lunes, diciembre 09, 2013

Hacer las Américas (I)


Mi abuelo Antonio debió llegar al Pozuelo algo después de 1920. A sus treinta y pocos años, iba por su tercer matrimonio y su sexto hijo (tres de ellos se habían quedado en el camino) y, quizás, ya había vivido lo más granado de su existencia. A principios del siglo XX, la Alpujarra era una tierra de poco futuro y mi abuelo tenía un espíritu inquieto que no se conformaba con labrar aquellos peñascales; así que, quemada la etapa de su primera juventud, se le metió entre ceja y ceja explorar nuevos caminos y decidió emprender la aventura americana. Tenía poco más de 20 años, una esposa, un hijo y un par de brazos. Pidió a su padre, pa Francisco, que le prestase dinero para comprar el billete del barco que lo habría de llevar a la Argentina. Vano intento. Pa Francisco era agricultor y, por tanto, no sacaba un duro de debajo del ladrillo; si la cosecha no había sido buena, porque el ladrillo tapaba poca plata; si la cosecha se había dado bien, porque no se sabía cómo iban a ser los años siguientes. Así que mi abuelo, de mano, se quedó sin billete. Pero hete ahí que llegó la recolección de la almendra; el joven alpujarreño se las ingenió para que lo mandaran a vender el género, supongo que a Murtas o Adra, cogió un par de mulos para llevar la carga y emprendió el viaje. Cuando volvió, sorprendió a su padre con la “grata” noticia de que se había gastado los dineros en un pasaje para Argentina. Prometió emplear lo primero que ganase en pagar la deuda contraída; los siguientes ahorros estarían destinados a los pasajes de su mujer y su hijo.

Se hizo a la mar con lo puesto; le esperaba una travesía de un mes y sólo llevaba un hatillo con una muda. Apenas habían dejado atrás el puerto, cuando un oficial pasó buscando personal para trabajar en el barco; mi abuelo fue el primero en ofrecerse y completó los días de navegación alimentando las calderas del barco. Mi primo Antonio siempre relata este episodio de la misma manera:
- Cuando llegó a la Argentina sólo se le veía el blanco de los ojos, el resto lo llevaba cubierto del polvo negro que soltaba el carbón con el que iba alimentando las máquinas. Pero había salido de España sin un duro con que comprarse un bocadillo y llegó a América con dinero.
Nunca escuché cómo conoció al terrateniente que iba a ser su patrón y bienhechor. Lo cierto es que acabó en la provincia de Mendoza, en un distrito llamado Los Corralitos. El terrateniente le cedió un terrero baldío y pedregoso para que lo roturara y plantase en él una viña; al cabo de 5 años, cedería a mi abuelo la mitad de la propiedad. El trato era excelente si mi abuelo no hubiera tenido que alimentarse durante el tiempo que tardaba la viña en dar fruto; tampoco fue un gran impedimento: montó un boliche con el que ganar algunos pesos. Durante el día trabajaba la viña y por la noche atendía la taberna.

En el tiempo previsto se cumplieron los plazos y, al cabo de 6 ó 7 años, mi abuelo pudo reclamar a su mujer y a su hijo; por supuesto que ya había mandado a su padre el importe de la venta de las almendras y el dinero suficiente para alimentar a su familia. No le sonrió la suerte esta vez. Dolores, que así se llamaba su esposa, quedó embarazada y, llegada la hora del parto, dio a luz dos niños; uno murió a poco de nacer, ella murió a las pocas horas del parto y el último apenas superó las 24 horas de vida. Él, que se había ido a América para hacer más fácil la vida de su familia, se encontraba ahora muy lejos de su casa y casi sin familia. Pasado un tiempo, quedó con un amigo, también emigrante, en escribir a dos mozas del terruño:
- Tú le escribes a mi prima Adela –decía mi abuelo- y yo le escribo a mi prima Aurelia.
La prima Adela había sido medio novia de su amigo antes de embarcarse para América y, parece ser, que por ella habría aceptado, pero su hermano le dijo que nones, que no daba su permiso para que se casara por poderes y que, si el pretendiente estaba verdaderamente interesado, hiciera el viaje a España para la boda. Después ya podrían irse a vivir donde quisieran.
La prima Aurelia no necesitó de ningún hermano: ella misma le contestó:
- No tengo inconveniente en casarme contigo pero no estoy dispuesta a irme a América. Si estás interesado en mí has de volver a esta tierra.

Cuando mi abuelo habló con el terrateniente, éste le dio todas las facilidades para que se quedase allí, incluso le ofreció que podía escoger entre sus dos hijas y casarse con una de ellas. No aceptó la oferta; cogió a su hijo de la mano y enfiló rumbo a España. Previamente había llegado a un acuerdo con el terrateniente y le vendió su parte de la viña.
Alguna vez le habíamos preguntado por qué no se casó con una de las hijas del patrón:
- ¡Válgame Dios! Si eran medio machorras... hasta montaban a caballo y todo.

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