Poop to the Loo
En
1996 visité una pequeña parte de la India. Aunque el viaje se titulaba
Rajastán, nos limitamos a visitar Delhi, Agra, Jaipur, Gwalior y alguno de los
palacetes ubicados no muy lejos de la carretera que une estas ciudades. La
mañana que salíamos de Jaipur nos dimos un buen madrugón: apenas empezó a
clarear y ya estábamos camino de Agra. No tenía aún quiosco y, por tanto, hacía
tiempo que no veía amanecer; ni ganas que tenía. Aproveché el cómodo hombro de
Quiosquera, apoyé la cabeza y cerré los ojos; empezaba a venirme la modorra,
cuando Quiosquera casi gritó.
-
¡Mira, mira! Allí, al otro lado de la
carretera. Parece…
Abrí
los ojos, enfoqué el cristalino y despejé la mente.
-
… sí –dije-, efectivamente. Es un tío cagando.
Y
más allá había otro, y otro, y otro… Cientos de tíos a ambos lados de la
carretera, en cuclillas y el puro marrón asomando entre los mofletes. Los había pudorosos, que miraban hacia la carretera y escondían el culo; los había tímidos, que ocultaban
la cara y apuntaban con el tubo de escape hacia el autocar; por último, los más vanidosos
se habían subido a los pequeños altozanos que jalonaban el camino y, desde
allí, dejaban caer sus detritus tal que fuera un bombardeo contra sus vecinos
paquistaníes.
-
No se ve ninguna mujer –dijo
Quiosquera-.
-
Eso es que las mujeres deben tener
prohibido tentar a los hombres utilizando el culo como herramienta.
No
se me ocurrió preguntar al guía cuál era la hora que las mujeres tenían
reservada para hacer sus necesidades, aunque más de una vez he pensado en ello
comparando con la costumbre de mi propio pueblo unas cuantas décadas antes.
Hace pocos días he obtenido la respuesta: las mujeres indias aprovechan las sombras del atardecer para concluir el tránsito; lo he leído en el periódico. El alcalde de Dehelud, un pueblo del
Rajastán, ha conseguido convencer a sus vecinos para que todas las familias
dispongan de su propia letrina, o bien, dentro de la casa, o bien, adosada a la
misma. Según Ram, el alcalde, “Los hombres no entendían la necesidad de
invertir dinero –entre 2.500 y 5.000 rupias (de 31 a 62 euros)– en una
infraestructura para hacer algo que salía gratis”. Se adhirió a la campaña Poo to the Loo (algo así como la mierda al retrete) y empezó a
instalar váteres en las escuelas. La consecuencia fue que los niños (y niñas)
comprendieron la ventaja de tener un retrete a mano y convencieron a sus madres
de la necesidad de tenerlo en casa. Y, aunque la mujer pinta poco en el
Rajastán, sí tiene la suficiente persistencia como para abrumar a su marido con
razones que lo atraigan a sus deseos.
Ahora,
los habitantes de Dehelud no tienen que pasar la vergüenza de hacer sus
necesidades en público ni las mujeres sufrir las bromas pesadas de los hombres
que las acechan y aprovechan el momento para acosarlas con sus comentarios
soeces. Lo que ha maravillado al alcalde han sido las ventajas colaterales: “Los casos de diarrea se han reducido en un
40%”. El éxito obtenido lo ha impulsado a embarcarse en un nuevo reto: el
acceso al agua potable, esto es, a la higiene.
Por
si fuera poco, desde que cada casa tiene su letrina, no se ha producido ninguna
violación. Los violadores aprovechaban que las chicas jóvenes salían de su casa
al oscurecer para aliviar el vientre
al amparo de las sombras para atacarlas, violarlas y, si lo consideraban
prudente, asesinarlas y asegurarse así de que mantenían la boca cerrada.
Esto,
que al mundo occidental pudiera parecer propio de épocas remotas, se daba en
nuestros pueblos de España hace poco más de 50 años. Los niños hacíamos
nuestras necesidades al aire libre; meábamos cuando y donde nos entraba gana,
sin ningún pudor, y para hacer de vientre buscábamos un lugar más o menos
oculto a la vista de los vecinos, como pudiera ser un cañaveral o el rebalaje y nos limpiábamos el culo con una piedra;
recuerdo que, en mi caso, aprovechaba una zona baldía, entre la casa de mi
abuela y el huerto de mis tíos, junto a unas plataneras que crecían al borde de
la acequia. Los mayores lo tenían peor, es decir, las mujeres, porque los
hombres meaban contra la pared y, como ya he dicho en alguna ocasión, a favor
de viento para evitar las consecuencias del retroceso. A las mujeres no les
quedaba otro remedio que mear en un cubo o en el corral, si es que tenían; al
caer la tarde bajaban en procesión, casi, hacia la playa y abocaban el cubo en
algún punto ad hoc del rebalaje. La
gracia estaba en las mozuelas: poco antes del crepúsculo se juntaban en
grupitos de cuatro o cinco y se las veía subir, risueñas, galopantes y cogidas
de bracete, hasta las cabezadas; mientras unas vigilaban, las otras
estercolaban el campo. Era, claro, la hora que los mozos aprovechaban para ir a
“acecharlas”; conocedores de los
lugares que normalmente utilizaban, tomaban posiciones un rato antes,
escondidos entre los matorrales y, aunque rara vez llegaban a ver algo,
disfrutaban de lo que algún día tal vez verían. Por su mierda las conoceréis.
Algo
parecido a esta India contemporánea. Bien es verdad que, hace 60 años, en mi
pueblo ni se violaba ni, mucho menos, se asesinaba; estaba en juego el honor de
las familias, y las gentes de bien siempre han defendido su honor con la faca en la mano.
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