jueves, enero 22, 2015

Hacer las Américas (III)

He mencionado el Quijote y la Enciclopedia de mi padre. Si bien recuerdo el libro de lectura, no menos presente tengo la Enciclopedia y el trozo de la tapa posterior que las llamas habían mordido.

Después de traspasar la panadería a su hermano Paco, mi abuelo montó otro negocio: esta vez fue una tienda de ultramarinos que dejó bajo la gerencia de mi abuela mientras él seguía laborando la tierra. Había un problema. Mi abuela no sabía leer ni escribir. Nació en la época en que la carrera de una mujer era encontrar un buen marido y sus padres no la mandaron a la escuela; en definitiva eran los hombres quienes habían de saber de letra. El primer problema que tuvo mi abuela fue encontrar a alguien que le leyese las cartas que su hermano le mandaba cuando estuvo en la mili; el segundo problema, al que mi abuela jamás hizo referencia por razones obvias, fue enterarse de lo que le decía su pretendiente en la carta que le mandó desde Argentina; el tercer problema es que en 1930 (más o menos) sus vecinos no disponían de liquidez y compraban en la tienda al fiado. Mi abuela se agenció una libreta y un lápiz… luego se acordó de que no sabía escribir. Podría haber recurrido a mi padre para que apuntase en la libreta, pero mi padre estaba en la escuela y ella no estaba dispuesta a que sus hijos fuesen analfabetos.
Se inventó un idioma y un sistema de numeración; los clientes se transformaron en círculos, triángulos, cuadrados y otras figuras regulares e irregulares; los números eran palitos verticales y horizontales. No sé si apuntaba el género que le debían, pero intuyo que lo importante eran las pesetas y eso era lo que registraba en su libreta.

Los tiempos venían tormentosos y en 1936, después de la victoria del Frente Popular, a mi abuelo le confiscaron las tierras; no fue una determinación gubernamental sino popular: gente del pueblo vecino decidió que también tenían derecho a ser propietarios y sacaron a mi padre, que estaba regando los pimientos, a punta de escopeta. La situación se mantuvo en calma tensa hasta que se lió la guerra civil; entonces detuvieron a mi abuelo y lo encerraron en el castillo de La Rábita junto a otros “terratenientes” de la zona. Las familias de los detenidos no debieron verlo muy claro y recurrieron a Paco Velasco, que era conocido del Gobernador Civil de Almería. Entre varios vecinos de La Rábita montaron la farsa: Juanico el Cura pidió prestado el coche a Paco Velasco para llevar a Almería urgentemente a su hijo, que se había puesto “mu malico”, y ya en Almería, entregó una carta al gobernador indicándole las circunstancias que se vivían en el pueblo.
- Salieron de madrugá; la mujer de Juanico sacó al niño mu liao en er mantón y, dicen, de vez en cuando le pegaba un pellizco pa que llorara.
El gobernador se presentó en el castillo a media mañana; dijo que se dirigía a inspeccionar el frente, que estaba algo más allá de Castell de Ferro, y se había enterado de que había prisioneros.
- ¿Son fascistas? –preguntó-.
- No.
- ¿Mala gente?
- No.
- Entonces…
- Votaban a las derechas.
Dio la orden de que, cuando pasara de vuelta, quería que los prisioneros estuviesen en sus casas.

No se fiaba mi abuelo de que no hubiese otras intentonas y optó por ocultarse en casa de unos parientes que tenían un cortijo en la Contraviesa. Una vez por semana venía a casa para darse un buen lavado y mudarse de ropa. Llegaba ya oscurecido y se iba después de cenar. Una noche mi abuela casi lo convence para que durmiera en su cama y se fuera al amanecer; por fortuna, mi abuelo hizo lo de siempre y se fue en cuanto hubo acabado de comer.
- En la madrugá de aquella noche, aún no había amanecido cuando se presentaron los Pancho Villas –cuenta la tita Flora-. O fue casualidad o alguien se lo había golío; de todos modos el abuelo no volvió a entrar en su casa sino que la abuela le sacaba la ropa hasta más arriba de la noria.

Las cosas quedaron así durante unos meses, hasta la desbandada de Málaga. Tres días seguidos estuvieron pasando los que huían de las tropas de Franco, que habían tomado Málaga. Mi abuela intentó salvar la tienda y ofrecía comida a algunos de los que pasaban, pero el último día ya apenas quedaban provisiones y grupitos que pasaban sueltos asaltaron la tienda. Orden de retirada: cogieron lo imprescindible y enfilaron cerro arriba. No habían llegado a la cumbre todavía, cuando  a mi padre se le ocurrió volver la cabeza y vio que el local estaba ardiendo; sin hacer caso a mi abuela, volvió sobre sus pasos y, entrando en la casa por la parte de atrás, subió a su cuarto, que daba a la tienda a través de un ventanuco. Abrió un baúl que ya estaba ardiendo y cogió sus libros, entre ellos el Quijote y su Enciclopedia. Esta última ya sufría los efectos del fuego: parte de la contraportada y un trocito de Historia Sagrada habían sido pasto de las llamas.

La guerra fue larga; cuando finalizó, mi abuelo pudo recuperar las tierras, pero la tienda nunca más volvió a abrir sus puertas.

domingo, enero 11, 2015

El Ingenioso Hidalgo y los ministros del ramo

El último medio siglo (por lo menos) se ha caracterizado por la gran cantidad de planes de estudio que hemos sufrido los españoles, casi tantos como ministros. Hubo una época en que, bien porque no había ministro del ramo bien porque el ministro se dedicaba a otras cosas, los planes de estudio duraban una eternidad.
En realidad, el Ministerio de Educación apenas ha utilizado ese  nombre y, cuando lo ha utilizado, ha sido añadiéndole algún que otro apellido como Ciencia, Deporte, Universidades o Cultura. Durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, concretamente hasta la llegada de Franco al poder, el ministerio se denominó Ministerio de Instrucción y Bellas Artes, quizás porque enseñar se enseñaba poco. Instruir sí que instruía, sobre todo a los trabajadores del campo a quienes se daban instrucciones concretas sobre qué partido o candidato se había de votar. Lo de Bellas Artes, seguramente, era para darle un poco de lustre.
Con la dictadura se dio por llamarlo Ministerio de Educación y Descanso, aunque no sé si, oficialmente, alguna vez tuvo esa denominación; al menos y hasta donde yo sé, Educación y Descanso fue obra de la Organización Sindical (Sindicato Vertical) y se dedicó a organizar eventos político-deportivos que ayudaran a reblandecer el régimen. Tampoco parece que enseñara mucho, dedicado como estaba a descansar. En este tiempo se dictaron tres Leyes Generales de Educación:
  1.- Ley sobre Educación Primaria de 1945, promulgada por el ministro Ibáñez Martín, que sólo afectó a la Enseñanza Primaria.
  2.- Ley de Ordenación de la Enseñanza Media de 1953, promulgada por el ministro Ruiz Giménez, que estructuró los estudios de Bachiller y estableció las reválidas de 4º y 6º con las que se obtenían los títulos de Bachiller Elemental y Superior, respectivamente. Además estableció un curso de preparación universitaria (Preuniversitario).
  3.- Ley General de Educación de 1970, promulgada por el ministro Villar Palasí, que revolucionó toda la enseñanza no universitaria.
Entre ley y ley, cada ministro fue poniendo su huevo y, así, el ministro Rubio García-Mina fue el padre del Plan de Bachillerato de 1957, al que suelo referirme con asiduidad.

Hasta 1953, las modificaciones afectaron poco (relativamente) a los programas de la Escuela Nacional, si no hacemos mención a la educación religiosa, política o social, la cual se estremeció según el régimen político imperante: monarquía, república o dictadura. Por ejemplo, los niños aprendían a leer en las tres cartillas RAYAS, continuaban con un libro de perfeccionamiento como el CATÓN o JUANITO y remataban con EL MANUSCRITO. De ahí pasaban a la ENCICLOPEDIA (más o menos gorda en función de los conocimientos del alumno) y como libro de lectura EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA.
El año 1953 no fue bueno ni para la cultura ni para la vida práctica; piénsese, si no, en la desaparición del MANUSCRITO, que ha hecho que los médicos se tengan que pasar al ordenador toda vez que los farmacéuticos no son capaces de leer sus recetas; y piénsese que, quienes llegamos a la escuela después de esta fecha, no hemos leído el libro más editado después de la BIBLIA (y antes de la invención del BEST SELLER) y que es EL QUIJOTE. Tanto es así que la Real Academia Española encargó a Arturo Pérez Reverte una versión del INGENIOSO HIDALGO con destino a los escolares del siglo XXI. Y sin necesidad de un nuevo plan de educación.
Pérez Reverte ha suprimido la paja, esto es, los relatos que se apartan del eje principal de la obra, y ha sustituido palabras que se empleaban a comienzos del XVII, ya en desuso, por otras más actuales. No conozco el resultado de la obra, pero es probable que me decida a leerla entera y no como hasta ahora que sólo he leído pasajes de la misma.
Recuerdo el Quijote de mi padre (que aún forma parte del patrimonio familiar) y como, en las noches de invierno, nos enseñaba los grabados que representaban al hidalgo emprendiéndola a lanzazos contra los molinos de viento o al mismo D. Quijo contemplando impotente desde el otro lado de la valla cómo unos villanos manteaban a su escudero Sancho Panza. Nos leía algún pasaje y, de vez en cuando, rememoraba las peripecias que tuvo que pasar (mi padre, no D. Quijote) para juntar, perragorda a perragorda, las 1,10 pts que costaba la obra.
Como digo, el que había sido libro de obligada lectura para mi padre dejó de serlo poco antes de que yo me incorporase a la escuela y mi conocimiento del Quijote se queda en las aventuras que leímos en casa y algún que otro pasaje que he leído con posterioridad.

Tampoco llegué a tiempo al Manuscrito, si bien esto no me importó mucho. Mi amigo José el de Luto, que empezó la escuela unos años antes que yo, sí lo utilizó como libro de lectura y, a veces, practicábamos leyendo algún cuentecillo de los que allí se relataban; las primeras lecciones del libro eran asequibles, pero, a medida que se iban pasando hojas, la letra se deformaba más y más, tanto que a mí me parecía que el que escribió el libro no sabía escribir. ¡Pobres boticarios!

A lo que llegué a tiempo fue a la cartilla. Quizás por casualidad. Entre el tito Manolo, la tita Flora (supongo) y mi madre lograron enseñar a leer a mi hermana a muy temprana edad: antes de cumplir los 4 (cuatro) años ya había pasado las tres cartillas y leía otras cosas como “no se dice los gatos arruñan sino los gatos arañan”. ¡Qué tontería! ¡Cómo si no fuesen sinónimos! Y si no lo eran, un arruñazo dolía más porque era… como más profundo.
Y claro, como mi hermana había empezado a aprender con 3 años, no tuve más remedio que intentarlo; gocé de una ventaja, pues mi principal profesora fue mi hermana, que era paciente y casi sabía manejarme. Es cierto que a estas alturas apenas me acuerdo de la portada, la primera página (la de la “i” de iglesia, la “u“ de uvas, la “o” de ojo, la “a” de abanico, y la “e” de erizo) y poco más.

Sigo echando en falta el Manuscrito; todavía recuerdo una ocasión en que mi padre me llevo a Albuñol, no sé si a hacerme algún retrato o a que me arreglaran las botas y, a la vuelta, nos paramos en La Rábita. Hablaba con unos amigos y quiso presumir un poco de niño espabilado.
- Ya sabe leer –les dijo-.
- ¡Anda ya, va a saber leer tan chiquitillo! –me parece que el que contesto fue Pepe el Tranquilo-.
- A ver, Antoñico, lee aquello.
Estábamos delante de un almacén donde la gente entraba a comprar vino. Encima de la puerta había un letrero pintado.


Bodega Correa

Me arranqué:
- bo… dega… borrea.
- No, hombre, no –me cortó mi padre-. Bodega Correa; ¿no ves que la primera letra es una “c” mayúscula!
¡Puñetero manuscrito! ¿Por qué demonios el palo de la “c” estaba retorcido hacia dentro tal que me pareció una “b” y quedé como un analfabeto?

Pensándolo bien, la culpa fue del ministro que quitó el Manuscrito y me obligó a hacer todo el aprendizaje con letra de imprenta.