo y me encontré con una sorpresa mayúscula: Mi primo Pepe Romero acababa de crear un grupo llamado “LOS FOLLINDANGOS”. Algún día hablaremos de ellos. Por lo pronto, baste saber que este grupo es anterior a la tecnología de la banda ancha y que lo formamos unos cuantos estudiantes con pocas ganas de estudiar y bastantes ganas de divertirse. Luego, fueron engrosando el grupo más estudiantes con casi las mismas ganas de estudiar que los pioneros. (¡Joder, había escrito piononos! ¿En qué estaría pensando?)
La cuestión es que, desvelado, me dio por hacer un repaso de los viejos tiempos empezando por los amigos de mi quinta. De mi quinta eran Juan Cortés, Paquito Rosa, Paquito Amalia, Juanico Lola y yo mismo. Me vino a la memoria el día que conocí a Juan Cortés y a Paquito Rosa.

En alguna ocasión he contado cómo empecé a ir a la escuela. Fue un día que me quedé a dormir en casa de mi tía Aurelia. Mi primo Antonio (el Caracoles) me llevó con él a la mañana siguiente. El maestro era D. Emilio; D. Emilio el cagón le llamaban los niños, y es que era un bendito: no pegaba, no se chivaba a tu padre, no castigaba… y los niños lo toreaban. A mi me gustó el ambiente y me quedé. Todavía no había cumplido 5 años.
D. Emilio me llamaba “el pequeñín mocosín”, supongo que porque estaba pasando por la época de limpiarme los mocos en la manga, costumbre que duró hasta que mi madre me restregó un picante en la manga y se me puso el hocico como el “ciezo una vaca”.
A D. Emilio le sucedió mi primo Paquito, don Verdades, y a mi primo, D. Baltasar. Ahí acabo el cachondeo. D. Baltasar nos metió en cintura y no sé si con él aprendimos mucha ciencia, pero lo que es disciplina…

Un día estaba yo sentado en uno de los pupitres que había junto a la puerta, cuando aparecieron Paquito Rosa y Juan Cortés. Yo vivía en la entrada de El Pozuelo viniendo de Huarea y mis únicos amigos eran el Federico y José el de Luto, que eran vecinos, pero al resto de niños del pueblo los trataba en la escuela y ya está. A Paquito y Juan apenas los conocía. Ellos era vecinos y se llevaban muy bien. Se acercaron a la puerta de la escuela y D. Baltasar los vio; los invitó a pasar si querían y se sentaron en el banquillo de los parvulitos. Durante un rato permanecieron atentos, como estudiando lo que les deparaba el futuro, pero pronto se cansaron y empezaron a hablar por lo bajini y a reírse. No recuerdo si fue a ellos o a otros que también estuvieran haciendo ruido, pero en un momento dado D. Baltasar les llamó la atención:
-        - ¡A callar o tendré que darle a alguno un coscorrón!
El silencio fue mortal. Paquito Rosa y Juan Cortés se miraron y se pusieron serios. Al cabo de un ratillo, Paquito expresó lo que seguramente estaban pensando los dos.
-        - Juanico, vámonos que aquí pegan.
Pillaron la puerta y ya no los vi más hasta el año siguiente, cuando se tuvieron que incorporar por edad.

martes, abril 14, 2020

Estado de alarma


Llevamos un mes encerrados, aunque unos más encerrados que otros. Mi familia me ha diagnosticado como individuo de alto riesgo y sólo me permite salir al balcón una vez al día de 20 a 20:05. Y sin asomarme demasiado (cosas del vértigo). A muchos de mis amigos se le empiezan a notar los nervios en los guasap que mandan y no acabo de entenderlo: al fin y al cabo, ellos son ciudadanos, esto es, animales nacidos y criados entre las cuatro paredes de su casa (jaulas), con salidas esporádicas al parquecillo cercano (corral). Los pueblerinos nacimos y nos criamos en libertad y deberíamos estar más afectados al vernos enjaulados. En mi caso hay explicación para que esto no sea así: a temprana edad me internaron en un colegio de curas y cada estado de alarma duraba un trimestre con posibilidades de prórroga otro trimestre más. Quiosquera no me cree cuando le digo que a mí no me da miedo la cárcel, en todo caso me da miedo la gente que hay dentro; y es que no creo que la vida en las cárceles actuales sea más dura que lo era en el internado del Colegio Diocesano.
Eran otros tiempos. Tiempos en los que prevalecía el respeto y la disciplina por encima de cualquier otra cosa. Recuerdo una conversación de mi padre con D. Baltasar, el maestro recién llegado:
-        Si no se porta bien, leña al mono. Y me lo dice usted para que yo también lo arregle.
Y eso que mi padre jamás me puso la mano encima si no fuera para acariciarme.
De todos modos, desde los 4 años, en que empecé a ir a la escuela, hasta los 12, cuando fui a parar al internado, sólo me dieron una bofetada, que me gané a pulso. Y en 5 años interno, una única vez me quedé castigado el fin de semana. O sea, que de niño ya era bastante disciplinado.
Concretamente, en el internado, las hostias se empezaban a repartir a las 7 de la mañana durante la misa en la capilla y se extendían a lo largo de todo el día. Algunos comulgaban varias veces. Y salvo contadas ocasiones, las recibíamos en estado de gracia, es decir, después de haber cometido pecado, por lo general, mortal.
Coincidí con dos ejemplares excepcionales, Chércoles y Fafi, ambos con el padre trabajando en Alemania. De Chércoles se decía que lo habían expulsado de un reformatorio porque no podían meterlo en vereda, y su madre lo internó dada la fama de duro de nuestro colegio; papá le había regalado unos pantalones de cuero (made in Germany), que tenían un peto con una pieza metálica que lo protegía de posibles agresiones y él se aprovechaba para agredir a los demás de forma alevosa. D. José, nuestro padre prefecto, se encargaba de distribuir solidariamente la agresividad y le suministraba diariamente su ración de hostias.
Fafi era un caso aparte; no era agresivo, no se metía con nadie, se llevaba bien con todo el mundo y caía simpático, pero… iba a su bola y hacía siempre lo que le daba la gana. Como no tenía bastante con la comunión diaria, D. José le compró un cinturón de cuero y lo obligaba a llevarlo puesto siempre; cuando el encargado de clase o algún profesor lo mandaba al despacho del padre perfecto, éste le pedía prestado el cinturón y le daba unos cuantos latigazos. En vista de que esto tampoco funcionaba, le dio nuevas instrucciones:
-Tú haces lo que te dé la gana y cada dos horas me buscas, yo te doy un par de bofetadas y te vuelves a tu clase.
Así sucedía. Mientras D. José daba clase de religión, aparecía Fafi en la puerta:
- D. José, la hora.
D. José se levantaba, le acariciaba ambas mejillas y lo mandaba de vuelta.

Bueno, me he salido de texto y de contexto. Lo único que yo quería decir es que lo del encierro me afecta poco: cinco años de internado, de aquel internado, crean callos que no los quita ni el mejor podólogo. Y lo bueno es que estos callos a mí no me duelen, al contrario, los recuerdo con mucho cariño y añoranza.