viernes, junio 27, 2014

Poop to the Loo


En 1996 visité una pequeña parte de la India. Aunque el viaje se titulaba Rajastán, nos limitamos a visitar Delhi, Agra, Jaipur, Gwalior y alguno de los palacetes ubicados no muy lejos de la carretera que une estas ciudades. La mañana que salíamos de Jaipur nos dimos un buen madrugón: apenas empezó a clarear y ya estábamos camino de Agra. No tenía aún quiosco y, por tanto, hacía tiempo que no veía amanecer; ni ganas que tenía. Aproveché el cómodo hombro de Quiosquera, apoyé la cabeza y cerré los ojos; empezaba a venirme la modorra, cuando Quiosquera casi gritó.
- ¡Mira, mira! Allí, al otro lado de la carretera. Parece
Abrí los ojos, enfoqué el cristalino y despejé la mente.
- … sí –dije-, efectivamente. Es un tío cagando.
Y más allá había otro, y otro, y otro… Cientos de tíos a ambos lados de la carretera, en cuclillas y el puro marrón asomando entre los mofletes. Los había pudorosos, que miraban hacia la carretera y escondían el culo; los había tímidos, que ocultaban la cara y apuntaban con el tubo de escape hacia el autocar; por último, los más vanidosos se habían subido a los pequeños altozanos que jalonaban el camino y, desde allí, dejaban caer sus detritus tal que fuera un bombardeo contra sus vecinos paquistaníes.
- No se ve ninguna mujer –dijo Quiosquera-.
- Eso es que las mujeres deben tener prohibido tentar a los hombres utilizando el culo como herramienta.
No se me ocurrió preguntar al guía cuál era la hora que las mujeres tenían reservada para hacer sus necesidades, aunque más de una vez he pensado en ello comparando con la costumbre de mi propio pueblo unas cuantas décadas antes. Hace pocos días he obtenido la respuesta: las mujeres indias aprovechan las sombras del atardecer para concluir el tránsito; lo he leído en el periódico.  El alcalde de Dehelud, un pueblo del Rajastán, ha conseguido convencer a sus vecinos para que todas las familias dispongan de su propia letrina, o bien, dentro de la casa, o bien, adosada a la misma. Según Ram, el alcalde,  “Los hombres no entendían la necesidad de invertir dinero –entre 2.500 y 5.000 rupias (de 31 a 62 euros)– en una infraestructura para hacer algo que salía gratis”. Se adhirió a la campaña Poo to the Loo (algo así como la mierda al retrete) y empezó a instalar váteres en las escuelas. La consecuencia fue que los niños (y niñas) comprendieron la ventaja de tener un retrete a mano y convencieron a sus madres de la necesidad de tenerlo en casa. Y, aunque la mujer pinta poco en el Rajastán, sí tiene la suficiente persistencia como para abrumar a su marido con razones que lo atraigan a sus deseos.
Ahora, los habitantes de Dehelud no tienen que pasar la vergüenza de hacer sus necesidades en público ni las mujeres sufrir las bromas pesadas de los hombres que las acechan y aprovechan el momento para acosarlas con sus comentarios soeces. Lo que ha maravillado al alcalde han sido las ventajas colaterales: “Los casos de diarrea se han reducido en un 40%”. El éxito obtenido lo ha impulsado a embarcarse en un nuevo reto: el acceso al agua potable, esto es, a la higiene.
Por si fuera poco, desde que cada casa tiene su letrina, no se ha producido ninguna violación. Los violadores aprovechaban que las chicas jóvenes salían de su casa al oscurecer para aliviar el vientre al amparo de las sombras para atacarlas, violarlas y, si lo consideraban prudente, asesinarlas y asegurarse así de que mantenían la boca  cerrada.

Esto, que al mundo occidental pudiera parecer propio de épocas remotas, se daba en nuestros pueblos de España hace poco más de 50 años. Los niños hacíamos nuestras necesidades al aire libre; meábamos cuando y donde nos entraba gana, sin ningún pudor, y para hacer de vientre buscábamos un lugar más o menos oculto a la vista de los vecinos, como pudiera ser un cañaveral o el rebalaje y nos limpiábamos el culo con una piedra; recuerdo que, en mi caso, aprovechaba una zona baldía, entre la casa de mi abuela y el huerto de mis tíos, junto a unas plataneras que crecían al borde de la acequia. Los mayores lo tenían peor, es decir, las mujeres, porque los hombres meaban contra la pared y, como ya he dicho en alguna ocasión, a favor de viento para evitar las consecuencias del retroceso. A las mujeres no les quedaba otro remedio que mear en un cubo o en el corral, si es que tenían; al caer la tarde bajaban en procesión, casi, hacia la playa y abocaban el cubo en algún punto ad hoc del rebalaje. La gracia estaba en las mozuelas: poco antes del crepúsculo se juntaban en grupitos de cuatro o cinco y se las veía subir, risueñas, galopantes y cogidas de bracete, hasta las cabezadas; mientras unas vigilaban, las otras estercolaban el campo. Era, claro, la hora que los mozos aprovechaban para ir a “acecharlas”; conocedores de los lugares que normalmente utilizaban, tomaban posiciones un rato antes, escondidos entre los matorrales y, aunque rara vez llegaban a ver algo, disfrutaban de lo que algún día tal vez verían. Por su mierda las conoceréis.
Algo parecido a esta India contemporánea. Bien es verdad que, hace 60 años, en mi pueblo ni se violaba ni, mucho menos, se asesinaba; estaba en juego el honor de las familias, y las gentes de bien siempre han defendido su honor con la faca en la mano.

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