Los Reyes Magos
Hablaba hace muy pocas fechas de las diferentes tradiciones en que nos basamos para celebrar por estos días la fiesta de los niños; la fiesta en que se perdonan todas las travesuras, se promete que no se volverán a cometer y los premiamos con los regalos que, quizás, nos gustaría nos hubieran obsequiado a nosotros. Tengo noticia de que este año, en las escuelas de primaria, ha hecho furor la Tableta y el Libro Electrónico; con el programa de voz adecuado habremos conseguido que los niños no tengan necesidad de aprender algo tan tedioso y absorbente como es la lectura.
Los Reyes Magos constituyen una tradición que tiene su origen en el Evangelio de San Mateo. Este discípulo de Jesús, uno de los 12 apóstoles, no habla de reyes sino que se refiere a “unos magos que vinieron de Oriente” siguiendo una estrella. Mago es una palabra que parece proceder de “magnus” y, ésta, de “magister” (maestro), es decir, que los Magos de Oriente pudieron ser sencillamente unos humildes sabios cuya única riqueza fuese, tal vez, la inteligencia. No soy experto en Sagradas Escrituras y, por tanto, ignoro si todo lo que sabemos de los Magos lo cuentan los Evangelios Canónicos, los Evangelios Apócrifos o es, en fin, producto de la tradición. Sumando conocimientos, tenemos noticia de que los susodichos regalaron a Jesús oro, incienso y mirra; de ahí que en la Alta Edad Media se estableciera en 3 el número de Magos y, posiblemente por lo del oro, se les elevase a la categoría de Reyes. También se nos contó que, al pasar por Jerusalén, Herodes les dio el encargo de enterarse si el Niño al que iban a visitar era o no el Mesías y ellos, más zorros que otra cosa, regresaron a su hogar saltándose la escala de la capital judía; lástima que la jugarreta no sirviera de nada y Herodes mandara degollar a todos los recién nacidos en Belén a fin de asegurar que su poltrona ser mantendría vitalicia.
Dicen también que los Tres Magos de Oriente, en realidad representaban a las tres razas o pueblos conocidos: los blancuzcos europeos o gentiles, descendientes de Jafet; los más morenitos semitas, descendientes de Sem y establecidos en Asia y, por último, los descendientes de Cam, negros y afincados en África. Claro que el Papa emérito, Benedicto XVI, no sólo ha expulsado al buey y a la mula del Portalico de Belén, sino que dice que uno de ellos (probablemente el negro) procedía de Tartessos, situado al oriente de Israel si tomamos la ruta de la India, Catay y las Indias Occidentales (u Orientales según fuese la dirección emprendida).
La tradición de “echar” juguetes a los niños sería para imitar a los ricos del centro y norte de Europa con sus Papás Noeles y sus Santas Klaus. Al igual que éstos, los Reyes Magos entraban por la chimenea, pero no dejaban los juguetes en los calcetines sino en los zapatos que los niños dejábamos junto al “rincón” de la cocina. Lo de los zapatos es un decir; en mis tiempos poníamos las sandalias de goma o las babuchas de cáñamo. Y eso que poco antes lo de los Reyes era algo que sólo atañía a la gente fina; nosotros, los labradores, habíamos de conformarnos con celebrar la Navidad a secas, esto es, ponernos tibios de mantecados y rosquillos; el turrón tampoco estaba demasiado a nuestro alcance e, incluso, consumíamos turrón de cacahuete. Baste decir que yo no tuve conocimiento de la existencia del turrón blando hasta haber cumplido 16 ó 17 años, aunque es bien cierto que tuve la suerte de probarlo precisamente en Jijona.
A los Reyes Magos fue la casualidad quien los puso en nuestro camino. Cuenta mi madre que un día, recién pasada la fiesta, iba con mi hermana mayor (que apenas tendría 3 años) cuando tropezó con Virtudicas y su hija Amparito, algo mayor que mi hermana, que le enseñó, muy orgullosa, la muñeca que le habían echado los Reyes. Mi hermana se quedó de pasta de boniato pensando qué habría hecho ella de malo para que los Reyes pasaran de largo. Mi madre le explicó que el descuido sería debido a que nosotros vivíamos casi a las afueras del pueblo y, seguramente, los Magos no habían llegado hasta allí. Pero se apuntó que sus hijos no volverían a pasar por el trance de quedarse otras vez sin regalo de reyes.
¡Cuál debió ser la cara que le vio a mi hermana!
¡Cuál debió ser la cara que le vio a mi hermana!
Y así fue. Hasta que hicimos la Primera Comunión y adquirimos el “uso de razón”, no faltaron los regalos del 6 de enero. Es verdad que casi siempre nos traían el libro, el cuaderno o el plumier que necesitábamos para la escuela, así como unos cuantos mantecados sacados del lebrillo que mi madre guardaba en la bazareta, pero era suficiente. Incluso recuerdo una vez un tren de cuerda con tres vagones que sólo funcionaba si no se enganchaba ningún vagón a la máquina…
Eran otros tiempos y otras costumbres. Por entonces y en aquel lugar, los Reyes Magos no dejaban carbón a los niños que se portaban mal; se limitaban a ignorarlos y dejar sus zapatos vacíos. Los más adiestrados sabían la contestación exacta que debían dar si no encontraban nada en su calzado:
- Bonico, ¿qué te han echado los Reyes?
- Un bombón, siete peos y un follón...
Eran otros tiempos y otras costumbres. Por entonces y en aquel lugar, los Reyes Magos no dejaban carbón a los niños que se portaban mal; se limitaban a ignorarlos y dejar sus zapatos vacíos. Los más adiestrados sabían la contestación exacta que debían dar si no encontraban nada en su calzado:
- Bonico, ¿qué te han echado los Reyes?
- Un bombón, siete peos y un follón...
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