Hacer las Américas (III)
He mencionado el Quijote y la Enciclopedia de mi padre. Si
bien recuerdo el libro de lectura, no menos presente tengo la Enciclopedia y el
trozo de la tapa posterior que las llamas habían mordido.
Después de traspasar la panadería a su hermano Paco, mi
abuelo montó otro negocio: esta vez fue una tienda de ultramarinos que dejó
bajo la gerencia de mi abuela mientras él seguía laborando la tierra. Había un
problema. Mi abuela no sabía leer ni escribir. Nació en la época en que la carrera
de una mujer era encontrar un buen marido y sus padres no la mandaron a la
escuela; en definitiva eran los hombres quienes habían de saber de letra. El
primer problema que tuvo mi abuela fue encontrar a alguien que le leyese las
cartas que su hermano le mandaba cuando estuvo en la mili; el segundo problema,
al que mi abuela jamás hizo referencia por razones obvias, fue enterarse de lo
que le decía su pretendiente en la carta que le mandó desde Argentina; el
tercer problema es que en 1930 (más o menos) sus vecinos no disponían de
liquidez y compraban en la tienda al fiado. Mi abuela se agenció una libreta y
un lápiz… luego se acordó de que no sabía escribir. Podría haber recurrido a mi
padre para que apuntase en la libreta, pero mi padre estaba en la escuela y
ella no estaba dispuesta a que sus hijos fuesen analfabetos.
Se inventó un idioma y un sistema de numeración; los
clientes se transformaron en círculos, triángulos, cuadrados y otras figuras
regulares e irregulares; los números eran palitos verticales y horizontales. No
sé si apuntaba el género que le debían, pero intuyo que lo importante eran las
pesetas y eso era lo que registraba en su libreta.
Los tiempos venían tormentosos y en 1936, después de la
victoria del Frente Popular, a mi abuelo le confiscaron las tierras; no fue una
determinación gubernamental sino popular: gente del pueblo vecino decidió que
también tenían derecho a ser propietarios y sacaron a mi padre, que estaba
regando los pimientos, a punta de escopeta. La situación se mantuvo en calma
tensa hasta que se lió la guerra civil; entonces detuvieron a mi abuelo y lo
encerraron en el castillo de La Rábita junto a otros “terratenientes” de la zona. Las familias de los detenidos no
debieron verlo muy claro y recurrieron a Paco Velasco, que era conocido del Gobernador
Civil de Almería. Entre varios vecinos de La Rábita montaron la farsa: Juanico
el Cura pidió prestado el coche a Paco Velasco para llevar a Almería
urgentemente a su hijo, que se había puesto “mu malico”, y ya en Almería, entregó
una carta al gobernador indicándole las circunstancias que se vivían en el
pueblo.
- Salieron de madrugá;
la mujer de Juanico sacó al niño mu liao en er mantón y, dicen, de vez en
cuando le pegaba un pellizco pa que llorara.
El gobernador se presentó en el castillo a media mañana;
dijo que se dirigía a inspeccionar el frente, que estaba algo más allá de
Castell de Ferro, y se había enterado de que había prisioneros.
- ¿Son fascistas?
–preguntó-.
- No.
- ¿Mala gente?
- No.
- Entonces…
- Votaban a las derechas.
Dio la orden de que, cuando pasara de vuelta, quería que los
prisioneros estuviesen en sus casas.
No se fiaba mi abuelo de que no hubiese otras intentonas y
optó por ocultarse en casa de unos parientes que tenían un cortijo en la
Contraviesa. Una vez por semana venía a casa para darse un buen lavado y
mudarse de ropa. Llegaba ya oscurecido y se iba después de cenar. Una noche mi
abuela casi lo convence para que durmiera en su cama y se fuera al amanecer;
por fortuna, mi abuelo hizo lo de siempre y se fue en cuanto hubo acabado de
comer.
- En la madrugá de
aquella noche, aún no había amanecido cuando se presentaron los Pancho Villas –cuenta
la tita Flora-. O fue casualidad o
alguien se lo había golío; de todos modos el abuelo no volvió a entrar en su
casa sino que la abuela le sacaba la ropa hasta más arriba de la noria.
Las cosas quedaron así durante unos meses, hasta la
desbandada de Málaga. Tres días seguidos estuvieron pasando los que huían de
las tropas de Franco, que habían tomado Málaga. Mi abuela intentó salvar la
tienda y ofrecía comida a algunos de los que pasaban, pero el último día ya
apenas quedaban provisiones y grupitos que pasaban sueltos asaltaron la tienda.
Orden de retirada: cogieron lo imprescindible y enfilaron cerro arriba. No
habían llegado a la cumbre todavía, cuando
a mi padre se le ocurrió volver la cabeza y vio que el local estaba
ardiendo; sin hacer caso a mi abuela, volvió sobre sus pasos y, entrando en la
casa por la parte de atrás, subió a su cuarto, que daba a la tienda a través de
un ventanuco. Abrió un baúl que ya estaba ardiendo y cogió sus libros, entre ellos
el Quijote y su Enciclopedia. Esta última ya sufría los efectos del fuego: parte
de la contraportada y un trocito de Historia Sagrada habían sido pasto de las
llamas.
La guerra fue larga; cuando finalizó, mi abuelo
pudo recuperar las tierras, pero la tienda nunca más volvió a abrir sus
puertas.
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